El cine de Rusia ha tenido distintas etapas, desde los orígenes importando los Zares la novedad desde Francia, pasando por el emblemático cine soviético y llegando al moderno cine de la actual Federación de Rusia. Un viaje a través de un siglo que va desde Serguéi Eisenstein hasta Andréi Zviáguintsev, con algunas películas emblemáticas: El acorazado Potemkin (Serguéi Eisenstein, 1925), Los cosacos de Kubán (Iván Piriev, 1949), Cuando pasan las cigüeñas (Mijaíl Kalatózov, 1957), Lluvias de julio (Marlén Jutsíev, 1967), Andréi Rubliov (Andréi Tarkovski, 1966), Guerra y paz (Serguéi Bordanchuk, 1966), Moscú no cree en las lágrimas (Vladimir Menshov, 1980), El síndrome asténico (Kira Muratova, 1989), Brat (Alexéi Balabánov. 1997), Sin amor/Loveless (Andrey Zvyagintsev, 2017). En Cine y Pediatría ya hemos hablado de dos películas de este país: La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), toda una elegía antibélica en la que se demuestra que la guerra es capaz de convertir el alma pura de un niño en el alma de un monstruo; y Children 404 (Askold Kurov, Pavel Loparev, 2014), una película documental denuncia frente a la ley que Putin implantó frente a los jóvenes de orientación LGTBI.
Ni que decir tiene que una gran mayoría de las películas destacadas tienen a la guerra como tema de fondo. Y así es también nuestra película de hoy, Sestrenka (Mi hermana pequeña) (Aleksandr Galibin, 2019), que pudiera tener un cierto parecido con la película Anton, su amigo y la revolución rusa (Zaza Urushadze, 2019). Una desde Rusia, la otra desde Ucrania, en el mismo año, y con la guerra de fondo y su mirada desde los niños y niñas que lo viven. Poco tiempo después, en febrero de 2022, ya conocimos que comenzaba la invasión rusa de Ucrania, un conflicto político-militar que aún continúa. Y estas serán unas Navidades en guerra para ambos países y para ambas infancias.
Sestrenka (Mi hermana pequeña) nos traslada al otoño de 1944. En la primera escena, soldados del Ejército Rojo comprueban la destrucción que los nazis han dejado en Ucrania. Y en una casa destruida, entre cadáveres, un soldado encuentra a una niña pequeña escondida y se la lleva con él, porque su madre acaba de ser asesinada. La nieve y el frío asolan el paisaje con una bella fotografía. A continuación se nos traslada a Sairanovo, una pobre y pequeña villa soviética situada en la república de Baskiria. Allí vive Kunbike Khaidarova (Ilgiza Gilmanova), una mujer joven que tiene un hijo de seis años, Yamil (Arslan Krymchurin). Son los años de la Segunda Guerra Mundial y el pequeño echa de menos a su padre, que marchó a la guerra para luchar contra los nazis. La madre se ausenta un tiempo en un viaje a la ciudad y suenan los consejos de la abuela. “Ten mucho cuidado y mira hacia adelante y hacia atrás. Ya sabes que en un viaje largo te alcanzan cuarenta desgracias”. A su regreso la madre viene acompañada de una niña ucraniana de ocho años, Oksana (en ese momento intuimos que es la niña que aparece en la primera escena) y con la orden de su marido de que sea acogida como un miembro más de su familia, como la hermana de Yamil.
Yamil está encantado con su nueva hermana Oksana (Marta Kessler), aunque ésta no habla su mismo idioma y se mantiene callada. Y se asusta porque recuerda la guerra y apenas sale de casa. Mientras tanto, los chicos del pueblo juegan alrededor de la guerra, como cuando van a ver el tren que llega con prisioneros nazis y los atacan como venganza a sus padres, algunos muertos y otros desaparecidos por la guerra. Y llega una carta del padre de Yamil con este texto: “Querido hijo. Mientras yo estoy luchando contra el enemigo, tú eres el único hombre de la casa. Defiende y protege a tu madre, a la abuela y a Oksana. Sé que tu palabra es de fiar como ha de serlo la palabra de un verdadero guerrero. Te saluda desde el Ejército Rojo, Jaidarak Karim”… lo que implica imbuir al niño todo el peso y responsabilidad de una guerra, robándole sin querer su inocencia y su infancia.
De nuevo, un emotivo drama de tono familiar ambientado en la retaguardia rusa durante la Segunda Guerra Mundial y narrado desde el punto de vista de un niño. Porque, desde que Yamil puede recordar, la guerra siempre ha estado ahí y está esperando su final, porque entonces su padre regresará a casa. Y es comprensible entonces la algarabía del pueblo cuando se anuncia el fin de la contienda: “Ya no habrá más tiros ni bombas. Ya no habrá más miedo”, le dice Oksana a su hermano. Y ambos estrenan sus zapatos rojos.
Al final, regresan de la guerra tanto el padre de Oksana como el padre de Yamil, y estos dos hermanos de guerra se separan. Y la esperanza se refleja en ese arco iris final y en las propias palabras de Yamil: “No se va mamá, siempre estará con nosotros”. Porque el vínculo que se crea entre los dos niños trasgrede fronteras, bandos y diferencias entre pueblos. Un vínculo que acabaría con las guerras…Y es el mensaje que nos deja Sestrenka, Mi hermana pequeña, en la que supone la tercera película como director del actor ruso Aleksandr Galibin, que adapta una novela de Mustai Karim. Un relato felizmente optimista pese al tema de fondo, una vez más, la visión de la guerra a través de la infancia.
Son muchas las películas que desde Cine y Pediatría han tratado el tema de la guerra bajo la mirada inocente de la infancia, y algunas están recogidas en dos entradas consecutivas: una referida al holocausto nazi y otra en relación con la Guerra Civil española y su postguerra. Con Sestrenka, Mi hermana pequeña la infancia se convierte, una vez más, en víctima inocente ante la sinrazón de los adultos. Los niños de la guerra, en este caso con un niño ruso y una niña ucraniana. Todo demasiado simbólico para estas fechas y estos tiempos.
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