En español, “evidencia” significa “certeza clara, manifiesta y tan perceptible de una cosa, que nadie racionalmente puede dudar de ella”. Según consta en el Diccionario crítico de dudas inglés-español de medicina, el término inglés “evidence” suele utilizarse para indicar un grado mucho menor de certeza y equivale a lo que nosotros llamamos “indicios”, “signos”, “datos”, “pruebas”, “hechos indicativos” o “datos sugestivos”.
Pese a ello, y en un ejemplo de pereza lingüística ya comentado de forma reiterativa por colegas en diversas notas y cartas al editor de revistas científicas, se ha traducido el término “evidence-based medicine” por “medicina basada en la evidencia”. La “evidence-based medicine” surgió a finales del siglo XX como un paradigma de pensamiento científico para la resolución de los problemas clínicos, cuya pretensión era acercar los datos de la investigación clínica a la práctica médica (nada nuevo, por otro lado). Intenta ofrecer herramientas para afrontar algo mejor los retos de la medicina actual; entre ellos, la existencia de una enorme información científica y en continuo cambio, la exigencia de ofrecer la máxima calidad asistencial y la limitación de recursos destinados a la atención sanitaria. La “evidence-based medicine” intenta resolver, de la mejor forma posible, la ecuación entre “lo deseable, lo posible y lo apropiado” en medicina, una ciencia sembrada de incertidumbre, variabilidad en la práctica clínica y sobrecarga de información. Según esto, no hay nada menos “evidente” que la “medicina basada en la evidencia”, campo en el que siempre intentamos movernos en el rigor científico y la ponderación entre eficacia-seguridad-costes en el triángulo pacientes/sociedad-médico-industria farmacéutica, y con el ético objetivo de intentar ofrecer en sanidad la máxima calidad con la mínima cantidad (de intervenciones) y en el lugar más cercano al paciente. Y para esto, por desgracia, contamos con pocas cosas “evidentes” que no merezcan la reflexión y el análisis.
Pese a ello, y en un ejemplo de pereza lingüística ya comentado de forma reiterativa por colegas en diversas notas y cartas al editor de revistas científicas, se ha traducido el término “evidence-based medicine” por “medicina basada en la evidencia”. La “evidence-based medicine” surgió a finales del siglo XX como un paradigma de pensamiento científico para la resolución de los problemas clínicos, cuya pretensión era acercar los datos de la investigación clínica a la práctica médica (nada nuevo, por otro lado). Intenta ofrecer herramientas para afrontar algo mejor los retos de la medicina actual; entre ellos, la existencia de una enorme información científica y en continuo cambio, la exigencia de ofrecer la máxima calidad asistencial y la limitación de recursos destinados a la atención sanitaria. La “evidence-based medicine” intenta resolver, de la mejor forma posible, la ecuación entre “lo deseable, lo posible y lo apropiado” en medicina, una ciencia sembrada de incertidumbre, variabilidad en la práctica clínica y sobrecarga de información. Según esto, no hay nada menos “evidente” que la “medicina basada en la evidencia”, campo en el que siempre intentamos movernos en el rigor científico y la ponderación entre eficacia-seguridad-costes en el triángulo pacientes/sociedad-médico-industria farmacéutica, y con el ético objetivo de intentar ofrecer en sanidad la máxima calidad con la mínima cantidad (de intervenciones) y en el lugar más cercano al paciente. Y para esto, por desgracia, contamos con pocas cosas “evidentes” que no merezcan la reflexión y el análisis.
Es cierto que se han buscado otras traducciones, pero ya predomina el criterio de frecuencia de uso por la presión del inglés, de forma que la expresión “medicina basada en la evidencia” (y sus siglas: MBE) están en español tan difundidas que son muy pocos los revisores que se atreven a corregirlas. Las traducciones alternativas han tenido poco éxito; quizá la más utilizada sea la de “medicina basada en pruebas científicas”, tal como utilizamos para el nombre de este blog.
No sólo se hace un mal uso (lingüístico) de la “medicina basada en la evidencia”, sino un abuso del término, pues se ha convertido en una moda y se aplica sin mesura como si se tratara de un criterio de calidad per se (como un ISO-2000 de la medicina). Es un término que aparece en casi todas las comunicaciones científicas (fíjaros en ello, no falla); es casi agobiante y, de tanto usar el término, vamos a conseguir que pierda su valor real. Me atrevo a exponer dos consejos: 1) evitemos en lo posible los términos “evidencias” y MBE en nuestras exposiciones; 2) si vamos a utilizarlo, evite el anglicismo y procure otros términos; quizás “pruebas científicas”.
Conozcamos bien las fortalezas y debilidades de la “medicina basada en pruebas científicas”, así como sus amenazas y oportunidades, para utilizarla con racionalidad y criterio. Y, sobre todo, no dejemos que otras instituciones o personas (generalmente con conflictos de intereses) utilicen el nombre de la evidencia en vano.
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