Cuando un relato adquiere claras señales autobiográficas y gravita en torno a la infancia, el niño suele constituirse como eje para mostrarnos el mundo adulto desde una perspectiva diferente. La niñez como alteridad en numerosas películas, en el que los ojos de los niños actúan como prisma de la realidad que se nos quiere contar. Así sucedía en Adiós muchachos (Louis Malle, 1987), Secretos del corazón (Montxo Armendáriz, 1996) o El año que mis padres se fueron de vacaciones (Cao Hamburger, 2006): en todos ellos conviven ternura y amargura, esa mezcla que rompe la inocencia y preconiza la entrada al mundo adulto. Y así sucede en El último verano de la boyita (Julia Solomonoff, 2009).
La directora argentina Julia Solomonoff recrea el recuerdo de un verano campestre de los años 80 que ella pasó en su infancia con una “boyita” (nombre con el que se designa a una autocaravana en Argentina), un verano iniciático narrado como un western sentimental alrededor de la adolescencia femenina. Jorgelina (Guadalupe Alonso) es un niña preadolescente de curiosidad infinita que indaga en los libros de anatomía de su padre médico los cambios que se provocan en el sexo de los adolescentes, que se pregunta por qué su hermana mayor ya reclama privacidad en el cuarto de baño, o que no entiende por qué aparece una mancha de sangre en la montura del caballo de su amigo Mario (Nicolás Treise). Los cambios y la transformación de la sexualidad femenina contada con suma sensibilidad, sin estridencias, sin subrayados y con una banda sonora acorde al respecto general. Mario está pasando por una transformación sexual mucho más excepcional que la hermana de Jorgelina, pero la película no pretende ser una historia sobre la intersexualidad, sino una “mirada” de la intersexualidad.
En El último verano de la boyita, Julia Solomonoff (que sólo había realizado una película previa en el año 2005, Hermanas) bebe de la influencia de otras dos realizadoras argentinas: Albertina Carri, quien en La rabia (2008) retrata la violencia rural; y, sobre todo, de Lucía Puenzo, quien en XXY (2007) nos relata con valentía los problemas de la sexualidad y la intersexualidad durante la infancia. Julia Solomonoff nos habla de la sexualidad femenina en un momento de mutación y que da paso en la adolescencia a una entidad constituida por el género; y en el que nos presenta a una Jorgelina que se resiste a perder la felicidad de la niñez a costa de la feminidad. Y en todo ello, se agradece la consideración y sutilidad con la que la directora se acerca aborda el tema y en donde los niños son auténticos y verdaderos protagonistas.
En cuatro secuencias breves, una para cada padre y madre, nos permitirá comprobar cómo los padres de Jorgelina y Mario se enfrentarán ante la excepcionalidad descubierta: en el lado femenino, tendremos el amor resignado de la madre de Mario (que aunque niega aquello que cuesta reconocer, al final lo acepta) y el cotilleo frívolo en la madre de Jorgelina; en el lado masculino, tendremos el punto de vista científico del padre de Jorgelina y la violencia irracional del padre de Mario. Cuatro brochazos para darnos una panorámica de las distintas actitudes que pueden darse alrededor de la intersexualidad de un hijo.
En la historia con tintes autobiográficos de El último verano de la Boyita, Somolonoff nos dice que dejó de ser niña al descubrir lo que significa la palabra respeto. Respeto y sensibilidad ante un problema en los niños (y sus familias) como es la intersexualidad. Jorgelina vive una edad de preguntas y descubrimientos justo antes de entrar en la adolescencia: la joven cuenta con un refugio muy peculiar en la boyita, esa casa ambulante donde pasa este verano en el campo con su padre y acompañará a Mario en un camino de temor, compañía y aceptación.
Curiosamente dos mujeres (Julia Solomonoff y Lucía Puenzo), ambas argentinas, han puesto el dedo en la llaga de un tema bastante infrecuente en el cine (la intersexualidad), más si es narrado desde la perspectiva de la infancia.
La directora argentina Julia Solomonoff recrea el recuerdo de un verano campestre de los años 80 que ella pasó en su infancia con una “boyita” (nombre con el que se designa a una autocaravana en Argentina), un verano iniciático narrado como un western sentimental alrededor de la adolescencia femenina. Jorgelina (Guadalupe Alonso) es un niña preadolescente de curiosidad infinita que indaga en los libros de anatomía de su padre médico los cambios que se provocan en el sexo de los adolescentes, que se pregunta por qué su hermana mayor ya reclama privacidad en el cuarto de baño, o que no entiende por qué aparece una mancha de sangre en la montura del caballo de su amigo Mario (Nicolás Treise). Los cambios y la transformación de la sexualidad femenina contada con suma sensibilidad, sin estridencias, sin subrayados y con una banda sonora acorde al respecto general. Mario está pasando por una transformación sexual mucho más excepcional que la hermana de Jorgelina, pero la película no pretende ser una historia sobre la intersexualidad, sino una “mirada” de la intersexualidad.
En El último verano de la boyita, Julia Solomonoff (que sólo había realizado una película previa en el año 2005, Hermanas) bebe de la influencia de otras dos realizadoras argentinas: Albertina Carri, quien en La rabia (2008) retrata la violencia rural; y, sobre todo, de Lucía Puenzo, quien en XXY (2007) nos relata con valentía los problemas de la sexualidad y la intersexualidad durante la infancia. Julia Solomonoff nos habla de la sexualidad femenina en un momento de mutación y que da paso en la adolescencia a una entidad constituida por el género; y en el que nos presenta a una Jorgelina que se resiste a perder la felicidad de la niñez a costa de la feminidad. Y en todo ello, se agradece la consideración y sutilidad con la que la directora se acerca aborda el tema y en donde los niños son auténticos y verdaderos protagonistas.
En cuatro secuencias breves, una para cada padre y madre, nos permitirá comprobar cómo los padres de Jorgelina y Mario se enfrentarán ante la excepcionalidad descubierta: en el lado femenino, tendremos el amor resignado de la madre de Mario (que aunque niega aquello que cuesta reconocer, al final lo acepta) y el cotilleo frívolo en la madre de Jorgelina; en el lado masculino, tendremos el punto de vista científico del padre de Jorgelina y la violencia irracional del padre de Mario. Cuatro brochazos para darnos una panorámica de las distintas actitudes que pueden darse alrededor de la intersexualidad de un hijo.
En la historia con tintes autobiográficos de El último verano de la Boyita, Somolonoff nos dice que dejó de ser niña al descubrir lo que significa la palabra respeto. Respeto y sensibilidad ante un problema en los niños (y sus familias) como es la intersexualidad. Jorgelina vive una edad de preguntas y descubrimientos justo antes de entrar en la adolescencia: la joven cuenta con un refugio muy peculiar en la boyita, esa casa ambulante donde pasa este verano en el campo con su padre y acompañará a Mario en un camino de temor, compañía y aceptación.
Curiosamente dos mujeres (Julia Solomonoff y Lucía Puenzo), ambas argentinas, han puesto el dedo en la llaga de un tema bastante infrecuente en el cine (la intersexualidad), más si es narrado desde la perspectiva de la infancia.
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