Skinheads, término que significa cabeza rapada, es utilizado para denominar a los miembros de un movimiento juvenil originado en Gran Bretaña en los años 1960. Los Skinheads tienen varios subgrupos, pero el más conocido es el de los Skinheads nacionalistas (neonazis y fascistas). Es por ello que hoy en día, generalmente, a los skinheads se les asocia al nazismo, y ya fue (y es) un movimiento que se hizo universal en las sociedades del primer mundo.
El listado de películas sobre este tema es universal, y ya no sólo en Bran Bretaña (La naranja Mecánica de Stanley Kubrick, 1971; Made in Britain de Alan Clarke, 1998; This is England de Shane Meadows, 2007; Neds de Peter Mullan, 2010), sino también Estados Unidos (El Sendero de la Traición de Costa-Gavras, 1988; Semillas de Rencor de John Singleton, 1995; American History X de Tony Kaye, 1998; Pariah de Randolph Kret, 1998; The Believer de Henry Bean, 2001), España (Salvajes de Carlos Molinero, 2001; Diario de un skin de Jacobo Rispa, 2005), Alemania (La Ola de Dennis Gansel, 2008), Australia (Romper Stomper de Geoffrey Wright, 1993), Francia (El Odio de Mathieu Kassovitz, 1995), etc.
Sin embargo, en estos listados suele faltar una película que, por su forma y fondo, debe ocupar un lugar privilegiado: Skin (Hanro Smitsman, 2008). Esta película procede de un país del que casi desconocemos su filmografía: Holanda.
Skin se inspira en una historia real que aconteció en 1983, cuando el hijo de 16 años de un hombre judío severamente traumatizado por la 2ª Guerra Mundial se convirtió en neonazi y mató a un chico de 13 años de descendencia antillana. Pero la película de Hanro Smitsman se ocupa menos del movimiento skinhead neonazi en sí mismo que del recorrido del protagonista hacia el abismo, hacia ese abismo que conocemos por la vida y la ficción y que reconocemos que ningún adolescente debiera transitar.
Skin está narrado a modo de flashback. Al inicio de la película contemplamos a Frankie (inconmensurable Robert de Hook, en una de sus primeras interpretaciones) ya convertido en un neonazi completo: cabeza rapada, tatuaje alusivo a la esvástica en el pecho y... ahora en la cárcel. El resto del film nos desvelará como llegó a esto, mientras se nos muestra el entorno familiar y social de donde proviene Frankie, haciendo aún más inexplicable su posterior desarrollo.
Porque en algún lugar de la Holanda de 1979, Frankie es un rebelde enfadado con el mundo porque ha permitido que su madre esté gravemente enferma y molesto porque su padre, de origen judío, no pueda superar el trauma de su vivencia en un campo de concentración. Buscará huir de diversas maneras de esa realidad que rechaza: la motocicleta, la droga, los grupos de amigos, los conciertos de punks y, finalmente, el movimiento skinhead serán sus válvulas de escape. Su madre muere y su padre, Simon Epstein (un trascendente John Buijsman) no encuentra la manera de acceder a la vida de su hijo adolescente: “Frankie, he reflexionado. Y sé que a veces me odias. Créeme, yo te comprendo, muchacho. Pero ahora que mamá está en el hospital, podrías moderar algo tu desprecio. Tu odio le duele sobremanera”.
Una película repleta de violencia y dolor. La violencia se manifiesta en Frankie, paulatina y progresivamente, desde el momento que ayuda a romper una bicicleta a unos niños, pasando por la escena en el bar del amigo o en la discoteca, hasta culminar con la reyerta final (una escena que culmina con una fría soledad). Y el dolor lo llena casi todo: Frankie sollozando a los pies de su madre en la cama del hospital, Simon llorando durante la liturgia judía en la sinagoga, el sufrimiento enfermizo del padre al entrar de nuevo en una cárcel para visitar a su hijo, el vacío tras anunciarse la muerte de la madre, y esa escena cumbre del entierro, con el dolor de Simon por su doble pérdida (la de su esposa, que ha muerto, y la del hijo, que es acogido en ese momento por el movimiento neonazi).
Pero el gran valor de Skin es la dirección de actores, de forma que la interpretación es tan sentida que es difícil reconocer si estás ante una película de ficción o ante un documental de la realidad. Porque Robert de Hoog interpreta de manera tan convincente a un Frankie que, en su inseguridad y rebeldía, busca continuamente reconocimiento y protección, que no es de extrañar que ganara el premio a mejor actor en el Festival Holandés de Cine. Y porque John Buijsman interpreta de manera tan contenida a ese padre que naufraga a la deriva entre un pasado de judío perseguido por el nazismo a un presente y futuro de ver a su único hijo abducido por los skinheads. Y el colofón de la película es un broche de oro, en esa escena de reencuentro en la cárcel de padre e hijo,… simplemente soberbia.
Skin es un drama que cala hondo en el ánimo y despierta bastantes preguntas que nos acompañarán después del visionado. Sobre todo porque Smitsman es coherente hasta las últimas consecuencias y evita caer en la tentación del "happy end" moralizante. Porque la película termina de manera tan perturbadora como ha comenzado.
Porque así de perturbador es pensar que se puede educar a nuestros jóvenes, en ideas excluyentes, con "cintas blancas" que perturban la que debe ser una visión solidaria y global del mundo. Porque así de perturbador es y ha sido, a lo largo de los siglos, la creencia de considerar que una nación cultural, económica o políticamente fuerte puede dar a la personas esa sensación de pertenencia y de sentirse diferente (cuando no superior), con la peligrosa exclusión de quien no son como ellos.
El nacionalismo es un mal que continúa en nuestra sociedad y que se ceba peligrosamente, a veces teñido de potenciales valores positivos, en los niños, adolescentes y jóvenes de nuestra sociedad. Porque hay una tenue frontera entre el nacionalismo y naZionalismo: sólo hace falta añadirle un poco de crisis social y económica, una dosis de xenofobia y buscar un culpable fuera de la propia responsabilidad a los problemas. Y quien tenga oídos, que oiga...
nice informations, thanks forshare and keep posting and than,,,happy blogging!
ResponderEliminar