Pocos protagonistas del séptimo arte pueden presumir de atesorar un adjetivo. En concreto un adjetivo que describe un universo estético, social y político que ha impregnado a toda una nación desde hace seis décadas, un adjetivo que marca la tensión entre el hombre moderno y los rudimentos del pasado, y que incluye los sueños eróticos y el machismo caricaturesco. El adjetivo es “felliniano” y está claro que se deriva del apellido del Mago de Rímini, Federico Fellini.
Fellini nació en 1920 - acabamos de celebrar su primer centenario - en esta pequeña ciudad de la costa adriática de tejados rojos y estanqueras voluptuosas, la que fuera un enjambre de recuerdos mágicos e inconexos que logró recopilar en algunas de sus películas, recuerdos de su Rímini del alma: desde Amarcord (1973) a La Strada (1954), pasando por Los inútiles (1953). Pero cierto es que Roma fue el lugar que esculpió a un chico que llegó con 18 años buscando fortuna como viñetista y dibujante. Y, aunque la verdadera patria de Fellini jamás tuvo fronteras, tuvo entre las paredes de Cinecittà - ese melancólico Hollywood italiano levantado por Mussolini - su epicentro, allí donde construyó la mayoría de sus ensoñaciones y obsesiones y hasta donde se instaló su capilla ardiente. Toda su vida giró en torno a esos estudios donde el director que retrató como nadie la Italia de la posguerra y fue responsable del arte de lo grotesco en el Neorrealismo italiano. Y allí se rodaron Las noches de Cabiria (1958), La Dolce Vita (1960), Ocho y medio (1963), pero también algunos de los últimos filmes, como Y la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986).
Ganó cinco Óscar: en 1993 fue galardonado con un Óscar honorífico por su carrera, pero previamente recibió otros cuatro a la mejor película extranjera - de hecho, un hito que solo ha conseguido otro director italiano como Vittorio De Sica -: La Strada, Las noches de Cabiria, Ocho y medio y Amarcord. Y precisamente esta última es la película que nos convoca en Cine y Pediatría, su particular manera de recrear los recuerdos de su infancia y así recordar su big bang estético que revientan las costuras del diccionario con su adjetivo “felliniano”.
Amarcord, una de sus películas más queridas y recordadas, quizás la más personal, aunque a Fellini le incomodara que se dijera que es autobiográfica. En realidad, el material original de Amarcord procede de un texto que Fellini escribió en 1966, durante una larga convalecencia: “La mia Rimini”. Son, por tanto, recuerdos de la infancia y adolescencia de Fellini, mitificados o transfigurados por la memoria. Lo cierto es que el guion, escrito por el propio Fellini y Tonino Guerra, es una sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después. Un microcosmos que podría haber sido el de cualquier pueblo del norte de la Italia fascista de los años treinta.
Y la música de Nino Rota (cuya partitura quedará para siempre en la memoria) nos introduce a ese especial microcosmos, el que nos regala Federico Fellini. Suenan las campanas y lo niños cantan “La primavera ha aparecido, el invierno ya se ha ido”. Y a partir de ahí van apareciendo el cortejo recurrente de personajes: la familia de sainete del matrimonio Aurelio (Armando Brancia) y Miranda (Pupella Maggio), con sus dos hijos (entre ellos Titta), el abuelo libidinoso (Giuseppe Ianigro) y el tío fascista que vive del cuento (Nando Orfei); pero también la Gradisca, la peluquera de cuyo trasero andan enamorados todos los adolescentes, la prostituta demente Volpina (Josiane Tanzilli), la voluptuosa estanquera (Maria Antonietta Beluzzi), la monja enana, el cura, el espontáneo narrador o esos cinco adolescentes que nos acompañan durante toda la historia. Entre todos ellos, especial atención pone el director en el adolescente Titta Biondi (Bruno Zanin) y la Gradisca (Magali Noël). Y, aunque se rodaron algunos exteriores en Anzio y en la propia Rímini, casi todo lo que se ve en escena fue construido en un enorme decorado, en el Estudio 5 de Cinecittà.
Y a lo largo de un año transcurren las estaciones y las escenas míticas, que parten con esa fiesta nocturna de la primavera y que continúan con otras que, de solo recordarlas, se nos dibuja una sonrisa. Porque hay muchas imágenes de esta película que forman ya parte de la memoria colectiva:
- Las escenas de las escuela y la presentación de los diferentes maestros (de religión, de lengua, de matemáticas, de historia o de literatura, a cada cual más peculiar) y también los alumnos, que no le van a la zaga a los anteriores en rareza.
