“Narcolepsia: dolencia caracterizada por breves ataques de sueño profundo”. Así comienza la que fue (y es, pues aún resiste el paso del tiempo) una película mítica del cine independiente americano del año 1991, Mi Idaho privado, por obra y gracia de un rebelde como Gus Van Sant y con dos jóvenes promesas e iconos del cine: River Phoenix (quien falleció de sobredosis dos años después en Sunset Boulevard, truncando una prometedora carrera con tan solo 23 años, lo que contribuyó a la mitomanía del actor y de la película) y Keanu Reeves (una promesa hecha realidad, especialmente tras su Neo de la saga Matrix).
Gus Van Sant nos recibe con una primera imagen: una ruta desolada entre los estados de Idaho y Oregón, y un cielo marca de la casa. Al lado del camino un atractivo joven que intenta encontrar alguna dirección y que pronto descubrimos que se desvanece y entra en un sueño profundo. Así nos presenta a Mike Waters (River Phoenix, papel que le valió la Copa Volpi a mejor actor en Venecia), un joven desarraigado que viaja de ciudad en ciudad en una travesía que lleva el impulso y necesidad de reunir los retazos de su familia, con la intención de buscar a su madre (esa madre que en sueños le mece el pelo y le dice, de forma reiterada: “No te preocupes, todo estará bien”), de crear su propia identidad, de crearse una historia. Y pronto descubrimos a Scott Favor (Keanu Reeves), quien aparenta todo lo contrario: goza de un status social acomodado con una familia estructurada, pero de la que decide huir, buscar su identidad justamente en los espacios desprovistos de toda idea de familia.
Mike y Scott son dos jóvenes chaperos que acaban vendiendo su cuerpo a hombres en las calles de Portland. Han llegado a esta situación de dos orígenes diferentes: Mike rastrea en sus raíces, obsesionado con la búsqueda de su madre, y Scott huye de su familia, especialmente como muestra de rebeldía ante su padre, el alcalde. Pero ambos mantienen una loca amistad, amistad que Mike transforma en enamoramiento hacia Scott (la escena en que le manifiesta estos sentimientos se ha convertido en una de esas escenas de culto: “Si tuviera una familia normal, y una buena educación, entonces hubiera sido una persona bien integrada”), y que sufre vaivenes en tono de road movie.
Road movie de culto por diversos lugares, pues ambos emprenden un viaje de búsqueda por los hipnóticos y fascinantes paisajes y carreteras del pacífico norteamericano, y en el camino se ven rodeados por diversas historias y personajes marginales (yonquis, ladrones, vagabundos y toda clase de maleantes). Road movie que se sitúa entre el cine “indie” (ese cine independiente y de autor que aborda una serie de temas que no están en la mira del cine mainstream: homosexualidad, drogas, prostitución, falsedad del sueño americano, decadencia de la familia, soledad, etc.) y el cine “queer” (ese cine radical por su forma de tratar las identidades sexuales, que desafiaban tanto el statu quo heterosexual, como la promoción de imágenes positivas de la homosexualidad que reivindicaba el movimiento LGBT –lesbianas, gays, bisexuales y transexuales-), Mi Idaho Privado se vuelve icónica de una generación, de una forma de vivir, de una actitud: el punk, las drogas, la rebeldía, el vivir a la deriva, el descubrimiento de la sexualidad, pero sobre todo la bandera de la juventud de esta inquietante película que, en general, siempre fue recibida con buenas críticas.
En Mi Idaho Privado apreciamos varias influencias de las que se sirve su director: por un lado toma elementos de “Enrique IV” de Shakespeare (sobre el que se basa el personaje de Scott) que había combinado sabiamente Orson Welles en Campanadas a Medianoche (1965); por otro, utiliza una historia suya sobre un joven que viaja hasta Europa para buscar a su madre y, finalmente, mezcla todo eso con sus experiencias con una serie de jóvenes callejeros a los que conoció y que utilizó de inspiración para sus personajes. Y, por qué no, reminiscencia a los ambientes tétricos y los temas irreverentes del David Lynch de Terciopelo azul (1986) y Corazón Salvaje (1990). El título de la película proviene de una canción de la banda de new wave y rock alternativo, The B-52's: “Private Idaho”.
Y es así como Gus Van Sant es uno de esos pocos directores en activo, que pese a tontear de vez en cuando con el cine comercial (Ellas también se deprimen, 1993; Psycho, 1998), sigue siendo un estandarte dentro del cine independiente norteamericano, gracias a sus personales y arriesgadas propuestas fílmicas que muchas veces navegan en los cauces del cine más experimental. Para llegar a ese estatus envidiable, el de Kentucky tuvo que edificar su carrera con tres títulos iniciales como Mala Noche (1985), su ópera prima, Drugstore Cowboy (1989), o la que aquí nos ocupa, Mi Idaho privado (1991), títulos que le valieron el sobrenombre del poeta fílmico del desamparo.
En Mi Idaho privado Van Sant hipnotiza al espectador con esos bellos fragmentos de nostalgia de Mike cuando piensa en el hogar y su madre, sorprende con esas portadas de las revistas gay que cobran vida, o inquieta con la manera en que filma las escenas de sexo, expresiones del acto sexual sin movimiento. Detalles que ponen en evidencia la irrefutable capacidad creativa de Van Sant para lograr imponer un estilo visual propio, algo que es una constante en su cine, como lo es también el uso de personajes marginales y desraizados en su etapa adolescente que pueblan sus fotogramas. De hecho, nuestra próxima entrega de Cine y Pediatría versará sobre la adolescencia según Gus Van Sant.
Porque la película empieza con Mike Waters en una extensa carretera y termina en otra carretera similar, carreteras que sirven para señalar ese camino que rastrea el personaje para pasar de la adolescencia a la edad adulta, esa road movie en busca de la identidad (personal, sexual y familiar). Y lo hace con una bella y poética película en ocasiones, con parajes ensoñadores, pero también con imágenes menos poéticas, y que son el reverso amargo de la vida de sus protagonistas, en ese viaje casi metafísico que sufren sus personajes.
“Soy un conocedor de rutas y pruebo las rutas, toda mi vida. Esta ruta que nunca acaba. Y probablemente va alrededor de todo el mundo”. Un nuevo ataque de narcolepsia y su cuerpo tendido en una interminable y recta carretera en la llanura casi desértica de Idaho… con el cielo y las nubes por testigo. The end.
Porque la película empieza con Mike Waters en una extensa carretera y termina en otra carretera similar, carreteras que sirven para señalar ese camino que rastrea el personaje para pasar de la adolescencia a la edad adulta, esa road movie en busca de la identidad (personal, sexual y familiar). Y lo hace con una bella y poética película en ocasiones, con parajes ensoñadores, pero también con imágenes menos poéticas, y que son el reverso amargo de la vida de sus protagonistas, en ese viaje casi metafísico que sufren sus personajes.
“Soy un conocedor de rutas y pruebo las rutas, toda mi vida. Esta ruta que nunca acaba. Y probablemente va alrededor de todo el mundo”. Un nuevo ataque de narcolepsia y su cuerpo tendido en una interminable y recta carretera en la llanura casi desértica de Idaho… con el cielo y las nubes por testigo. The end.
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