La estratégica posición de Checoslovaquia en el centro y este de Europa la convirtió durante cuatro décadas de la segunda mitad del siglo XX en uno de los epicentros de la Guerra Fría. Todo comenzó con un golpe y terminó de terciopelo, pasando por una primavera. Un recorrido donde la invasión rusa y el Partido Comunista de Checoslovaquia (KSČ) perdieron el monopolio del poder político
Fue Checoslovaquia el último país en sumarse al bloque del Este, gracias al Golpe de Praga de 1948 apoyado por Stalin y que instaló a los comunistas en el poder. Esto tuvo en Occidente una gran repercusión, porque Checoslovaquia era el país más occidental de Europa en el plano geográfico, histórico y político, y se quedaba fuera del bloque capitalista. Tuvieron que pasar veinte años para que el gobierno reformista de Alexander Dubček intentara separarse de Moscú, pero los tanques soviéticos ocuparon el país, abortando lo que todos conocimos como Primavera de Praga de 1968 y que abarcó desde el 5 de enero, el día que Dubček fue elegido Primer Secretario del KSČ, hasta el 21 de agosto, cuando la Unión Soviética y otros miembros del Pacto de Varsovia invadieron el país para reprimir las reformas. Checoslovaquia entró en un período conocido como "normalización" y la Primavera de Praga influyó en 1970 en la conocida como Primavera Croata y una década más tarde, en la Primavera de Pekín. Y no debemos olvidar que la Primavera de Praga inspiró la prensa libre, pero también a la música, cine y literatura checoslovacas, incluyendo las obras de Václav Havel, Karel Husa, Karel Kryl o Milan Kundera (y su libro “La insoportable levedad del ser”).
La Primavera de Praga fue uno de los capítulos de un año clave en todo el mundo, marcado por la tragedia y la agitación. Estudiantes en París en el Mayo del 68, Berkeley o Ciudad de México se habían levantado. Los asesinatos de figuras como Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy conmocionaron a muchos. La guerra de Vietnam estaba en un momento particularmente álgido y, poco después, Apolo 8 se convirtió en la primera astronave pilotada que orbitara la Luna.
Y no sería hasta finales de los ochenta, en plena descomposición de los socialismos del Este, cuando la pacífica Revolución del Terciopelo de 1989, donde el dramaturgo (y político) Václav Havel logró terminar con el régimen comunista checoslovaco y transitar hacia una democracia liberal. Un elemento de las demostraciones de la Revolución de Terciopelo fue el tintineo de las llaves, mostrando apoyo, cuya práctica tenía un doble significado: simbolizaba la apertura de las puertas y era la forma en que los manifestantes decían a los comunistas, "Adiós, es hora de irse a casa".
La evolución política y las escisiones posteriores se iban a plasmar durante los siguientes años, así como un poderoso movimiento nacionalista secesionista que se tradujo en la independencia de la República Checa y la República Eslovaca en 1993. Václav Havel se convirtió en el primer presidente de la República Checa, mientras que en Eslovaquia fue Vladimír Mečiar el nuevo jefe de Estado. En 2004, ambos países ingresaron de forma conjunta en la Unión Europea y la OTAN.
Y estos acontecimientos políticos, con epicentro en Praga, influyeron decisivamente en su medio cinematográfico. En los años 60 surgió la Nueva Ola Checoslovaca, cuyos miembros exploraron nuevos temas con un marcado estilo irónico y humorístico, aprovechando de denunciar la falta de libertades imperante. De este grupo surgieron directores como Věra Chytilová, Jiří Menzel y Miloš Forman, entre otros, muchos de los cuales sufrieron censura o exilio con la intervención soviética de 1968. Y es que, aunque la filmografía checa no es muy conocida, si reconocemos algunos de sus éxitos incluso en los Óscar: destaca Miloš Forman, mejor director con Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) y Amadeus (1984); pero también el Óscar a la mejor película de habla no inglesa para La tienda de la Calle Mayor de Ján Kadár y Elmar Klos en 1965, Trenes rigurosamente vigilados de Jiří Menzel en 1967 y Kolya de Jan Svěrák en 1996.
