Lo vemos demasiadas veces en los periódicos o en las noticias: la desaparición de un niño o una niña, de un adolescente o una adolescente. Simplemente porque ocurre y porque se repiten los hechos y el dolor: unos padres y familiares rotos; medios de comunicación al acecho; la investigación policial; el tiempo que pasa como una losa, sin noticias; el cuerpo que aparece (o no); etc. Detrás de esas noticias que queremos evitar, pues el escalofrío recorre nuestra sangre, siempre hay unos seres humanos que sufren (y que siempre pensamos que podíamos ser nosotros),... porque si es dura la muerte de un hijo, su desaparición resulta aterradora.
Aunque la realidad aquí sí que puede superar cualquier ficción, lo cierto es que el cine se ha atrevido a plasmar en la pantalla esta situación de desaparición de un niño desde distintas ópticas. Clint Eastwood, como director, realizó dos películas de distintos calado: por un lado, puso como secuestrador a Kevin Costner en Un mundo perfecto (1993) y por otro a Angelina Jolie como madre sufridora en El intercambio (2008). Morgan Freeman, como actor, tuvo que enfrentarse a los casos de desaparición de niños en El coleccionista de amantes (Gary Fleder, 1997) y en La hora de la araña (Lee Tamahori, 2001). Y la niña Dakota Fanning ha sido secuestrada en dos ocasiones, tanto En Atrapada (Luis Mandoki, 2002) como en El fuego de la venganza (Tony Scott, 2004). Pero otros muchos actores han vivido en la ficción la angustia de ser padres: Mel Gibson en Rescate (Ron Howard, 1996), Michelle Pfeiffer en En lo profundo del océano (Ulu Grosbard, 1999), Jodie Foster en Plan de vuelo: Desaparecida (Robert Schwentke, 2005), Liam Neeson en Venganza (Pierre Morel, 2008), y un largo etcétera.
Pero la mayoría son películas made in USA creadas como un thriller de aventuras. La película que traemos hoy es diferente, pues es más un thriller psicológico que nos adentra en un enigma criminal y sus personajes (niños, padres, policías y asesinos), en unas mentes, unos cuerpos y una sociedad que huele a locura y a hedor (el que provoca sentir la pederastia).
A eso aspira la notable película alemana Silencio de hielo (2010), segundo largometraje del por aquí poco conocido director suizo Baran Bo Odar y que nos regala una narración prodigiosa basada en la novela “Das Schweigen” de Jan Costin Wagner y con este argumento: una bicicleta en un campo de trigo, una niña desaparecida; ¿se repite la historia?. Hace 23 años, la adolescente Pia fue violada y asesinada en este mismo lugar y todo el mundo se pregunta si le ocurrido lo mismo a la adolescente Sinikka.
Y a fe que Baran Bo Odar consigue su propósito de helarnos la sangre y dejarnos en silencio. Con ese tono de novela policiaca, la película es áspera sin necesidad de ser sucia, siendo ambiciosa con un retrato de amplio de personajes y que utiliza para someternos a una doble (y no cómoda) reflexión: la primera, sobre la culpa, la redención y la facultad de limpiar (o no) la mente de malos recuerdos; y la segunda, valiente y espantosa, sobre el hecho de que en la pedofilia no haya posibilidad de redención, aunque el enfermo se parapete entre elementos de normalidad y haga esfuerzos sobrehumanos por liberarse.
Lo más parecido a esta película en la reciente filmografía puede ser la australiana Lovely bones (Peter Jackson, 2009), pero también la película nos hace regresar al mundo de los psicópatas pedófilos con dos películas alemanas clásicas: M, el Vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931) y El cebo (Ladislao Vajda, 1958). Aunque con una gran diferencia: en Silencio de hielo se dibuja a los dos delincuentes como pobres diablos antes que asesinos puros o víctimas de la sociedad.
Destaca el estilo en el que está rodada la película, que nada tiene que ver con el cine habitual de Hollywood: fusiona diferentes ritmos cinematográficos y logra mantener a los espectadores en máxima tensión, tensión que no procede de imágenes macabras, sino de intentar explicar el desconcierto de una sociedad que convive diariamente con los peores crímenes, construidos sobre cimientos de soledad, desesperación y cinismo. Un elenco de actores poco conocidos por estos lares (Wotan Wilke Möhring, Sebastian Blomberg, Katrin Sass, Burkhart Klaussner, Karoline Eichhorn y Ulrich Thomsen, el único a quien quizás reconozcamos como uno de los padres de En un mundo mejor, la oscarizada obra de Susanne Bier en el año 2010) y cuyas destacadas interpretaciones expresan lo que las palabras no podrían, con caras que revelan sentimientos como la desesperación y la culpa.
Silencio de hielo nos cuenta una difícil historia (que muchos se negarán a ver) y nos lo cuenta de tal manera (apoyado por la fotografía de Mol Summerer y por la música de Michael Kamm y Chris Steininger) que nos deja helados el alma. Pero aunque la pederastia nos deje el alma helada, nunca debe dejarnos en silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario