Hay películas imposibles de etiquetar, por mucho que los cinéfilos y críticos cinematográficos se empeñen en catalogarlas dentro de un género o corriente cinematográfica en concreto. Existen igualmente historias que traspasan la pantalla para impregnarse en el alma y en el corazón del espectador de manera indeleble, aquellas marcadas a fuego en nuestro imaginario por más que pase el tiempo y pese a que en nuestra memoria se almacenen más películas de las que nuestro cerebro pueda asumir. Es lo que me pasó a mí cuando era un chaval y vi esta película por primera vez. Y en blanco y negro se grabaron estas dos historias en una, para muchos una obra maestra del cine español, quizás la película más intimista y personal que ha generado el cine español en toda su historia y que tiene prácticamente mi misma edad.
Una obra que brota del imaginario de una personalidad única del arte español: el a menudo infravalorado humorista y director sevillano Manuel Summers (que, desgraciadamente, algunos recordarán solo por ser el padre de David Summers del grupo Hombres G), un autor maldito que ejerció su maestría tanto en el universo cinematográfico como en el del humor gráfico. Descendiente de una familia irlandesa afincada en España, onubense de corazón y madrileño de adopción, Summers fue quizás el cineasta con menor apoyo por parte de la crítica más sesuda de esa generación de autores españoles que en los años sesenta revolucionaron la forma de hacer cine en este país dentro de ese movimiento que se denominó El Nuevo Cine Español, autores marcadamente antifranquistas y que estaba compuesto, entre otros, por nombres como Carlos Saura (La caza, 1965; Peppermint frappé, 1967) Mario Camus (Los farsantes, 1963; Young Sánchez, 1964), Basilio Martín Patino (Nueve cartas a Berta, 1966; Del amor y otras soledades, 1968), Francisco Regueiro (El buen amor, 1963; Amador, 1966) o Miguel Picazo (La tía Tula, 1964; Oscuros sueños de agosto, 1967).
Y esta obra es Del rosa al amarillo (1963) preciosa película de Manuel Summers con dos historias paralelas que rebosan amor: la primera protagonizadas por dos niños, la segunda por dos ancianos, ambas repletas de ternura que nace de una manera especial en estas dos etapas de la vida, tan lejanas y (quizás) tan parecidas. Y con ese eterno oxímoron de la vida: el deseo de ser mayores cuando somos niños y el deseo de ser niños cuando somos mayores.
La cinta consta de dos partes y dos historias, cuyo único nexo es que son historias de amor en los dos extremos de la vida: la infancia y la senectud. Y la canción de los créditos iniciales ya nos pone en la pista...
En la primera historia, que se presenta bajo el epígrafe de «Del rosa...», nos cuenta la pequeñas gran historia de amor de Guillermo (Pedro Díez del Corral), de 12 años, y de Margarita (Cristina Galbó), de 13, dos chicos de la misma pandilla de un barrio acomodado de Madrid, que confirmamos cuando los niños juegan (qué maravilla, niños jugando en la calle como antes y no adocenados con móviles y videoconsolas como ahora) entre las calles de ese barrio de Salamanca reconocible de los años sesenta. Entrañable voz en off sobre los pensamientos del pequeño Guillermo, con un pensamiento recurrente y que no se atreve a expresarle: "Hola Margarita. Tengo que hablarte de ciertos asuntos de capital importancia para mí... No puedo ocultarlo por más tiempo: te amo, te adoro, no sé vivir sin ti". Guillermo está preocupado por ser pequeño y reza para crecer deprisa y convertirse en un hombre fornido y velludo digno de ser el novio de Margarita. Al llegar el verano se tienen que separar porque Margarita se va con sus padres a la playa (a Alicante, cómo no...) y a él lo mandan a un campamento (de la OJE, cómo no...). Guillermo no olvida a Margarita durante este periodo, continúa pasándose el día pesando en ella y le escribe cartas de amor; pero en cambio Margarita conoce a un chico de 18 años y se hace su novia. Margarita le rompe el corazón a Guillermo cuando se lo dice y le devuelve la pulsera que éste le había regalado. Desconsolado Guillermo borra el nombre de Margarita del corazón que había dibujado en su libro de matemáticas, pero inmediatamente lo vuelve a poner, porque a pesar de todo sigue queriéndola.
En esta historia no tiene desperdicio las escenas del colegio, que algunos recordaremos (más o menos) como esa particular declinación del verbo amar por el maestro, o la forma de dirigirse a los alumnos por parte del cura director del colegio, o esa figura del profesor fumando en clase...(no hace tanto se fumaba en todos los sitios, también en la tele, en hospitales, etc.). Y otro aspecto a destacar es la canción "Mirando al mar" del inmortal bolerista español Jorge Sepúlveda, verdadero leitmotiv de esta maravillosa historia de amor entre los niños Guillermo y Margarita.
