El italiano Marco Ferreri y el riojano Rafael Azcona son dos autores especiales: el primero director, guionista, productor y artista; el segundo novelista, humorista y guionista. Ambos colaboraron durante 30 años. Escribieron películas y capítulos de cortometrajes y rodaron un total de 17, entre unas y otras. Su universo es tan amplio y tan complejo que podemos hablar, sin duda, de una de las relaciones más intensas del cine europeo. Esta amistad y esta colaboración tiene otros motivos de interés: el primero, porque los dos presentan una carrera distinta cuando trabajan con otras personas y el segundo, porque es una relación internacional, algo poco y nada frecuente en el cine español.
Podemos dividir el cine de Marco Ferreri en tres periodos: 1) El inicio: el realismo grotesco con su trilogía de películas producidas en España en tres años, El pisito (1958), Los chicos (1959) y El cochecito (1960). 2) La década de los sesenta: alrededor del tema del hombre perdido, la mayoría producidas en Italia. 3) El período final: alrededor del hombre arruinado y el suicidio, la mayoría producidas en Francia, y donde destaca su obra maestra, La gran comilona (1973).
Sin duda, Ferreri es uno de los grandes directores del cine italiano y regaló a la cinematografía española tres obras indiscutibles, para algunos con retazos de neorrealismo italiano, pero con el sello peculiar de Azcona. El pisito y El cochecito se enmarcan dentro del cine grotesco y surgen del fecundo intercambio entre la tradición del neorrealismo italiano importado por el realizador y una herencia del más cáustico humor negro español identificada con el guionista, pero también de unas experiencias previas en las que el hambre, el sexo o la muerte ya desempeñaban un papel preponderante. Mientras que Los chicos, para muchos una obra menor, es para muchos una rareza y algo insólito en su cine. Y a esta obra dedicamos hoy nuestra entrada.
La semana pasada comentamos una película prototipo en señalar la adolescencia y juventud de los años 90: Historias del Kronen. Hoy, con Los chicos, nos adentramos en la vanguardia del realismo español y en retazos de aquella adolescencia y juventud de los años 50.
La película narra la historia de cuatro chicos madrileños que viven y trabajan en una de las mejores zonas de la ciudad, el barrio de Salamanca, en el cruce de la calle Alcalá y calle Goya un distrito elegante y caro, que ya entonces era habitado por clase media alta. Los cuatro chicos lo único que desean es divertirse. Sin embargo, la realidad les obliga a enfrentarse con los problemas del mundo de los adultos.
Cuatro jóvenes se citan en un quiosco durante una tarde de lluvia: Carlos, "El Chispas", "El Negro" y Andrés son amigos inseparables, ninguno ha cumplido aún los dieciocho años. Carlos, es estudiante, el único que no trabaja, y su familia pertenece con dificultad a la clase media. "El Chispas" trabaja en un quiosco, bajo las órdenes de un viejo cascarrabias. "El Negro" es un muchacho tímido que trabaja de conserje en un hotel. Andrés trabaja de botones en un hotel y sueña con ser torero, hasta que les comunica su desesperada decisión: el próximo domingo se tirará como espontáneo en la Plaza de Toros de las Ventas.
El quiosco de periódicos será el centro del relato. En él se sitúan las historias y en ella descubrimos las tramas de cada uno de los jóvenes. El enamoramiento del quiosquero, el deseo de Andrés de ser torero, el amor y despertar sexual de Carlos hacia una vecina cabaretera y también allí se cruzan acontecimientos secundarios.
Los chicos se consigue estrenar en la Semana de Cine Religioso y de Valores Humanos de Valladolid del citado año, donde es acogida con división de opiniones y genera una amplia polémica crítica. La crítica de la película era triple: política, moral y estética. Es decir, los detractores encontraban estos tres defectos al film: ser una obra disidente políticamente, una obra inmoral (o, en el mejor, de los casos amoral) y un largometraje estética y cinematográficamente nefasto.
