El cocktail biográfico de Bernardo Bertolucci fue esencial en toda su obra, un par de decenas de películas, entre producciones colosales y minúsculas, obras tradicionales y otras más experimentales. Porque además de director, el considerado último maestro del cine italiano, también fue guionista, productor, poeta y polemista. Hijo de un gran poeta y una comprometida profesora, fue defensor a ultranza del Partido Comunista y ávido lector de los fundamentos del marxismo y el psicoanálisis. Y esto le llevó a retratar con nitidez extraordinaria a los desheredados de este mundo, a seres en descomposición y a un cierto tipo de burguesía en pleno descubrimiento del fuego.
El pasaporte al cielo lo expidió con El último tango en París (1972), su sexta película. La más cruda y polémica, aquella que aún recordamos los de nuestra generación cuando oíamos en nuestra adolescencia que los adultos viajaban fuera de España a visionarla, pues no se pudo estrenar en nuestro país hasta seis años después por las escenas de sexo. Esta película le sirvió todo crédito para rodar Novecento (1976), un viaje a su tierra natal para narrar la lucha de clase con esta descomunal crónica de las primeras cinco décadas de la Italia del siglo XX. Pero el reconocimiento en Hollywood llegó con El último emperador (1987), la trágica y novelesca historia de Pu Yi , a la que siguieron El cielo protector (1989), El pequeño Buda (1993) y Belleza robada (1997).
Pero hay en su filmografía dos películas en las que el sexo, la adolescencia y cierto grado de polémica se dan la mano y que hoy nos convocan. Porque Bertolucci supo impregnar su cine del aroma de las innovaciones de la Nouvelle Vague francesa, pues vio de cerca el mayo del 68, que vivió también intensamente en Italia y retrató en Soñadores (2003). Y previamente nos turbó con un título para mi difícil de olvidar (aún hoy revisada), La luna (1979).
- La Luna (1979) funciona como una reinvención del complejo de Edipo, ese complejo conjunto de emociones y sentimientos infantiles caracterizados por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores. Se trata de un concepto central de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio).
En esta película todo comienza con un bella madre y su angelical hijo de poco más de un año, un matrimonio feliz junto al mar donde huele a verano y felicidad. Suena un twist y aparecen los títulos de crédito, la noche y la luna. Y a continuación el niño ya es adolescente, Joe (Matthew Barry), hijo único adicto a la heroína, cuyo padre muere repentinamente, y entonces huye de Brooklyn a Roma con su madre, la cantante de ópera Catherina Silveri (Jill Clayburgh). Y a partir de aquí aparece un tour de forcé entre madre e hijo, una complicada relación de amor y autodestrucción: “¿Sabes por qué tomo drogas’ Porque todo me importa una mierda” le confiesa a su madre, y esta responde, “No puedo presenciar que te estés matando”. Y esas palabras de una amiga de Joe sobre el sentimiento de éste a su madre: “Es feliz y te avergüenzas de ello”.
Y duele ver las imágenes de las agujas de heroína o las dosis de incesto, con los recurrentes ataques de locura o pánico ante sus vidas, nada desgraciadas, aunque las vieran así. Y la búsqueda de Joe de su verdadero padre, un maestro que, al igual que él, estaba enamorado de su madre. Y ese final en la Termas de Caracalla, allí donde ocurre la reconciliación mientras se realizan los ensayos de la ópera “Un ballo in maschera” de Giuseppe Verdi. Y la luna aparece sobre la noche de Caracalla. Ópera, cine y un pasado edípico por resolver.
- Soñadores (2003), sobre la especial relación de tres jóvenes veinteañeros en el París del mayo del 68: Isabelle (Eva Green) y su hermano mellizo Theo (Louis Garrel), solos en la ciudad mientras sus padres están de viaje, invitan a su apartamento a Matthew (Michael Pitt, a quien recordamos como el inquieto joven de la versión americana de Funny Games), un joven estudiante americano, al que han conocido en un cine.