La segunda historia, bajo el epígrafe «... al amarillo», trata de una pareja de ancianos, Valentín (José Vicente Cerrudo) y Josefa (Lina Onesti), que viven en un asilo ubicado en Toledo. Se quieren en secreto, y se envían cartas de amor a escondidas para que no se enteren las monjas que regentan el asilo, y con ello juegan a rememorar su adolescencia ya lejana. Un día Valentín decide escaparse del asilo y vivir una nueva vida y le pide a Josefa que lo acompañe, pero a ella le da miedo, le dice que es una locura y que no irá con él. Valentín dice que él no puede vivir así y que la esperará hasta la una de la madrugada por si cambia de opinión. La anciana se siente incapaz de acompañarlo y llora la pérdida de su amor, pero a la mañana siguiente comprueba con alegría que Valentín no la ha abandonado y que se ha quedado por ella, al verlo sentado en el banco de siempre en el patio. Y aquí resuena el "Toda una vida" de Antonio Machín, cómo no.
Y hoy ocupa esta película un lugar privilegiado en Cine y Pediatría, porque Manuel Summers es uno de los pocos directores españoles que ha centrado su filmografía en la infancia, la adolescencia y la juventud. Un equivalente a otros directores de otras latitudes, con más renombre que él (hablamos de François Truffaut en Francia o de Robert Mulligan en Estados Unidos), y por ello le reivindicamos. Quizás Del rosa al amarillo no alcance la plenitud de Los cuatrocientos golpes (1959) o de Matar a un ruiseñor (1962), pero también es una película mágica. Y al igual que recordamos el nombre de Antoine Doinel o de Atticus Finch, no deberíamos olvidar el de estas dos parejas de enamorados, Guillermo y Margarita, Valentín y Josefa.
Pero además de la película Del rosa al amarillo, cabe reivindicar dos obras más de Manuel Summers alrededor de la pediatría. Una de ellas es Adiós, cigüeña, adiós (1971) que parece concebida como una ampliación de la primera historia de Del rosa al amarillo (1963) centrada nuevamente en los amoríos adolescentes, con embarazo de por medio. La otra es Me hace falta un bigote (1986), sobre una historia de recuerdos de amores de la infancia, mezclada con un rodaje de cine dentro de la propia película.
Porque Del rosa al amarillo trata de ciertos asuntos de vital importancia..., al ser una de las más bellas poesías fílmicas que se hayan escrito sobre el amor como acto demoledor de la inocencia que habita en nuestros corazones. Y lo hace emparentando las dos épocas vitales en las que la inocencia gana la partida a la madurez, que no son otras que la infancia preadolescente y la solitaria vejez, dos universos paralelos (tan lejanos y tan similares) separados por los años de experiencia que llamamos ser adultos.
Y este es el viaje a que se nos invita en una película en blanco y negro: a viajar "del rosa" (los sueños del primer amor de infancia) "al amarillo" (el crepúsculo de la vida y de los sueños). Una película que ganó la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián de 1963 y que al verla de nuevo, sigue manteniendo vivo sus colores. Y que en un día tan especial para mí, hoy llega como un regalo. Porque hoy, que cumplo una cifra mágica de 55 años, sigo transitando del rosa al amarillo (como todos), y en el camino me he podido encontrar decenas de otros colores (como todos).
Pero además de la película Del rosa al amarillo, cabe reivindicar dos obras más de Manuel Summers alrededor de la pediatría. Una de ellas es Adiós, cigüeña, adiós (1971) que parece concebida como una ampliación de la primera historia de Del rosa al amarillo (1963) centrada nuevamente en los amoríos adolescentes, con embarazo de por medio. La otra es Me hace falta un bigote (1986), sobre una historia de recuerdos de amores de la infancia, mezclada con un rodaje de cine dentro de la propia película.
Porque Del rosa al amarillo trata de ciertos asuntos de vital importancia..., al ser una de las más bellas poesías fílmicas que se hayan escrito sobre el amor como acto demoledor de la inocencia que habita en nuestros corazones. Y lo hace emparentando las dos épocas vitales en las que la inocencia gana la partida a la madurez, que no son otras que la infancia preadolescente y la solitaria vejez, dos universos paralelos (tan lejanos y tan similares) separados por los años de experiencia que llamamos ser adultos.
Y este es el viaje a que se nos invita en una película en blanco y negro: a viajar "del rosa" (los sueños del primer amor de infancia) "al amarillo" (el crepúsculo de la vida y de los sueños). Una película que ganó la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián de 1963 y que al verla de nuevo, sigue manteniendo vivo sus colores. Y que en un día tan especial para mí, hoy llega como un regalo. Porque hoy, que cumplo una cifra mágica de 55 años, sigo transitando del rosa al amarillo (como todos), y en el camino me he podido encontrar decenas de otros colores (como todos).
No hay comentarios:
Publicar un comentario