“Por elevar a una singular pureza lírica y a una excepcional fuerza de expresión la inocencia de la infancia por encima de la tragedia y desolación de la guerra”. Esta era la mención especial para esta película clásica en blanco y negro del año 1952, cuando obtuvo el León de Oro del Festival de Venecia, amén de obtener también la Palma de Oro del Festival de Cannes y de ganar el Oscar Honorífico a la Mejor película de habla no inglesa. Una de las películas más aclamadas en la obra del maestro René Clément y verdadero clásico en la historia del cine francés: Juegos prohibidos. Inspirado en la novela “Les jeux inconnus” de François Boyer del año 1947.
Repetidamente hemos destacado el cine francés en Cine y Pediatría. Pero un especial interés tiene la cinematografía francesa de los años 40 y 50, pues con la Segunda Guerra Mundial en ciernes, el cine se hacía partícipe de la guerra y de las duras experiencias vividas: el Neorrealismo italiano fue probablemente el máximo exponente, pero también destacó en este sentido el cine de Francia. Y Juegos prohibidos impactó de forma brutal en las audiencias de todo el mundo. Y la clave estuvo en hablar sobre la infancia en tiempos de guerra y tratar el elemento más duro de un conflicto bélico: la pérdida de la inocencia de los niños, los peor parados cuando a los adultos les da por pelear y no entenderse. Porque la película incide sin piedad en las consecuencias de la infancia arrebatada en tiempos de guerra, resultando un film antibélico de escalofriantes resultados, donde Clément narra la realidad sin más, dura y cruda, sin emitir ningún tipo de juicio moral, lo que hace que su mensaje sea aún más contundente de lo que desprenden las imágenes. Una película que se une al mensaje antibélico de joyas como Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957), El gran dictador (Charles Chaplin, 1940), Jhony cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987), Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o El cazador (Miachel Cimino, 1978).
Y Juegos prohibidos comienza bajo los acordes de la guitarra del maestro Narciso Yepes - su “Romance anónimo” – y con ese “leitmotiv” musical se desgranan las hojas del libro. Junio 1940. Miles de franceses, ante la ocupación nazi, intentan huir hacia el sur del país. Y al cruzar el puente, la angelical niña parisina de 5 años Paulette lo perdió todo, a sus padres y a su perro. Una larga escena inicial que ya nos atrapa para el resto del metraje.
Y al perseguir el cadáver de su perro por el río, Paulette se pierde y es encontrada por Michel, un niño de 11 años que vive por el lugar, con una conversación entre ellos digna de ser reproducida: “¿Qué le pasa a tu perro?”, “Está muerto”. ¿De dónde vienes?, De por allá. No eres de aquí tú, No, ¿y tú?. Yo sí, ¿y tu madre?, Ha muerto. ¿Y tu padre?, Ha muerto”. Sin familia, la niña es acogida por la familia de Michel que vive en una humilde granja, allí donde los dos chicos se convertirán en compañeros de juegos en un mundo que no entienden, y en el que la muerte está más presente que nunca, incluso en el particular universo de la pequeña pareja.
Porque juntos consiguen procesar la brutal realidad de la guerra gracias a la creación de su propio mundo inventado, con su particular forma de ver la vida, creando una especie de cementerio de animales: para el grillo, la lombriz, el topo, el petirrojo, el escarabajo y otros compañeros de viaje en la fauna del campo. Y para ello roban un buen número de cruces, detalle éste tan osado como inquietante. Porque la muerte llega a formar parte de sus vidas, como algo muy cotidiano, por qué ¿acaso no lo es con la guerra con telón de fondo? Finalmente el desgarrador llanto de ambos niños cuando vienen a buscar a Paulette, pese a las palabras de consuelo: “No van a hacerla daño. Irá al orfanato como las demás niñas”. Y el grito de la niña entre la multitud: “Michel, Michel, Michel,…”.
Es Juegos prohibidos una película que no sería lo mismo sin las sorprendentes interpretaciones de los dos niños protagonistas, Brigitte Fossey en el papel de Paulette y Georges Poujouly como Michel, actuando con aterradora naturalidad, unas interpretaciones a la altura de las que disfrutamos con Ana Torrent e Isabel Tellería en El Espíritu de la colmena (Victor Erice, 1974), otra obra maestra hermanada con Juegos prohibidos, en donde la guerra, la infancia, la inocencia, la imaginación y la luz se combinan para devolvernos esas obras maestras del celuloide que perduran en el tiempo. Nos encontramos con un relato sobre niños poseedores del poder de la imaginación y la fantasía, una fuerza capaz de obstaculizar la idea de la muerte en tiempos de guerra, como ya reconociéramos posteriormente en la película japonesa de animación La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988).
