Léon Blum es considerado como una de las grandes figuras del socialismo francés, cuyas importantes reformas llevadas a cabo en el segundo cuarto del siglo XX supusieron importantes avances sociales: reducción de la jornada de trabajo, vacaciones pagadas, participación de la mujer en el gobierno, entre otras. Pero Léon Blum es también el nombre de un instituto en la población francesa de Créteil, donde tuvo lugar una historia real que se ha llevado al cine y que representa una lección de buen cine sociológico, pues ocurre allí donde conviven jóvenes de 29 comunidades. Un instituto que tiene en su patio una pintada con este pensamiento del político que atesora el nombre (“La ética consiste en tener valor para decidir”) y que vivió una lección de historia y de vida que se ha llevado a la gran pantalla.
Porque el cine francés, fiel a su tradición, vuelve sobre el tema de la educación una y otra vez con clarividencia y profundidad. Porque el cine francés está actualmente a mucha distancia de la mayoría de las filmografías y porque es quien mejor debate sobre la educación en la infancia y adolescencia. Múltiples ejemplos que hemos tenido la oportunidad de desgranar en Cine y Pediatría y éste es uno más, pero diferente: La profesora de Historia (Marie-Castille Mention-Schaar, 2014).
¿Cómo definir a esta película? Quizás como una combinación de tres películas previas, bien mezcladas: La Ola (Dennis Gansel, 2008),
La llave de Sarah (Gilles Paquet-Brenner, 2010) y La Clase (Laurent Cantet, 2008).
Quizás como algo más que la prototípica película de adolescentes (generalmente problemáticos y desmotivados, reflejo de familias y circunstancias difíciles), centros educativos (principalmente institutos de entornos sociales complicados o peculiares) y profesores coraje (que rompen el esquema habitual del resto de sus compañeros docentes), casi un casi-subgénero en el cine, principalmente en el “made in USA”, desde Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967) a Déjate llevar (Liz Friedlander, 2006), desde Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995) a Diarios de la calle (Richard LaGravenese, 2007).
Y ese algo más quizá proceda por estar inspirada en un caso real acontecido en 2009 y que la directora coescribe con uno de los alumnos que vivió en primera persona esta experiencia de cómo una entusiasta profesora inoculaba dignidad y autoestima a un desastroso curso multirracial, marginal y conflictivo. De hecho el coguionista Ahmed Dramé, también actor (y aquí en el papel de Malik), se inspira en su paso por ese centro educativo, donde asistió a las clases de la profesora Anne Gueguen, una mujer que lleva 20 años dando clase, e inicia su presentación del curso con humildad, manifestando su deseo de que los chicos aprendan y no se aburran demasiado. Porque todos hemos tenido en nuestras vidas un profesor o profesora que nos han marcado y han sido decisivos (incluso) para dirigir nuestra futura educación y parte de lo que somos.
Anne Gueguen (Arian Ascaride) se enfrenta este año a una complicada clase de adolescentes desmotivados, un crisol multirracial (blancos, negros, mestizos, mulatos, hispanos, asiáticos, indios,…) y con representación de diferentes religiones (católicos, musulmanes, judíos,…). Solo poner cierto orden al comienzo de la clase (fuera gorras, auriculares de música y móviles, evitar que se duerman o pinten las uñas en clase,…) para mejorar la actitud y la atención resulta ya agotador al espectador. Pero ella obra poco menos que un milagro a estos adolescentes casi desahuciados por el entorno académico y social, planteándose simplemente el reto de participar en un concurso nacional sobre un tema especialmente tremendo y que nos adentra en la memoria histórica: el Concurso Nacional de la Resistencia y Deportación, bajo el título de “Los niños y adolescentes en el sistema de concentración nazi”.
En este proceso, los alumnos no sólo descubren el horror de la guerra en la infancia (ya reflejado tantas veces en la gran pantalla) y discuten la diferencia de concepto entre genocidio (ej. Ruanda o la Shoa, término hebreo que nos remite al holocausto nazi) y masacre (ej. Palestina), sino que recuperan la confianza en sí mismos y en sus capacidades. La transformación de los adolescentes es paradigmática, como son simbólicos los primeros planos de sus caras ante la declaración de León Zyguel (ese abuelo real que en su niñez fue deportado a Auschwitz y después a Buchenwald - y quien acaba de fallecer este enero a los 87 años de edad -), con los ojos humedecidos y lágrimas resbalando por sus mejillas, así como el silencio respetuoso en la visita al Museo-memorial de las víctimas de los campos de concentración. Una transformación que implica conciencia y que hubiera sido imposible imaginar al inicio del curso, como hubiera sido difícil que se enfrentaran a la lectura de “El Diario de Ana Frank” o “Une vie” de Simon Veil, pero las palabras de su profesora de historia les impactó: “En la Segunda Guerra Mundial 6 millones de europeos murieron porque eran judíos y 300.000 por ser gitanos”.
Finalmente los alumnos presentan al concurso un trabajo bajo el título “Je suis une exception”, del que la profesora no puedo menos que declarar: “Estoy muy orgullosa de vosotros”. Y la simbólica escena de los globos de colores subiendo al cielo, cada uno con el nombre de uno de aquellos niños y adolescentes de los campos de concentración (y que han conocido al profundizar en su historia) son la antesala de un final esperado. Y por esperado, no menos lleno de verdad y emotividad.
Y es así como una directora casi desconocida, Marie-Castille Mention-Schaar (con dos películas anteriores del año 2012, inéditas en España, Ma première fois y Bowling), nos regala emotividad y reflexión en las aulas, por obra y gracia de cuatro protagonistas: Arian Ascaride, inconmensurable en su papel de profesora motivadora, la que es actriz fetiche del director marsellés Robert Guédiguian, amen que su esposa, se supera asimismo, ella que es musa del cine de las causas perdidas y las utopías imposibles; un elenco de jóvenes actores no profesionales (Malik, Theo, Lea, Max, Gabriel, Clara, William, etc.) que dan verdad a la historia; la figura simbólica de León Zyguel y sus mensajes (“Lo más importante es el combate continuo contra el racismo”); y un último personaje, casi invisible, y que es ni más ni menos que la música de Ludovico Einaudi, con ese piano que se convierte en la voz de la conciencia y pone el sentimiento como pentagrama.
La profesora de historia es todo lo anterior y mucho más. En realidad, una amalgama de temas y mensajes que defienden la libertad de expresión y el respeto a las creencias, apuestan por la tolerancia a la par que nos invitan a confiar en las nuevas generaciones, mientras nos demuestra que todo esfuerzo siempre tiene su recompensa. La ventana a una sociedad multicultural regida por el laicismo (recordar el comienzo de la película) donde no siempre es fácil conciliar la vida institucional con las propias convicciones, con un mensaje positivo a favor de la consciencia colectiva y del trabajo en equipo, mientras pone su foco de atención en la adolescencia y aprovecha para rendir tributo a las víctimas del Holocausto.
Por tanto, La profesora de Historia es mucho más que una película prototípica de adolescentes rebeldes, centros educativos y profesores coraje. Y nos queda el murmullo del piano de Ludovico Einaudi y este pensamiento del poeta Paul Eluard: “Si el eco de sus voces se desvanece, moriremos”.
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