El neozelandés Andrew Niccol ha conseguido hilar un discurso común en los 5 guiones que componen su trayectoria cinematográfica: El show de Truman (Peter Weir, 1998), La terminal (Steven Spielberg, 2004), Gattaca (1997), Simone (2002) y El señor de la guerra (2005), estas tres también dirigidas por él. El discurso es provocar reflexiones sobre un presente que no le gusta, fundamentalmente por la hipocresía imperante, y en el que rondan tres ideas constantes: la manipulación, el simulacro y el autoengaño.
Tres constantes patentes en la vida ficticia que el realizador Christof crea alrededor de Truman Burbank (Jim Carrey) y sus “buenos días, buenas tardes, buenas noches”; también son las constantes de la ficticia vida normal que el refugiado Viktor Navorski (Tom Hanks) confecciona en un medio tan anormal como un aeropuerto JFK de Nueva York; así como la vida que el director Viktor Taransky (Al Pacino) crea para su inexistente actriz Simone, nacida del programa informático SIMulation ONE; o la vida y profesión que recrea el traficante de armas Yuri Orlov (Nicholas Cage) para que su familia no conozca su verdadera profesión durante el final de Guerra Fría.
Manipulación, simulacro y autoengaño son las claves de su primera obra, Gattaca, una distopía que se centra en la manipulación genética: los hijos son elegidos mediante mecanismos de control genético para asegurar que nazcan programados con los mejores rasgos hereditarios de sus padres (los llamados “válidos”, hijos de la Genética, nacidos del fruto de una probeta) y que se diferencian de aquellos que han nacido de forma natural (los llamados “no válidos”, hijos de Dios, nacidos del fruto del amor de sus padres).
El guión de Gattaca nos muestra la historia de dos hermanos, Vincent (Ethan Hawke) y Anton Freeman. Vincent es concebido de forma natural, pero al nacer ya le pronostican (con un análisis de sangre) sus enfermedades, que incluye una muerte prematura a los 30 años; por ello, sus padres deciden que el segundo hijo (Antón) sea seleccionado genéticamente, para asegurar su futuro y evitar los problemas que tendrá su hermano mayor. En el mundo de Gattaca nadie puede escapar a sus genes (el hombre se convierte en esclavo de la ciencia) y los llamados “hijos de Dios” son relegados a tareas inferiores, debido a sus imperfecciones. Vincent guarda cierto resentimiento a Anton: “Nunca entenderé qué fue lo que empujó a mi madre a poner su fe en manos de Dios, en vez de en los de su genetista”. Pero Vincent, aunque es un “no válido”, decide luchar por su sueño (viajar a otros planetas, algo sólo posible para los “válidos” de Gattaca); para ello decide unir su vida a Jerome (Jude Law), un “válido” caído en desgracia tras un accidente y con una grave lesión de columna vertebral. En la lucha de Vincent por su sueño (como un inconformista que quiere conseguir sus fines, no como un idealista que quiera mejorar el mundo) se encuentra en el camino a Irene (Uma Thurman), en lo que apunta a una historia de amor en un mundo deshumanizado.
Gattaca es una historia de ciencia ficción en donde, afortunadamente, el guión cuenta más que los efectos especiales. Todo es oscuro, aséptico y geométrico en Gattaca, desde la fotografía al vestuario, desde los personajes a los edificios (es clásico citar que el edificio utilizado para filmar la corporación de Gattaca es el Marin County Civic Center, obra de Frank Lloyd Wright). Una historia de ciencia ficción llena de simbolismos alrededor de la cadena del ADN, elemento clave para entender el mundo de la genes: el propio nombre de Gattaca está escrito con las siglas de las 4 bases nitrogenadas que componen nuestro ADN (Adenina, Guanina, Citosina y Tiamina); la escalera de caracol de la casa que comparten Vincent y Jerome simula la doble hélice del ADN. Simbolismo también en el apellido del protagonista, Freeman (hombre libre).
Un guión sólido, un argumento interesante (los “hijos a la carta”), personajes complejos con adecuada composición actoral y una puesta en escena simple y efectiva (con la acertada fotografía de Slawomir Idziak y la banda sonora de Michael Nyman) hace de Gattaca una de las películas distópicas más interesantes de los últimos años. Pero lo más interesante es su llamada de atención a las posibilidades más inquietantes (y esperanzadoras) de la genética (“the big brother”) que avanza con mayor rapidez que los debates éticos y morales que suscita. Hablar de Gattaca hace inevitable comentar el simil con la novela "Un mundo feliz" de Aldous Huxley y sus clases humanas (Alfas, Betas, Gammas, Deltas y Epsilones).
En el entorno médico del primer mundo, fundamentado en el “riesgo cero”, en la “ausencia de defectos, de dolor o de fealdad” surgen algunas preguntas tras ver esta película: ¿es ético modificar el genoma? y ¿cuál es el límite de la eugenesia?. En España la legislación intenta ayudar a estas cuestiones con la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre Técnicas de Reproducción Humana Asistida y con la Ley 14/2002, de 3 de julio, sobre Investigación Biomédica.
Gattaca nos adentra en una de las muchas encrucijadas en Bioética: los “hijos a la carta”. Cuando los padres de Vincent “encargan” al genetista el nacimiento de Anton piden un niño sin propensión a la enfermedad, pero el propio genetista les añade una serie de mejoras estéticas (más allá de lo que viene de “serie”, como en la compra de un autómovil). A ello, el padre le contesta: “Estamos pensado en dejar algunas cosas al azar”.
Las citas lapidarias que aparecen al inicio de la película nos ponen en la pista de estas encrucijadas en Bioética:
“Contemplar la obra de Dios, ¿quién podrá enderezar lo que Él torció” (Eclesiastés, 7:13)
“No sólo creo que podemos alterar la Madre Naturaleza. Creo que Ella lo quiere así” (Willard Gaylin).
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