Y hoy comentamos precisamente Kolya, una encantadora película ambientada en los convulsos momentos históricos previamente descritos y que creación de la dupla padre e hijo de Zdenek y Jan Sverák: el primero firmó el guion y protagonizó el filme, mientras que el último lo dirigió. El filme transcurre en Praga, entre los años 1988 y 1989, en plena ocupación militar soviética de Checoslovaquia y en los últimos años del régimen comunista de Gustác Husák. Y aquí conocemos a Franka Louka (Zdenek Sverák), un violoncelista cincuentón, soltero y mujeriego.
Expulsado de la Sinfónica aparentemente por motivos políticos, Franka se gana la vida como músico de funerales, lo que no le alcanza para cubrir sus deudas. Su amigo, el sepulturero Broz, le ofrece un lucrativo plan: casarse por dinero con una intérprete rusa, Nadezda, para que ella obtenga la nacionalidad y la residencia checoslovacas. Tras las dudas iniciales, finalmente acepta, pero a los pocos días Nadezda aprovecha su nueva situación para huir a Alemania Occidental, dejando solo a su hijo de 5 años, Kolya (Andrey Khalimon) con la abuela. Pero cuando la abuela fallece al poco tiempo, Louka deberá hacerse cargo de su hijo adoptivo (no por un gesto de amor, sino por temor a ser encarcelado al fingir un matrimonio de conveniencias). Pero no le gustan los niños y no le gustan los rusos, mal inicio. “No pienso tener en casa a un niño ruso” también le dice la madre de Franka.
Franka no habla ruso y Kolya no habla checo. Los dos se verán obligados a entenderse y a vivir juntos para salir adelante, surgiendo una dinámica peculiar y poco favorable al principio: el niño acompaña a su padrastro impostado a tocar en los funerales, pasando el tiempo entre féretros, cruces e instrumentos musicales, allí donde suenan piezas clásicas (y donde no podían faltar las notas de maestros checos como Smetana y Dvorak). Pero el egoísta Franka evoluciona, pasando de su intento dejar a Kolya bajo el cuidado de los servicios sociales a buscarle desesperadamente cuando éste se pierde en el Metro de Praga. Y, por ello, una de sus múltiples amantes le dice: “Eres menos egoísta de lo que imaginaba. Nunca pensé que cuidaras tanto al hijo de otra persona”.
Y, quizás como era de esperar, ambos superan sus respectivas barreras: el niño aprende el idioma del adulto y el adulto aprende a compartir su vida con el niño, de forma que la peculiar existencia de Franka cobra sentido cuando descubre que el afecto es un valor que se puede y debe compartir con otros. Y por eso lucha para que Kolya no sea enviado a un orfanato ruso. Y cuando regresa Nadezda a recoger a su hijo, la semilla de la paternidad ya está sembrada en nuestro músico protagonista. Y con las nubes finales esta comedia dramática, impecablemente elaborada, nos hace sentir bien y nos deja esa metáfora de la ocupación soviética, donde dos pueblos que consideran enemigos mutuos aprenden a fraternizar.
En suma, Kolya es un potente relato sobre el amor paternofilial, que transciende los vínculos sanguíneos. Es una historia sobre un acogimiento forzado entre un adulto y un niño, realizada con nobleza por un hijo (Jan Sverák, como director) y su padre (Szedenk Sverák, como guionista y actor principal). Un acogimiento forzado que ocurre durante la ocupación rusa de Checoeslovaquia (y varias escenas nos lo reflejan en esta película), aquella que va del Golpe de Praga a la Revolución del Terciopelo, pasando por la Primavera de Praga. Una película que nos manda el mensaje de que, aunque son muchas las causas de abandono de un menor y de su acogimiento, los vínculos se pueden (y deben) acabar creando a pesar de nuestras resistencias.
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