David Trueba es mucho más que el hermano menor de Fernando Trueba. David Trueba fue (y es) escritor y guionista, antes que director. Y eso se nota en su obra, porque, como discípulo muy querido de Rafael Azcona, es capaz de todas las cosas, pero sobre todo es capaz de no apabullar con su ingenio; el suyo es un ingenio tranquilo pero inquieto. Ya ha entrado a formar parte de Cine y Pediatría y lo hizo con su última obra (no se prodiga mucho en la gran pantallas): Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2012), donde nos regalaba tres personajes en busca de sus sueños con John Lennon en el horizonte, en un film que emociona y engancha a todos los públicos, en una película llena de buenas vibraciones, un magnífico rayo de sol desde el sureste español capaz de iluminar los mejores sentimientos.
Y hoy regresa David Trueba, pero con la que fue su ópera prima: La buena vida (1996). Y ello con tan solo 27 años, y en la que contó también con dos actores debutantes, Fernando Ramallo con 15 años y Lucía Jiménez con 17, y con un secundario de lujo, Luis Cuenca, uno de los grandes encantos de la película (y que fue premiado con el Goya a Mejor actor de reparto), la ternura del abuelo que piensa en el pueblo, perdido en la ciudad. Un debut maduro y atrevido, que revolotea alrededor de la adolescencia para revisar desde allí la visión de la vida, la familia, la soledad, el primer amor, la amistad o la muerte. Una película íntima e intimista donde se vislumbran las referencias cinéfilas de Truffaut (Los cuatrocientos golpes) de Eric Rhomer (Pauline en la playa), y quizás también de la novela "El guardián sobre el centeno", pero también muy deudora de la película de adolescentes de los años 80 americana, pues trabaja sobre la expectativa no cumplida de quien avanza a su etapa.
Porque el mensaje de La buena vida es reflexionar en que para que alguien se pegue la buena vida, otro no la vivirá así, y para que haya adolescencia tiene que haber vejez. Y en toda la película con lo francés como lo soñado, como ya nos presenta nuestro protagonista de 14 años, Tristán Romeo (Fernando Ramallo) que vive en el barrio de Estrecho de la ciudad de Madrid en los años noventa: "Mi madre siempre soñaba con ir a París... Viviría en Francia en el siglo de las luces... Mi padre sería Voltaire y mi madre Madame Bovary, pero supongo que me retrasé 200 años... Lo primero que pensé al ver a mi padre fue: la he cagado, este no es Voltaire"
Tristán disfruta de la buena vida que sus padres de clase media han construido para él y nos recuerda que "Mi madre se empeñó en llevarme a un colegio francés..." o, cuando a su padre le iba bien en los negocios: "En momentos así, fingimos ser feliz". Tristán parece que necesita resolver urgentemente que todavía es virgen, lo que no sería demasiado grave si no fuera porque quiere ser escritor, y como le dice un amigo: "O sea, que sigues siendo más virgen que el Niño Jesús". De hecho ya ha empezado a escribir su primera novela, cuyo título provisional es 'Mi vida sexual', y tiene claro que un escritor no puede hablar de cosas que no conoce. Aconsejado por su amigo Aitor, primero lo intenta con una mulata que alquila sus servicios por teléfono, pero sus grandes amores son en realidad su prima María (Lucía Jiménez), un poco mayor que él, e Isabelle (Isabel Otero), su profesora de francés, por la que siente verdadera fascinación, si bien es mucho mayor que él, y quien aconseja a sus alumnos: "Estáis dejando de ser niños. Y solo os quedan dos opciones: ser adultos inteligentes o ser adultos imbéciles".
Pero estas tribulaciones se convierten en banales cuando todo cambia para él en un momento. Y es cuando sus padres se van a París una semana, a cumplir con su viaje de novio pendiente, después de 20 años de casado, y en ese viaje sus fallecen en un accidente y estaba escrito que no verían París. Y todo se desmorona. Y a partir de ahí aprenderá a entender que sobrevivir tiene a veces mucha más importancia que vivir. Y lo hace junto con su abuelo, un sabio en la vida como todos los abuelos, si bien resentido con lo vividos y por ello nos regala reflexiones así: "Cada día que pasa, tengo más pruebas de que Dios no existe... " o "París no existe. Es una cosa que han invitado los franceses para que vayan los turistas". Un abuelo que duerme con mascarilla de oxígeno por su EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica), que se acuesta con un micrófono conectado con la habitación del nieto, que le gusta el vino (aunque no le dejan beber), que echa de menos el pueblo, que tienen que aprender a vivir solo con su nieto y juntos. "Yo no creo en eso de la resurrección. Pero si ocurre que me pille cerca de tu abuela", le dice a su nieto cuando regresa al pueblo un fin de semana. Y entonces es cuando se muere...con la foto de su mujer entre las manos.
Todo esto le provoca a Tristán un fracaso escolar, pero él lo tiene claro: "No necesito su ayuda. Lo que necesito es a mis padres". Y en todo este duelo le acompañan sus profesores sensatos con consejos que no podemos olvidar: "Cuando uno es adulto se vuelve piedra. Pero en la infancia uno es de arcilla y cada golpe deja huella" o "La vida no es romántica, es sórdida. Para que alguien se pegue la buena vida, otro lo tiene que pasar mal".
