Era el año 1985 cuando la película La historia oficial obtuvo por primera vez para Argentina el Oscar a la mejor película extranjera (en uno de esos ataques de mala conciencia y/o incorrección política que a veces asaltan a la Academia hollywoodiense). Porque La historia oficial es cine en carne viva, del que no deja indiferente ni a tirios ni a troyanos, pese a que se desarrolla con una estructura de corte bastante convencional y desprovista de cualquier concesión a la espectacularidad o el preciosismo, pero que sí consigue atrapar al espectador. Y cuyo mérito es obra de su director (Luis Puenzo) y de sus protagonista, Alicia Marnet de Ibáñez (enorme Norma Aleadro), esa profesora de instituto casada con un empresario que hace negocios con los militares (Héctor Alterio), quienes contemplan cómo se van desenvolviendo los acontecimientos en su país, tras el fin de la dictadura: exiliados que vuelven con su carga de rencor y amargura, convulsiones políticas y judiciales, temor en las calles ante la posibilidad de desórdenes incontrolados, etc.
Bien, pues han pasado 26 años y se repite en parte la historia: la película Infancia clandestina (Benjamín Ávila, 2012) funciona, sin querer, como una precuela de La historia oficial, situada en plena dictadura militar de la Argentina de 1979, y en el que vuelven a aparecer algunos de los anteriores protagonistas: Luis Puenzo, en este caso como productor, y Ernesto Alterio (hijo de Héctor), en unos de los personajes centrales.
Benjamín Ávila prosigue con su reivindicación de la memoria histórica más dura y triste de Argentina: la del proceso militar argentino y sus fatídicas consecuencias. En 2004 lo hizo con la película documental Nietos (Identidad y memoria) y con la película para televisión, Aparecidos: Hijos del dolor, nietos de la desesperanza, ambos sendos documentales sobre los nietos de desaparecidos y la agrupación Abuelas de la Plaza de Mayo, liderada por Estela De Carlotto. Ahora debuta en el largometraje con esta historia con tintes autobiográficos y en torno a la visión de un niño, hijo de un matrimonio de Montoneros opositores a la dictadura militar del general Videla.
A finales de los 70, Juan es un niño de 12 años (magnífico Teo Gutiérrez Romero) que regresa con sus padres (César Troncoso y Natalia Oreiro) a Argentina tras varios años de exilio, debido a su activa adscripción al movimiento Montonero. Como perseguidos políticos, no pueden conservar sus nombres verdaderos y asumen identidades falsas para seguir combatiendo el régimen dictatorial militar en la clandestinidad. El niño, al que llamaron Juan (por Perón), le cambian el nombre a Ernesto (por el Che Guevara), de forma que a la lucha propia de los adolescentes en el proceso de transición hacia la edad adulta (y que van más allá del descubrimiento de la sexualidad y de su primer amor), se suma también el conflicto de identidad que tiene la dialéctica simbólica de sus nombres y las vivencias del conflicto político en su entorno familiar. Entorno en el que tiene un significado especial su tío Beto (acertado Ernesto Alterio).
Esta coproducción hispano-argentina-brasileña pone en escena un drama emotivo ambientado en la cruda realidad cotidiana que vivieron muchas familias argentinas durante la dictadura militar. Pero nos muestra otro lado de la guerrilla y con otros ojos: el lado familiar visto por los ojos de un preadolescente, de forma que la infancia hace ver la vida y los acontecimientos de otra manera, aunque los que le rodea es suficientemente trágico. El recurso de los dibujos de cómic para los momentos más violentos se puede considerar un buen recurso narrativo, tanto al principio como al final de la película.
Detrás de aquel “Perón o muerte: ¡viva la patria!” que insuflaban los Montoneros como grito de guerra, Benjamín Ávila decide contar la historia a través de los ojos de un niño que aprende a sobrevivir en un mundo de identidades falsas y cumpleaños inventados, y que pese a la pasión ideológica, frustración e impotencia e incredulidad que se cierne sobre la película, le permite mirar los años de la dictadura sin culpas ni temores. Porque en el fondo, Juan/Ernesto vive rodeado de amor: del amor a sus padres, a su hermana, a su tío, a su compañera de clase y primer amor María,...
A lo largo de los últimos 15 años, el cine argentino ha expuesto historias interesantes sobre la última Dictadura cívico militar de 1976-1983, desde la impactante Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999), la experimental Los rubios (Albertina Carri, 2003), la intrigante Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2005) o la lúcida Cordero de Dios (Lucía Cedrón, 2008). Y no es la primera vez que el cine argentino pone a un niño como espectador de lujo ante este momento histórico de Argentina: y a todos nos viene a la memoria Kamchatka (Marcelo Piñeyro, 2001).
Kamchatka es una película hispano-argentina que narra la visión de Harry (Matías del Pozo), ese niño de 10 años que acompaña a sus padres (Ricardo Darín y Cecilia Roth) y a su hermano El Enano a una finca de las afueras de la ciudad, para iniciar una nueva vida, cuando en realidad huyen de la persecución de la reciente dictadura militar. Los padres envuelven la nueva vida de los niños en una atmósfera especial que en algún momento alguien podrá comparar con La vida es bella (Roberto Beningni, 1997), si bien el holocausto judío es planteado al niño como un juego y en Kamchatka la dictadura militar planea con ciertas dosis de horror en la vida y mente de los niños.
Harry piensa al principio que lo importante es la evasión (con esa propuesta sigue los pasos de la vida de Houdini, a través de un libro), aunque finalmente llegará a la conclusión de que la huida no es la solución al problema. Y los símbolos inundan la película: Houdini, la casa aislada, la placidez deseada, las series emitidas por televisión, el juego de estrategia… y Kamchatka, el último trozo de tierra que le queda en ese juego de estrategia.
Kamchatka fue preseleccionada para los Oscar como Mejor película extranjera en 1997, aunque no llegó a la final de Hollywood. Ahora coge el relevo Infancia clandestina en 2012. Ambas películas con la magia de la infancia y el compromiso de la historia, dos historias con sentido y sensibilidad. El sentido y sensibilidad que se obtiene de la mirada inocente de la infancia ante los trágicos acontecimientos de la historia. Ya hemos visto en Cine y Pediatría el ejemplo del Holocasuto nazi y de La Guerra Civil Española; hoy nos toca hablar de otra historia: la de la Dictadura militar argentina, contada como esa otra historia oficial desde la niñez.
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