Guerra e infancia, inocencia y dolor, no son ajenos al séptimo arte. Pero en Juegos prohibidos el amor entre los dos niños es tan puro y simple que obliga a frotarse los ojos. Una película que – como todas – debe disfrutarse en versión original, pero en este caso no podemos obviar oír hablar en francés a nuestros dos pequeños intérpretes.
Si la dirección de estos dos niños actores es una gran baza gracias a la maestría de su director René Clément, no menos lo es su fotografía y su música. El director de fotografía, Robert Juillard – quien ya participara en Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1947) –, juega con las luces y las sombras, y no escatima un poco de luz adicional en la cara y el pelo rubio de la niña, para sugerirnos su angelical presencia. La banda sonora elegida realizada por el guitarrista español Narciso Yepes le alzó a fama mundial, especialmente por la melodía más famosa de la película, que se ha convertido en un clásico de la guitarra clásica española y reconocida por todo aquél que se inicia en tocar este instrumento: hablamos de su "Romance anónimo", que ya estuviera presente en la película Sangre y arena (Rouben Mamoulian, 1941). Curiosamente rodea a esta pieza musical un misterio sobre su autoría, porque en la película Yepes solo figura como adaptador musical e intérprete, y aunque se le han atribuido muchos autores en el camino, ya nadie duda que fue el propio Yepes el que años más tarde asumiría su autoría, afirmando que la había compuesto a los seis años de edad y que hasta 1952 se había extendido como un melodía cuyo anonimato a él le resultaba fascinante.
Sea como sea, cuando suena “Romance anónimo”, la guitarra suspira y se compadece. Lo hace al principio, durante al metraje y al final. Es puro “leitmotiv”, es la melodía perfecta para el recuerdo, angustiosa pero esperanzadora. Así comienza todo en Juegos prohibidos. Y así acaba todo.
Cine poético en blanco y negro que nos ofrece una singular reflexión sobre la guerra construida desde la mirada de unos niños. Y que quizás nos recuerdan las palabras de Graham Greene: “El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños”.
Guerra e infancia, inocencia y dolor, no son ajenos al séptimo arte. Pero en Juegos prohibidos el amor entre los dos niños es tan puro y simple que obliga a frotarse los ojos. Una película que – como todas – debe disfrutarse en versión original, pero en este caso no podemos obviar oír hablar en francés a nuestros dos pequeños intérpretes.
Si la dirección de estos dos niños actores es una gran baza gracias a la maestría de su director René Clément, no menos lo es su fotografía y su música. El director de fotografía, Robert Juillard – quien ya participara en Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1947) –, juega con las luces y las sombras, y no escatima un poco de luz adicional en la cara y el pelo rubio de la niña, para sugerirnos su angelical presencia. La banda sonora elegida realizada por el guitarrista español Narciso Yepes le alzó a fama mundial, especialmente por la melodía más famosa de la película, que se ha convertido en un clásico de la guitarra clásica española y reconocida por todo aquél que se inicia en tocar este instrumento: hablamos de su "Romance anónimo", que ya estuviera presente en la película Sangre y arena (Rouben Mamoulian, 1941). Curiosamente rodea a esta pieza musical un misterio sobre su autoría, porque en la película Yepes solo figura como adaptador musical e intérprete, y aunque se le han atribuido muchos autores en el camino, ya nadie duda que fue el propio Yepes el que años más tarde asumiría su autoría, afirmando que la había compuesto a los seis años de edad y que hasta 1952 se había extendido como un melodía cuyo anonimato a él le resultaba fascinante.
Sea como sea, cuando suena “Romance anónimo”, la guitarra suspira y se compadece. Lo hace al principio, durante al metraje y al final. Es puro “leitmotiv”, es la melodía perfecta para el recuerdo, angustiosa pero esperanzadora. Así comienza todo en Juegos prohibidos. Y así acaba todo.
Cine poético en blanco y negro que nos ofrece una singular reflexión sobre la guerra construida desde la mirada de unos niños. Y que quizás nos recuerdan las palabras de Graham Greene: “El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños”.
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