Algunos momentos históricos cruciales en la historia contemporánea han visto su traducción en el cine y ya han ocupado su lugar en “Cine y Pediatría”: así lo hemos referido ya con el holocausto nazi y también con la Guerra Civil Española y su postguerra.
La reciente Guerra de Irak también tiene su hueco en el cine, especialmente en el Hollywood de los últimos 5 años: En el valle de Elah (Paul Haggis, 2007), Red de mentiras (Ridley Scott, 2008), En tierra hostil (Kathryn Bigelow, 2008), The Messenger (Oren Moverman, 2009), Los hombres que miraban fijamente a las cabras (Grant Heslov, 2009), Caza a la espía (Doug Liman, 2010), etc.
Y con esta película de hoy, La vida sin Grace (James C. Strouse, 2007) de nuevo la guerra de Irak y el sentido patriótico como telón de fondo, en una especie de pulso político que se ha generado en el cine norteamericano en torno al conflicto. Pero aquí no se recoge el clima de violencia o de denuncia, ni tampoco se recurre a la textura hiperrealista de anteriores propuestas. Se trata más bien de la aproximación a un hombre que debe aprender a vivir sin la madre de sus hijas, que descubre la distancia que le separaba de las pequeñas y la necesidad de suavizar los modos en la convivencia, y que entiende que el valor también se puede demostrar lejos del campo de batalla.
La vida sin Grace acaba convirtiéndose en una “road movie” de un padre y sus dos hijas, de alguien que se sentía un fracasado profesional y que debe descubrir la relativa importancia que encierran las contingencias de cada día frente al poder del cariño familiar. Porque Stanley Phillips (John Cusack) soñaba con alistarse y hacer carrera en el ejército, sueño que se vio truncado por su miopía. Ahora atiende a los clientes de una tienda de productos del hogar mientras que su mujer es sargento y combate en la guerra de Irak, e intenta encargarse, con más torpeza que acierto, de la educación de sus dos hijas: la adolescente Heidi de 12 años (Shélan O´Keefe) y la niña Dawn de 8 años (Gracie Bednarczyk). Aunque las quiere, es incapaz de asumir un papel más afectivo y las niñas echan mucho de menos a su madre. Mientras soporta su trabajo y se pelea con la paternidad, recibe la noticia de la muerte de su mujer. Él mismo no sabe cómo afrontarlo y se ve incapaz de contárselo a sus hijas. Desesperado por retrasar el momento de decírselo, se embarca con ellas en un viaje improvisado y descabellado por carretera para darles sus últimos momentos de inocencia. Cuanto más se alejan de casa, más se estrecha su relación, pero Stanley sabe que tiene que enfrentarse a la tarea inevitable de volver al hogar, decirles la verdad y cambiar sus vidas para siempre.
La vida sin Grace es puro cine independiente, ópera prima de su director y avalada por el Festival de Sundance (con los Premio del Público y Mejor guión), que nos habla de de extremas soledades y que plantea una crítica soterrada para el espectador (sobre todo el estadounidense): si de verdad merece la pena que tantos hogares queden destrozados por una decisión política altamente discutible. Y lo hace con una película sencilla y tremendamente humana, con un clima dramático afectuoso, punteada por la íntima banda sonora de uno de los grandes del séptimo arte, Clint Eastwood (ver Cine y Pediatría 95 y 96), con una música sencilla para una película sencilla.
La cuestión clave es cómo decir a dos niñas que no volverán a ver a su madre porque ha muerto en la guerra. De ahí que lo fundamental sea la transformación interior que debe experimentar Stanley y el descubrimiento de unas hijas despertando a la vida real, más que el hecho de que éstas sepan lo ocurrido: esa adolescente Heidi que sospecha que algo raro ocurre; esa niña Dawn que juega y sueña con ilusiones largamente esperadas. Y ello se nos muestra en algunas escenas entrañables: como la del supermercado y los primeros agujeros en las orejas de las niñas; cuando el padre llama desde una estación de servicio a su casa, para oír en el contestador con la voz de su mujer y hacer que habla con ella: “Grace, estoy hecho una mierda. No sé cómo hablar con la niñas.. Por favor, dime qué tengo que hacer”; el silencio en el coche, de regreso a casa, tras pasar esos días de aventura, huyendo de la realidad y de enfrentarse a la verdad; y el final al borde del mar… cuando la música (del gran Clint Eastwood) deja paso al dolor de la noticia. Sólo por esa última escena, sólo por ese final… vale la pena esta película.
Una película agradable y sencilla, con sensaciones de pérdida y también de reencuentro, sin especiales pretensiones ni alardes formales, con un veterano (Eastwood) y una novata (O’Keefe) que destacan como lo mejor del film, y un Cusack siempre solvente (en este blog ya le vimos en El niño de Marte - Menno Meyjes, 2007-).
Una película donde el campo de batalla es el propio hogar, ese lugar en el que hay que demostrar la valentía, el coraje, la solidaridad y el amor para con los tuyos. Porque si hay una guerra que ganar en la vida, ésa es la de la familia.
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