Ian McEwan es uno de los grandes escritores ingleses actuales. Y sus novelas han alimentado al cine contemporáneo, con muchas películas homónimas a sus novelas. Todo comenzó con “Last Day of Summer” fue el germen de Last Day of Summer (Vlad Yudin, 1984), y a la que siguieron “The Cement Garden” en El jardín de cemento (Andrew Birkin, 1993), “The Comfort of Strangers” en El placer del viajero (Paul Schrader, 1990), “The Innocent” en El inocente (John Schlesinger, 1993), “Solid Geometry” en Solid Geometry (Denis Lawson, 2002), “Enduring Love” en Amor perdurable (Roger Michell, 2004), “Atonement” en Expiación (Joe Wright, 2007) y “On Chesil Beach” transformada En la playa de Chesil (Dominic Cooke, 2017). Y la última ha sido su novela “The Children Act”, publicada en el año 2014 y que acaba de estrenarse bajo el título de El veredicto (La ley del menor), dirigida en el año 2017 por Richard Eyre.
Es Richard Eyre un director británico todoterreno, que ha dirigido no solo en el cine, sino también en televisión, teatro y ópera. Y que sabe sacar a sus actores y actrices, principalmente a éstas, lo mejor de sí: ya lo hizo con Kate Winslet y Judi Dench en Iris (2001) y con Judi Dench y Cate Blanchett en Diario de un escándalo (2006). Y ahora lo vuelve a hacer con Emma Thompson con El veredicto, en un papel memorable, de esos que huelen a Oscar. Y es que hablar de Emma Thompson es hablar de una de las mejores actrices británicas, multigalardonada en los premios Emmy, Globo de Oro, BAFTA y Óscar (ganadora a la Mejor actriz en 1992 por Regreso a Howards Ends de James Ivory y en 1995 por Sentido y sensibilidad de Ang Lee, y finalista en 1993 tanto como Mejor actriz por Lo que queda del día de James Ivory como a Mejor actriz de reparto por En el nombre del padre de Jim Sheridan). Pero también queremos destacar en ella una película filmada para la televisión, en la que realizó un papel soberbio, pero en la que se implicó también escribiendo el guión mano a mano con su director, Mike Nichols: hablamos de una película del año 2001 muy de Cine y Pediatría titulada Amar la vida (Wit en su versión original), y con grandes enseñanzas para el mundo de medicina.
Pues bien, de la combinación de un escritor como Ian McEwan (que tirando de galones también firma en solitario el guión), un director como Richard Eyre y una actriz estratosférica como Emma Thompson nace El veredicto, una obra entre el cine, la televisión, el teatro y la ópera, esa especial relación entre una jueza y un adolescente, con esta sinopsis (y con un tratamiento muy británico). Fiona Maye (Emma Thompson) es una prestigiosa jueza del Tribunal Superior de Londres especializada en derechos familiares que atraviesa por una grave crisis con su marido Jack (Stanley Tucci) ya en la década de sus sesenta años. Cuando llega a sus manos el caso de Adan (Fionn Whitehead), un adolescente con leucemia que se niega a hacerse una transfusión al ser Testigo de Jehová, Fiona descubrirá sentimientos ocultos que desconocía y luchará para que Adan entre en razón y sobreviva.
Recordemos que la película procede de la novela “The Children Act”. Y recordamos que The Children Act (La Ley de menores) fue enunciada en el Reino Unido en 1989 para asignar deberes a las autoridades locales, los tribunales, los padres y otras agencias en el país, para garantizar que los niños estén protegidos y se promueva su bienestar: “Cuando un tribunal determina cualquier cuestión con respecto a… la educación de un niño… el bienestar del niño será la consideración primordial del tribunal”.
Fiona Maye (a la que todos llaman Su Señoría) vive una vida acomodada gozando de un buen estatus social en Londres, prestigiosa jueza en las más altas instancias, amante de la buena música (incluso se atreve con el piano y con el canto) y de las obras de arte, ha conseguido llegar allí con un doble sacrificio: por un lado, el coste maternal (ha sacrificado la oportunidad de ser madre en favor de su carrera) y, por otro, el coste afectivo (ha descuidado su relación matrimonial). Y ella, que es capaz de dar lo mejor de sí en su profesión (la película arranca con el caso de unos siameses toracópagos y ella acaba diciendo: “El tribunal es de justicia, no de moral”), no es capaz de salvar su matrimonio a la deriva. Y por ello nos dice: “Tengo miedo, tengo miedo de mí”, ahogada entre el trabajo y el fracaso familiar. Y ante ello, aún busca más la estabilidad en el refugio de su estrado. Mujer brillante, tiene que decidir sobre cuestiones éticas y morales que implican algo más que la aplicación de la ley. Y ahí es donde aparece un nuevo caso… el del joven Adam.
Porque por razones religiosas los padres de Adam (que es menor de 18 años) niegan la transfusión que precisa su hijo, poniendo en grave peligro la vida del joven: la hemoglobina ha descendido de 12,5 g/dl a 4,5 g/dl, con síntomas de debilidad y disnea. Es más, si no recibe esa transfusión morirá. Pero en esos padres pesan más las palabras del predicador del Salón del Reino: “El alma, la vida están en la sangre. Y no es nuestra, es de Dios”. Y para los padres es una prueba de fe, para ellos mezclar la sangre es polución o contaminación, según lo han interpretado del Génesis y del Levítico, aunque se les recuerda que esa decisión adoptada por los Testigos de Jehová procede de 1945, no de la época de las Sagradas Escrituras.