Porque cabe diferenciar esta película española de otra película con el mismo título, en esta caso la chilena La buena vida (Andrés Wood, 2008). Porque en nuestro caso, al final, nuestro ya amigo Tristán nos dice en el colofón: "Esta noche he tenido un sueño. Qué curioso, porque ni siquiera estaba dormido", a la vez suena una canción francesa mientras vuela toda la familia en la cama por la ciudad de París... "Y así fue como mis padres conocieron París". FIN
Y hoy regresa David Trueba, pero con la que fue su ópera prima: La buena vida (1996). Y ello con tan solo 27 años, y en la que contó también con dos actores debutantes, Fernando Ramallo con 15 años y Lucía Jiménez con 17, y con un secundario de lujo, Luis Cuenca, uno de los grandes encantos de la película (y que fue premiado con el Goya a Mejor actor de reparto), la ternura del abuelo que piensa en el pueblo, perdido en la ciudad. Un debut maduro y atrevido, que revolotea alrededor de la adolescencia para revisar desde allí la visión de la vida, la familia, la soledad, el primer amor, la amistad o la muerte. Una película íntima e intimista donde se vislumbran las referencias cinéfilas de Truffaut (Los cuatrocientos golpes) de Eric Rhomer (Pauline en la playa), y quizás también de la novela "El guardián sobre el centeno", pero también muy deudora de la película de adolescentes de los años 80 americana, pues trabaja sobre la expectativa no cumplida de quien avanza a su etapa.
Porque el mensaje de La buena vida es reflexionar en que para que alguien se pegue la buena vida, otro no la vivirá así, y para que haya adolescencia tiene que haber vejez. Y en toda la película con lo francés como lo soñado, como ya nos presenta nuestro protagonista de 14 años, Tristán Romeo (Fernando Ramallo) que vive en el barrio de Estrecho de la ciudad de Madrid en los años noventa: "Mi madre siempre soñaba con ir a París... Viviría en Francia en el siglo de las luces... Mi padre sería Voltaire y mi madre Madame Bovary, pero supongo que me retrasé 200 años... Lo primero que pensé al ver a mi padre fue: la he cagado, este no es Voltaire"
Tristán disfruta de la buena vida que sus padres de clase media han construido para él y nos recuerda que "Mi madre se empeñó en llevarme a un colegio francés..." o, cuando a su padre le iba bien en los negocios: "En momentos así, fingimos ser feliz". Tristán parece que necesita resolver urgentemente que todavía es virgen, lo que no sería demasiado grave si no fuera porque quiere ser escritor, y como le dice un amigo: "O sea, que sigues siendo más virgen que el Niño Jesús". De hecho ya ha empezado a escribir su primera novela, cuyo título provisional es 'Mi vida sexual', y tiene claro que un escritor no puede hablar de cosas que no conoce. Aconsejado por su amigo Aitor, primero lo intenta con una mulata que alquila sus servicios por teléfono, pero sus grandes amores son en realidad su prima María (Lucía Jiménez), un poco mayor que él, e Isabelle (Isabel Otero), su profesora de francés, por la que siente verdadera fascinación, si bien es mucho mayor que él, y quien aconseja a sus alumnos: "Estáis dejando de ser niños. Y solo os quedan dos opciones: ser adultos inteligentes o ser adultos imbéciles".
Pero estas tribulaciones se convierten en banales cuando todo cambia para él en un momento. Y es cuando sus padres se van a París una semana, a cumplir con su viaje de novio pendiente, después de 20 años de casado, y en ese viaje sus fallecen en un accidente y estaba escrito que no verían París. Y todo se desmorona. Y a partir de ahí aprenderá a entender que sobrevivir tiene a veces mucha más importancia que vivir. Y lo hace junto con su abuelo, un sabio en la vida como todos los abuelos, si bien resentido con lo vividos y por ello nos regala reflexiones así: "Cada día que pasa, tengo más pruebas de que Dios no existe... " o "París no existe. Es una cosa que han invitado los franceses para que vayan los turistas". Un abuelo que duerme con mascarilla de oxígeno por su EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica), que se acuesta con un micrófono conectado con la habitación del nieto, que le gusta el vino (aunque no le dejan beber), que echa de menos el pueblo, que tienen que aprender a vivir solo con su nieto y juntos. "Yo no creo en eso de la resurrección. Pero si ocurre que me pille cerca de tu abuela", le dice a su nieto cuando regresa al pueblo un fin de semana. Y entonces es cuando se muere...con la foto de su mujer entre las manos.
Todo esto le provoca a Tristán un fracaso escolar, pero él lo tiene claro: "No necesito su ayuda. Lo que necesito es a mis padres". Y en todo este duelo le acompañan sus profesores sensatos con consejos que no podemos olvidar: "Cuando uno es adulto se vuelve piedra. Pero en la infancia uno es de arcilla y cada golpe deja huella" o "La vida no es romántica, es sórdida. Para que alguien se pegue la buena vida, otro lo tiene que pasar mal".
Porque cabe diferenciar esta película española de otra película con el mismo título, en esta caso la chilena La buena vida (Andrés Wood, 2008). Porque en nuestro caso, al final, nuestro ya amigo Tristán nos dice en el colofón: "Esta noche he tenido un sueño. Qué curioso, porque ni siquiera estaba dormido", a la vez suena una canción francesa mientras vuela toda la familia en la cama por la ciudad de París... "Y así fue como mis padres conocieron París". FIN
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