Dos mujeres argentinas nos muestran en dos películas la hoja de ruta de su mapa de cine: la directora y guionista Lucía Puenzo y la actriz Inés Efrón. Porque hablamos de ellas en los comienzos de Cine y Pediatría, en una película emblemática y sorprendente del año 2007, XXY, la que denominamos como algo más que el síndrome de Klinefelter. Y se vuelven a unir dos años después, ahora con esta obra del año 2009, El niño pez.
Y con estas películas, su ópera prima y su segunda película, Lucía Puenzo se reivindica como una nueva voz del cine latinoamericano.
Porque sus historias hablan de jóvenes que están en edad de descubrir el mundo y sus zonas oscuras, y el mayor conflicto al que se enfrentan es el de la propia sexualidad. Y la identidad sexual es el motor narrativo: mientras que en XXY la búsqueda y los interrogantes del personaje de Inés Efrón sobre su propio cuerpo eran el centro de la película, en El niño pez lo que hay es más un recorrido emocional entre angustia y confusión, entre secretos y revelaciones ocultas, entre elipsis y claroscuros, y que intenta sorprendernos con una puesta en escena desigual, pero que es difícil que interesen al espectador corriente pese a sus toques de realismo mágico. Y otros temas comunes de estas dos historias de la realizadora son el distanciamiento entre padres e hijos, la aparición repentina del mal y las transformaciones. Una realizadora que no nos muestra un cine fácil, ni del beneplácito de todos.
Lala (Inés Efrón), una adolescente que vive en el barrio más exclusivo de la Argentina, está enamorada de Ailín, la Guayi (Mariela Vitale), la mucama paraguaya de 16 años que trabaja en su casa y a la que le gusta cantar en guaraní. Las dos sueñan con vivir juntas en Paraguay, en el lago Ypacaraí. Para eso juntan dinero robado y cuando todo parecía más fácil, estalla el deseo, los celos y la ira que hace que Lala mate a su padre. Pero esto es sólo el punto de partida que precipita la huída en la ruta que une el norte del Gran Buenos Aires con Paraguay, en una road movie de pasión y pasiones. Mientras Lala espera a su amante en Paraguay, reconstruyendo su pasado (el misterio de su embarazo y la leyenda de un niño pez que guía a los ahogados hasta el fondo del lago), la Guayi es detenida en un Instituto de menores en las afueras de Buenos Aires. Ella también esconde un crimen en su pasado, un crimen que no puede olvidar ni perdonarse. La venganza, el riesgo, el sexo semiviolento, la sangre, van tejiendo una trama que apuesta por encontrar una salida de la incertidumbre con la que muchos jóvenes viven en el mismo mundo que condenan.
Una historia no fácil contada en dos tiempos, algo no evidente al inicio, lo que provoca cierta confusión al film que Lucía Puenzo concibe a partir de su propia novela. Porque a Lucía Puenzo le gustan las historias truculentas, algo que ya probó en su anterior film XXY, pero en El niño pez se supera, pues logra conjugar en poco menos de hora y media lesbianismo, incesto, pederastia, trata de blancas, corrupción policial y asesinato, con una adolescente como protagonista.
La leyenda del niño pez, simbolizada en una figurita de lo que se diría un niño Jesús asexuado, intenta dar a la película una difícil atmósfera mágica, cuando lo que domina es un aire malsano no fácil de respirar. Y en el propio relato del niño pez, con la voz en off de Ailín, descubrimos la complejidad de la película: "Pero de noche, cuando oscurece, el agua del lago empieza a subir, y a subir. Despacito. Hasta que todos se ahogan... El mundo entero está en el fondo del lago. El cielo en la superficie. No se puede sacar la cabeza para respirar. Cuando no queda nadie, él viene a buscarme. Abren las rejas de la ventana como si fueran algas. Entra nadando. Me agarra de la mano y me lleva con él. .." Porque esa leyenda del niño pez esconde la muerte de un recién nacido, el hijo de Ailín nacido del incesto al que le sometió su propio padre y que ella arrojó a su bebé moribundo a las aguas para que lo protegiera la deidad del lago. Y este es el motivo por el que huyó de Paraguay a Argentina y, desde entonces, intenta encontrar su lugar en el mundo y perdonarse. Y su mundo y su perdón lo encuentra en Lala.
Y aquí es el amor entre las dos chicas su condena y su salvación, un amor naciente que la familia de Lala ignora por estar muy ocupados en sus quehaceres y obsesiones: una madre entre retiros de meditación y medicinas alternativas, un padre entre su intelectualidad y sus escritos, un hermano entre su huerta y su droga, y es como si solo el fiel perro Serafín fuera consciente.
Porque El niño pez vuelve a tocar la temática de la sexualidad en adolescentes, pero quizás con demasiados duros mensajes para digerir (como el que la pérdida de un hijo no se olvida nunca), y es entonces cuando recordamos el minimalismo con el que se construyó ese mismo año la también película argentina El último Verano de la Boyita (Julia Solomonoff, 2009), y que apostó por la simpleza para desvelar el drama sexual del pre-adolescente en medio de un entorno opresivo.
No es el caso de El niño pez ni de Lucía Puenzo. Porque aquí la leyenda del niño pez intenta mitigar la cruda realidad de un hecho y que duele desde la infancia a su protagonista. Un dolor que solo puede ser salvado con el amor, y hablando de amor salvador es válida cualquier identidad de género.
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