En esta tesitura, Fiona tiene el poder de decidir sobre la vida de Adam y, ante tal disyuntiva, opta por tomar una decisión nada habitual y poco ortodoxa: decide trasladarse al hospital para charlar con el joven y ver si es consciente de la situación en la que se encuentra. Allí lo que se encuentra es a un joven apolíneo muy maduro para su edad. Pero está confundido y tras la charla con Fiona, todavía más empecinado en la idea: “Yo soy yo, no soy mis padres… Estoy listo para morir”. Pero al final le convence a que acepte recibir la transfusión, y es entonces cuando Adam queda extrañamente anclado a Fiona: “La religión de mis padres era un veneno y usted fue el antídoto”.
El encuentro de Fiona y Adam en el hospital (y los siguientes) es el encuentro entre el amor y la creencia, es un encuentro que otro juez define así: “Pobre chico, ha perdido a Jehová y se obsesionado contigo”. Porque es como si la transfusión de sangre que necesita el joven Adam se convirtiera en otra metáfora: es la sangre que le da la vida, pero lo que realmente se la da es el amor. Y cuándo Fiona le pregunta, ante esa persecución, qué es lo que quiere, el joven le contesta: “Darle las gracias por salvarme la vida y salvarme de mi religión… Me gustaría vivir con usted”.
Y por ello El veredicto es una película muy seductora, porque nos hace lidiar con la ética, la moral y el amor, un amor imposible. Y es entonces cuando Adam recae de su enfermedad, pero ahora ya ha cumplido 18 años, ya no se aplica la ley del menor, y es cuando decide dejarse morir. Y Fiona le recuerda al final entre sollozos: “Era solo un chico, un chico encantador”.
Y es así como El veredicto se convierte en una buena película para recordar que en nuestra profesión médica es relativamente frecuente, y por muy diversos motivos, tener que recurrir a la justicia. Y que no siempre es fácil discernir en la toma de decisiones bioéticas cuando nos enfrentamos a la mayoría de edad, a la mayoría de edad sanitaria y al menor maduro.
Porque por razones religiosas los padres de Adam (que es menor de 18 años) niegan la transfusión que precisa su hijo, poniendo en grave peligro la vida del joven: la hemoglobina ha descendido de 12,5 g/dl a 4,5 g/dl, con síntomas de debilidad y disnea. Es más, si no recibe esa transfusión morirá. Pero en esos padres pesan más las palabras del predicador del Salón del Reino: “El alma, la vida están en la sangre. Y no es nuestra, es de Dios”. Y para los padres es una prueba de fe, para ellos mezclar la sangre es polución o contaminación, según lo han interpretado del Génesis y del Levítico, aunque se les recuerda que esa decisión adoptada por los Testigos de Jehová procede de 1945, no de la época de las Sagradas Escrituras.
En esta tesitura, Fiona tiene el poder de decidir sobre la vida de Adam y, ante tal disyuntiva, opta por tomar una decisión nada habitual y poco ortodoxa: decide trasladarse al hospital para charlar con el joven y ver si es consciente de la situación en la que se encuentra. Allí lo que se encuentra es a un joven apolíneo muy maduro para su edad. Pero está confundido y tras la charla con Fiona, todavía más empecinado en la idea: “Yo soy yo, no soy mis padres… Estoy listo para morir”. Pero al final le convence a que acepte recibir la transfusión, y es entonces cuando Adam queda extrañamente anclado a Fiona: “La religión de mis padres era un veneno y usted fue el antídoto”.
El encuentro de Fiona y Adam en el hospital (y los siguientes) es el encuentro entre el amor y la creencia, es un encuentro que otro juez define así: “Pobre chico, ha perdido a Jehová y se obsesionado contigo”. Porque es como si la transfusión de sangre que necesita el joven Adam se convirtiera en otra metáfora: es la sangre que le da la vida, pero lo que realmente se la da es el amor. Y cuándo Fiona le pregunta, ante esa persecución, qué es lo que quiere, el joven le contesta: “Darle las gracias por salvarme la vida y salvarme de mi religión… Me gustaría vivir con usted”.
Y por ello El veredicto es una película muy seductora, porque nos hace lidiar con la ética, la moral y el amor, un amor imposible. Y es entonces cuando Adam recae de su enfermedad, pero ahora ya ha cumplido 18 años, ya no se aplica la ley del menor, y es cuando decide dejarse morir. Y Fiona le recuerda al final entre sollozos: “Era solo un chico, un chico encantador”.
Y es así como El veredicto se convierte en una buena película para recordar que en nuestra profesión médica es relativamente frecuente, y por muy diversos motivos, tener que recurrir a la justicia. Y que no siempre es fácil discernir en la toma de decisiones bioéticas cuando nos enfrentamos a la mayoría de edad, a la mayoría de edad sanitaria y al menor maduro.
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