Los chicos es una de las películas más políticas del cine español, no porque en ellas se griten proclamas o consignas, sino porque supone un reto al espectador medio que debe enfrentarse con una estructura narrativa que no entiende y con acontecimientos menores que muestran la miseria del día a día sin exagerarlas, pero sin edulcorarlas. Porque la película sitúa al público frente al hastío y al aburrimiento de aquéllos jóvenes y, pese a las discrepancias entre su guionista, Leonardo Martín, y el dúo Ferreri-Azcona, lo cierto es que acertaron plenamente en la propuesta final. Porque el guión de Leonardo Martín expone la existencia cotidiana de cuatro jóvenes inmersos en el paisaje desolado de una ciudad inhóspita, árida y rota, un dibujo algo alejado de la corrosiva acidez de la simbiosis Marco Ferreri y Rafael Azcona. Incluso Ferreri tomó una decisión aún más insólita y es la eliminación de los padres de los chicos, lo que hace que los jóvenes se vuelvan más desvalidos y pobres. Sus vidas parecen, en el film, más desangeladas que en el guión.
Leonardo Martín presentó un guión complejo y extrañísimo para la época. Su propuesta carecía de final, pero no porque hubiese un final abierto como se podría ver en algunas películas de la Nouvelle Vague, sino por la ausencia completa del tercer acto (había introducción y nudo, pero no desenlace). En el texto de Martín se plantean varios conflictos y todos ellos quedan en suspenso, cuando debe comenzar la resolución de los mismos, el guión se acaba de forma abrupta. Algunos críticos del momento llegaron a comentar: “No empieza. No termina. No pasa nada en ella”... pero no es así, ni mucho menos. Y esa escena final desde el quiosco con una mirada cenital de las calles del barrio de Salamanca de Madrid es ya casi un icono.
La obra de Leonardo Martín y Marco Ferreri muestra un realismo radical. Es arriesgada en su planteamiento político, social y estético. Sus personajes, desdibujados y sin objetivos claros, se encuentran situados en la vida cotidiana de la ciudad de Madrid de los finales de los cincuenta. En la película de Los chicos, los espectadores reconocían a los chicos del barrio, pero también las calles de la ciudad, la monotonía y la miseria de sus propias vidas. Porque a diferencia de Los golfos de Carlos Saura, que se filmará meses después, Los chicos no muestra ni robos, ni violencia ni un homicidio, sino sólo acontecimientos menores. El espectador de la película de Martín-Ferreri debe mirarse al espejo y, sin duda, esto es lo más doloroso y cruel. La realidad misma es el acontecimiento más político posible.
Se ha comparado a Los chicos con la película Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998). Porque ambos títulos comparten muchos aspectos en común: se trata de los segundos largometrajes de sus directores (sus sendas óperas primas no podían ser más sugerentes: El pisito y Familia, respectivamente); en las dos historias se rodeaban de un realismo callejero, que llevó a muchos críticos a confusiones con un tardío neorrealismo o con el realismo finisecular del siglo XX; Madrid y, aún más concretamente, los jóvenes madrileños son los protagonistas de ambas películas, jóvenes madrileños vagando y vagabundeando en los largos días del caluroso verano español, pero en distinta década. Aunque una gran diferencia es que, mientras Marco Ferreri pone como epicentro el quiosco, y se identifican las calles dónde se ruedan las escenas, Fernando León de Aranoa construye un barrio inexistente que es todos y ningún barrio a la vez.
Los chicos es una historia sin resolución de adolescentes de los años cincuenta en Madrid, una película sin tercer acto, una obra aparentemente menor de Ferreri, pero que nos lanzó una propuesta radical y completamente nueva en el cine español.
La película narra la historia de cuatro chicos madrileños que viven y trabajan en una de las mejores zonas de la ciudad, el barrio de Salamanca, en el cruce de la calle Alcalá y calle Goya un distrito elegante y caro, que ya entonces era habitado por clase media alta. Los cuatro chicos lo único que desean es divertirse. Sin embargo, la realidad les obliga a enfrentarse con los problemas del mundo de los adultos.
Cuatro jóvenes se citan en un quiosco durante una tarde de lluvia: Carlos, "El Chispas", "El Negro" y Andrés son amigos inseparables, ninguno ha cumplido aún los dieciocho años. Carlos, es estudiante, el único que no trabaja, y su familia pertenece con dificultad a la clase media. "El Chispas" trabaja en un quiosco, bajo las órdenes de un viejo cascarrabias. "El Negro" es un muchacho tímido que trabaja de conserje en un hotel. Andrés trabaja de botones en un hotel y sueña con ser torero, hasta que les comunica su desesperada decisión: el próximo domingo se tirará como espontáneo en la Plaza de Toros de las Ventas.