- Las escenas de la familia de Titta alrededor de la mesa, donde el padre enfurruñado grita: “Por la virgen santa. Se levanta uno a las cuatro de la mañana, trabaja todo el día como un burro y viene uno a casa a comerse un pedazo de pan, y no se encuentra uno más que caras largas”.
- La confesión de los adolescentes, y la pregunta del cura: “¿Cometes actos impuros, te tocas? Sabes que San Luis llora cuando te tocas”.
- La llegada del Duche y el saludo fascista de todo el pueblo que le vitorea a toda marcha. Y esa “Internacional” que suena en la torre de la iglesia.
- Las escenas del Gran Hotel y esos recuerdos de las Mil y una noches, al son de “La cucaracha”.
- La salida al campo de la familia con el tío Teo, al que buscan en el psiquiátrico para pasar el domingo con él, y con el que se suceden las anécdotas, como cuando se orina encima (y el abuelo dice: ”El padre de mi padre solía decir: para conservarse sano hay que mear más que los perros. Era un filósofo. Gracias a eso vivió 108 años”), o cuando se sube al árbol y grita durante horas esa frase inolvidable: “¡Quiero una mujer!”. Y cuando la monja enana logra convencerle para bajar del árbol, uno de los enfermeros dice esa máxima: ”Qué le vamos a hacer. Unos días está normal y otros no, como todos nosotros”.
- La escena en la playa y esos barcos y barcas que parten a altamar para esperar allí la noche y ver surcar el mar al Gran Rex, el buque trasatlántico más grande del régimen fascista.
- La mítica escena del adolescente Titta (posible alter ego del director) con la voluptuosa estanquera, de lo que le queda un cigarrillo de regalo y casi una enfermedad.
- Y muchas más (la escena de la niebla, las carreras de coches de las Mil Millas, la gran nevada o la muerte de Miranda, la madre de Titta), hasta llegar a la boda de Grandisca (“Nuestra Grandisca se va. Y se va porque ha encontrado a su Gary Cooper”). Y a medida que todos se van del convite de boda en medio del campo, sobrevuelan de nuevo los vilanos.
El título ha sido uno de los aspectos más debatidos de esta película: ¿qué significa Amarcord? Al parecer, es un neologismo del propio Fellini, pero que procede de la contracción de “A m’acord”, que es la forma en que se pronuncia “Io mi ricordo” (“me acuerdo”) en la región de Emilia‑Romagna. Y es así que durante dos horas de metraje acompañamos a este sueño peculiar de Feliini en el que todos recordamos… esos momentos inolvidables de nuestra infancia.
Y para ello, Fellini colabora con alguno de los más prestigiosos profesionales del cine italiano, colaboradores habituales como Tonino Guerra, poeta y uno de los grandes guionistas del cine italiano, Giuseppe Rotunno, como director de fotografía, Danilo Donati, como diseñador de vestuario, y con el compositor Nino Rota, cuya música es puro leitmotiv.
La colaboración Nino Rota–Federico Fellini precisa un especial apartado, pues supuso una de las más notables entre compositor y director recordadas en el séptimo arte. Porque la banda sonora de Amarcord supone la colaboración número 14 de Nino Rota, de las 16 que compuso para Federico Fellini. Se trata tal vez de su obra más conocida y más inspirada, donde fluye bajo las notas de una música popular, nostálgica, pero a la vez grotesca, ingeniosamente compuesta y con ese particular sello Rota que, tras su muerte, nadie supo imprimir. Y es que el tema principal de esta banda sonora se repita hasta una docena de veces en el filme, no apoyando ni subrayando las imágenes de Fellini, sino dándoles vida, calor y esa fuerza, sin la cual Amarcord no sería esa gran película que es. La perfecta comunión de imágenes y sonido, de cine y música.
Porque, al final, Amarcord es una película sobre la memoria, sobre lo que hay de universal en lo particular, sobre cómo los recuerdos personales de un solo individuo pueden convertirse en universales y cómo la infancia nos acompaña toda la vida. Se trata, al cabo, de un ciclo, de la vida de un lugar a lo largo de cuatro estaciones. Nada más y nada menos que una gran película de Fellini y una magnífica partitura de Rota para la vida.
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