Un director, una joven actriz y una canción se dieron cita a principios de la década de los 90 para regalarnos una peculiar “coming of age” en dos partes, un éxito en la primera película, la segunda menos recordada. El director es Howard Zieff, la actriz Anna Chlumsky (en su primer papel protagonista a los 11 años) y la mítica canción del grupo The Temptations, con título homónimo a las películas y que sirve de colofón final de ambas historias, la de la niña y luego adolescente Veda. Las películas son Mi chica (1991) y Mi chica 2 (1994).
Mi chica nos presenta a Vada Sultenfuss (Anna Chlumsky), una preciosa niña de 11 años, cuya personalidad hipocondríaca y obsesionada con la muerte ya apreciamos en la primera escena: “Nací con ictericia. Una vez me senté en la taza del váter de una gasolinera y cogí almorranas. He aprendido a vivir con un hueso de pollo en la garganta desde hace tres años. Así que sabía que papá se agobiaría cuando supiera mi última enfermedad. Papá, no quiero preocuparte. Pero mi pecho izquierdo está creciendo mucho más rápido que el derecho. Eso solo puede significar una cosa: cáncer. Me estoy muriendo”.
Nos encontramos en un caluroso verano de 1972 en Madison, Pensilvania. Y vamos descubriendo que Vada quedó huerfana de madre al nacimiento y que su padre (Dan Aykroyd) está más ocupado en atender la funeraria familiar que en criar a su propia hija única. En esa casa tan peculiar llena de féretros (que Vada enseña por dinero a los chicos del barrio) también convive con una peculiar abuela (que prefiere cantar a hablar), y a donde un día llega a trabajar Shelly (Jamie Lee Curtis), una joven tanatopráctica con su gran autocaravana. Fuera de casa, las vacaciones de verano de Vada transcurren entre las andanzas con su amigo Thomas (Macaulay Culkin), un curso de escritura creativa que da un profesor del que está enamorada (y con el que piensa que se casará) y sus continuas visitas al médico, allí donde acude con sus continuas enfermedades inventadas. Y aunque el doctor le dice con ternura “Estás perfectamente sana. Vada, tienes que poner fin a esto. No te pasa absolutamente nada malo”, ella le responde: “Tendré que pedir una segunda opinión…Toda la profesión médica es una farsa”.
Pero dos acontecimientos cambiarán la tranquilidad estival de nuestra protagonista, más allá de la llegada de su menarquía: “No es justo. A los chicos no les ocurre nada”. Por un lado, su hiperalérgico amigo Thomas, con quien experimenta su primer beso y al que le dice aquello de “Solo me rodeo de gente a la que encuentro intelectualmente inteligente”, sufre una grave experiencia con un colmena de abejas; por otro, su padre comienza a enamorarse de la nueva tanatopráctica y la celotipia de Vada aumenta (y con ello, sus supuestas enfermedades que siempre intentaron ser un motivo para llamar la atención del padre casi ausente). Dos experiencias para el aprendizaje, entre la vida y la muerte, entre ganar y perder, entre los peculiares pensamiento en off de esa joven adolescente que camina por la vida y sus consecuencias. Y al final, tras leer el poema dedicado a Thomas, nos confiesa que ya se tragó el hueso de pollo, mientras pedalea con otra amiga y suena la canción “My Girl” de The Temptations. Y los espectadores seguimos recordando su frase: “¿Dónde están sus gafas? No puede ver sin sus gafas”.
Mi chica fue un gran éxito en su día, una comedia dramática que hablaba abiertamente sobre la muerte, el pasado y la pérdida a través de los expresivos ojos azules de una preciosa niña de cabello rubio que intentaba buscar su lugar en el mundo y entender el valor de la familia, la amistad y el primer amor. Y tres años después Zieff rodó una secuela, Mi chica 2, en la que conocimos a una Vada algo más madura y curiosa por su pasado familiar.
Seguimos en Madison, Pensylvania, ahora en el año 1974, donde Richard Nixon sigue siendo presidente. Vada es ya una adolescente acostumbrada a su nueva familia (con un hermano en camino) y ya acostumbrada a ayudar en la funeraria de su padre, superado el temor a la muerte. Pero continúan sus peculiares pensamientos en off: “Yo creo que a partir de ahora solo le pediré a mi padre consejos para embalsamar”. Aficionada a la escritura, busca por ese medio el recuerdo de su madre, a quien no conoció. Y el círculo se cierra con el nacimiento de su nuevo hermano. Y el nacimiento de una nueva vida rompe su obsesión por la muerte. Mientras vuelve a sonar “My Girl”.
Son estas dos películas puro cine familiar que puede enternecer, en especial, al público más sensible. Un “coming of age” entre la vida y la muerte alrededor de nuestra protagonista, donde finalmente gana la vida y lo hace con el “leitmotiv” musical homónimo, puro Motown Sound de la década de los sesenta. Y una oportunidad para reflexionar sobre el duro precio de ser niño prodigio en Hollywood. De ello, ya hemos hablado al menos en dos entradas de Cine y Pediatría (74 y75), pero hoy lo concentramos en sus dos jóvenes protagonistas: Macaulay Culkin y Anna Chlumsky.
Macaulay Culkin batió, tres años después de Mi chica, el récord de actor infantil mejor pagado por la película Niño rico (Donald Petrie, 1994), que añadió 10 millones de dólares a su ya holgada situación económica. Pero a partir de ahí los problemas con su padre - quien, además de a Macaulay forzó a trabajar a dos de sus hermanos, Rory y Kieran - comenzaron a acaparar más portadas que sus películas, sobre todo cuando un juez le dio la razón a la petición de bloquear el acceso de sus padres a sus cuentas, y el que fuese niño bonito de Hollywood cayó en una espiral de depresión y consumo de drogas de la que le ha costado décadas salir. Y aunque la vida de Anna Chlumsky no ha sido tan dura, la actriz fue, tras Mi chica y su secuela, cruelmente repudiada de Hollywood y el carpetazo final a su carrera como actriz lo dio al ser rechazada para rodar Parque Jurásico. A partir de ahí compaginó pequeños papeles en película de televisión y alguna serie de poco calado. Porque Anna Chlumsky se comió la pantalla interpretando a Vara en Mi chica, pero poco tiempo después la pantalla se la comió a ella. Un ejemplo más de que el espacio entre la vida y la muerte (laboral) en Hollywood es mínimo.
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