Reaccionando frente a la tradición cinematográfica y dramatúrgica británica, un grupo de autores propuso, a fines de la década de los cincuenta, una renovación de esas actividades, atendiendo en mayor grado a los temas que interesaban a las clases más populares. Ese conjunto de creadores recibió el nombre de "Los jóvenes airados" y uno de sus principales activistas e impulsores fue el escritor John Osborne. En torno suyo, fueron reuniéndose varios cineastas, influidos por las nociones puestas de actualidad por la nouvelle vague francesa. Su intención de elaborar un cine socialmente comprometido dio lugar a la corriente denominada british social realism (realismo social británico), también llamado Free cinema, que no era sino un modo de reaccionar a la artificialidad narrativa de Hollywood.
Entre los más distinguidos defensores de la nueva tendencia figuraban los críticos de las revistas "Sequence" y "Sight and Sound", quienes propusieron como pauta el largometraje Un lugar en la cumbre (Jack Clayton, 1959). Cineastas como Lindsay Anderson (El ingenuo salvaje, 1963; If, 1968; Britania Hospital, 1982), Tony Richardson (El animador, 1960; Réquiem por una mujer, 1961; La soledad del corredor de fondo, 1962) y Karel Reisz (Momma don’t allow, 1955; We are the Lambeth Boys, 1959; Sábado noche, domingo mañana, 1960) son claros representantes de la primera época de esta tradición del cine británico conocido como realismo social. Pero la influencia de este free cinema nunca ha desaparecido del cine británico. Entre sus más importantes herederos figuran Stephen Frears (Mi hermosa lavandería, 1985; Ábrete de orejas, 1986; Sammy y Rose se lo montan, 1987), Mike Leigh (Secretos y mentiras, 1996; Todo o nada, 2002; El secreto de Vera Drake, 2004), Shane Meadows (Small time, 1996; Once upon a time in the Middlands, 2002; This is England, 2006) y, especialmente, Ken Loach (Lloviendo piedras, 1993; Ladybird ladybird, 1994; Mi nombre es Joe, 1998 y un largo etcétera).
Ken Loach, al igual que sus antecesores, denuncia los traumas que ocasiona en los seres humanos la vida en las ciudades industriales a pesar de los avances tecnológicos. Y con sus historias sacude las conciencias de la sociedad contemporánea con el fin de mejorar sustancialmente las condiciones de la clase trabajadora (poniendo de ejemplo lo que mejor conoce: las injusticias que sufren las clases menos favorecidas en la sociedad británica).
Ahora se estrena Fish tank de Andrea Arnold, digna heredera del cine de Loach y del realismo social británico. Muchos méritos para ser sólo una segunda película, pero ninguna sopresa: Arnold ya nos dejó con ganas de más en el año 2006 con su magnética Red Road y predijo maneras al ganar el Óscar al mejor cortometraje en el año 2003 por Wasp.
Arnold nos presenta el mundo particular de Mia (una fantástica Katie Jarvis, en su primer papel en el mundo del cine), una adolescente de 15 años que habita una de esas viviendas colmena en una población obrera inglesa (¿por qué será que el reflejo de la miseria británica causa una especial desazón en mi?), una chica enfadada con su madre, con su hermana pequeña, con el novio de su madre y con el mundo... y que encuentra tan sólo en el baile (el rap y el hip hop) una vía de escape para huir de la sensación de asfixia de su día a día y del desarraigo familiar en el que ha debido crecer. Una familia en la que para decir "te quiero" dicen "te odio".
Lo mejor de la visión de Andrea Arnold es que consigue no caer en estereotipos. La cámara logra transmitir la profunda frustración que marca muchos de los comportamientos de Mia, su extrema sensación de soledad y de sentirse encerrada en la desmotivación. Desnuda y sincera propuesta, que no busca ninguna tesis ni aporta solución alguna a la profunda desestructuración de una parte de la sociedad inglesa. Andrea Arnold deja sobre el tapete algunas posibles pistas para entender a quienes, en tantas ocasiones, se revelan como absolutos extraños para los adultos: los adolescentes. Ellos comparten el mismo mundo que nosotros, pero también sufren en primer plano las consecuencias de nuestras miserias y fracasos vitales.
Al fondo, la Inglaterra de las periferias y las industrias desguazadas dibuja un escenario terrible, imposible para la supervivencia emocional y la educación afectiva.
La formidable película de Andrea Arnold explora sin concesiones los filos tajantes de una adolescencia frustrada de clase obrera y suburbio. Los adolescentes funcionan en un microcosmos tangible de seres de carne y hueso en el filo del abismo perfectamente reconocibles, cada día y en nuestras consultas. Pero todos sabemos que no hace falta ir a un barrio obrero de Inglaterra para ver los problemas de los adolescentes encuadrados en entornos sociales (y, por ende, familiares) desestructurados.
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