Y el propio cine es uno de los protagonistas de su argumento, pues nos hace partícipe de cuando el Ministro de Cultura francés en aquellos momentos, André Malraux, trató a arrebatar a Henri Langlois la dirección de la Cinemateca Francesa, que intentan cerrar. Y ello da a nuestros protagonistas la oportunidad para realizar un repaso de la Nouvelle Vague, de Jean-Luc Godard a François Truffaut, pasando por Éric Rhomer. “Yo llegué a este mundo en los Campos Elíseos de 1959. En las aceras de los Campos Elíseos. ¿Sabes cuáles fueron mis primeras palabras? ¡New York Herald Tribune!” dice Isabelle a un tribulado Matthew, en un claro homenaje a Jean Seberg en Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960). Homenajes que se suceden, como cuando Isabelle baila imitando a Marlene Dietrich en La venus rubia (Josef von Sternberg, 1932) o cuando nuestros tres amigos corren por el Louvre a toda velocidad rememorando la escena de los tres amigos de Banda aparte (Jean-Luc Godard, 1964). Y también cuando estos particulares hermanos que se consideran como gemelos siameses (por lo que duermen y se bañan juntos) le dicen a Mattew: “Le aceptamos. Es uno de los nuestros”, un guiño a Freaks: La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932).
Y a lo largo de Soñadores se repiten los homenajes al cine en blanco y negro, como a Paul Muni en Scarface, el terror del Hampa (Howard Hawks, 1932), a Greta Garbo en La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian, 1933), a Fred Astaire y Giner Rogers en Sombrero de copa (Mark Sandrich, 1935), jugando entre ellos a las prendas en busca del título de las películas que imitan. Y esas discusiones que tienen sobre quién es mejor, si Buster Keaton o Charles Chaplin. Discusiones que se extienden a la música, sobre si prefieren a Eric Clapton o a Jimi Hendrix. Porque junto al cine, la música es otra gran protagonista de esta película, repleta de guiños a Janis Joplin, Bob Dylan, con algunas canciones simbólicas como “La mer” de Charles Trenet, el “Hey Joe” de Jimi Hendrix o el “Ay Carmela”, icónica canción republicana de nuestra Guerra Civil.
Tres jóvenes confinados en el piso de los padres de Isabelle y Theo, mientras aquellos están de viaje, allí donde establecen unas reglas para conocerse mutuamente, explorando emociones y erotismo a través de una serie de juegos extremadamente arriesgados. Juegos donde el cine, la música y también la literatura (con ese homenaje al libro “Death Kit” de Susan Sontag) son el sustento cultural de estos jóvenes de aquella revolución cultural, política y social del mayo del 68 y la convulsa década de los sesenta, allí donde se suceden las reflexiones de sus protagonistas entre sus devaneos de libertad sexual.
Reflexiones de Matthew: “De repente te das cuenta de que hay una especie de armonía cósmica de formas y tamaños. Me preguntaba por qué. No sé por qué es. Pero sé que es así”, “No quiero que me quieran mucho. Quiero que me quieran”, “Un cineasta es como un voyeur… lo leí en Cahiers du Cinemá”. Reflexiones de Isabelle: “Los padres de los demás siempre son mejores que los propios. Y, sin embargo, nuestros abuelos siempre serán mejores que los de los demás”, “Cuando se desea tanto, el amor no existe. Solo las pruebas de amor. ¿Estás dispuesto a darnos una prueba de tu amor?”. O las reflexiones de los padres a sus hijos: “Escuchadme: antes de cambiar el mundo, debéis comprender que formáis parte de él. No podéis observarlo desde fuera”. Y mientras nuestros jóvenes intentan cambiar su mundo en el interior del apartamento, el mundo cambia fuera en París: y lo que comenzó como una manifestación de la juventud contra el cierre de la Cinemateca Francesa se ha transformado a un movimiento global.
Y la escena de los tres amigos en la bañera, con la belleza de Isabelle cual Venus de Milo, forma parte de ese triángulo amoroso y de la polémica que acompaña a Bertolucci, como le acompañó en sus inicios en El último tango en París, y como lo haría luego también en La luna. Y ese trágico final recordando a la película Mouchette (Robert Bresson, 1967) que se ve alterado por los altercados callejeros. Y el final, de nuevo con el protagonismo musical de canciones como “Non, je ne regrette rien” de Édith Piaf y “Third Stone From the Sun” de Jimi Hendrix.
Porque en La luna y en Soñadores nos ofreció Bertolucci su provocadora visión de la adolescencia y juventud. Esa luna y sueños que ahora iluminan la noche de este director que no pasó desapercibido, el último maestro italiano.
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