El quiosco de periódicos será el centro del relato. En él se sitúan las historias y en ella descubrimos las tramas de cada uno de los jóvenes. El enamoramiento del quiosquero, el deseo de Andrés de ser torero, el amor y despertar sexual de Carlos hacia una vecina cabaretera y también allí se cruzan acontecimientos secundarios.
Los chicos se consigue estrenar en la Semana de Cine Religioso y de Valores Humanos de Valladolid del citado año, donde es acogida con división de opiniones y genera una amplia polémica crítica. La crítica de la película era triple: política, moral y estética. Es decir, los detractores encontraban estos tres defectos al film: ser una obra disidente políticamente, una obra inmoral (o, en el mejor, de los casos amoral) y un largometraje estética y cinematográficamente nefasto.
Los chicos es una de las películas más políticas del cine español, no porque en ellas se griten proclamas o consignas, sino porque supone un reto al espectador medio que debe enfrentarse con una estructura narrativa que no entiende y con acontecimientos menores que muestran la miseria del día a día sin exagerarlas, pero sin edulcorarlas. Porque la película sitúa al público frente al hastío y al aburrimiento de aquéllos jóvenes y, pese a las discrepancias entre su guionista, Leonardo Martín, y el dúo Ferreri-Azcona, lo cierto es que acertaron plenamente en la propuesta final. Porque el guión de Leonardo Martín expone la existencia cotidiana de cuatro jóvenes inmersos en el paisaje desolado de una ciudad inhóspita, árida y rota, un dibujo algo alejado de la corrosiva acidez de la simbiosis Marco Ferreri y Rafael Azcona. Incluso Ferreri tomó una decisión aún más insólita y es la eliminación de los padres de los chicos, lo que hace que los jóvenes se vuelvan más desvalidos y pobres. Sus vidas parecen, en el film, más desangeladas que en el guión.
Leonardo Martín presentó un guión complejo y extrañísimo para la época. Su propuesta carecía de final, pero no porque hubiese un final abierto como se podría ver en algunas películas de la Nouvelle Vague, sino por la ausencia completa del tercer acto (había introducción y nudo, pero no desenlace). En el texto de Martín se plantean varios conflictos y todos ellos quedan en suspenso, cuando debe comenzar la resolución de los mismos, el guión se acaba de forma abrupta. Algunos críticos del momento llegaron a comentar: “No empieza. No termina. No pasa nada en ella”... pero no es así, ni mucho menos. Y esa escena final desde el quiosco con una mirada cenital de las calles del barrio de Salamanca de Madrid es ya casi un icono.
La obra de Leonardo Martín y Marco Ferreri muestra un realismo radical. Es arriesgada en su planteamiento político, social y estético. Sus personajes, desdibujados y sin objetivos claros, se encuentran situados en la vida cotidiana de la ciudad de Madrid de los finales de los cincuenta. En la película de Los chicos, los espectadores reconocían a los chicos del barrio, pero también las calles de la ciudad, la monotonía y la miseria de sus propias vidas. Porque a diferencia de Los golfos de Carlos Saura, que se filmará meses después, Los chicos no muestra ni robos, ni violencia ni un homicidio, sino sólo acontecimientos menores. El espectador de la película de Martín-Ferreri debe mirarse al espejo y, sin duda, esto es lo más doloroso y cruel. La realidad misma es el acontecimiento más político posible.
Se ha comparado a Los chicos con la película Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998). Porque ambos títulos comparten muchos aspectos en común: se trata de los segundos largometrajes de sus directores (sus sendas óperas primas no podían ser más sugerentes: El pisito y Familia, respectivamente); en las dos historias se rodeaban de un realismo callejero, que llevó a muchos críticos a confusiones con un tardío neorrealismo o con el realismo finisecular del siglo XX; Madrid y, aún más concretamente, los jóvenes madrileños son los protagonistas de ambas películas, jóvenes madrileños vagando y vagabundeando en los largos días del caluroso verano español, pero en distinta década. Aunque una gran diferencia es que, mientras Marco Ferreri pone como epicentro el quiosco, y se identifican las calles dónde se ruedan las escenas, Fernando León de Aranoa construye un barrio inexistente que es todos y ningún barrio a la vez.
Los chicos es una historia sin resolución de adolescentes de los años cincuenta en Madrid, una película sin tercer acto, una obra aparentemente menor de Ferreri, pero que nos lanzó una propuesta radical y completamente nueva en el cine español.
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