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sábado, 13 de abril de 2013

Cine y Pediatría (170) “La niña santa” ni es niña, ni consigue la santidad


Lucrecía Martel ha sido un nombre destacado en el nuevo cien argentino. Dirigió documentales, programas infantiles y cortometrajes antes de debutar en la gran pantalla con su perturbadora ópera prima, La ciénaga (2001), un drama familiar sofocante con un trasfondo tragicómico que narra las vacaciones estivales de una familia de clase media en una casa rural. La ciénaga, premiada en el Festival de Berlín y elogiada en todo el mundo (principalmente por su diseño visual y sonoro), la convirtió en una de las realizadoras más talentosas y prometedoras del país. 

La niña santa (2004) es la esperada segunda película de Lucrecia Martel. Y nos confirma que su directora tiene un modo propio de narración y una manera particular de entender el entorno y concebir climas densos en mundos poco explorados. Nada es de color de rosas en el cine de la realizadora, nada es liviano, nada es simple. Producida por Pedro y Agustín Almodóvar, la nueva obra de Martel, quien también escribió el guión, confirma su capacidad para contar historias en la que no todos los espectadores se encontrarán cómodos. 
Su segunda película resulta de una coherencia absoluta con La ciénaga, casi podría decirse que es una prolongación de aquélla, ya que reitera sus planteamientos, nuevamente autobiográficos: el ámbito cerrado de la sociedad provinciana, el mundo de los jóvenes, los cruces generacionales, la importancia de la atmósfera sobre la anécdota, lo insinuado sobre lo explícito, todo filmado con un altísimo grado de sensualidad. Algunos dirán que insiste en mostrar más de lo mismo, y ese es justamente uno de sus valores. 

La historia se desarrolla en un hotel de Rosario de la Frontera, en la provincia norteña de Salta. Un hotel que será el escenario ideal para el desfile de un trío de personajes principales de la historia, un trío que acabará más conectado de lo que hubieran deseado, unos personajes llenos de matices y atrapados en ambigüedades: 
 - La bella adolescente Amalia (María Alché), en cuyos ojos somos partícipes de las vivencias que se desarrollan. Es alumna de un colegio católico sólo de mujeres, donde recibe fuertes influencias religiosas del centro de secundaria y, entre ellas, la de encontrar una vocación y un camino para servir a Jesús de la mejor manera. Comparte con su íntima amiga Josefina (Julieta Zylberberg) sus inquietudes religiosas, expectantes de la señal que les indicará cuál es su lugar en el plan divino. Una virginal, la otra maliciosa, las dos adolescentes comparten también la iniciación a la vida sexual, la curiosidad y el desasosiego de la pubertad y, cómo no, sus horas muertas. 
- Su madre, Helena (Mercedes Morán, ya vista en La ciénaga), trabajadora del hotel donde vive con su hija Amalia. Divorciada hace años, pero que sigue sin tolerar que su ex marido haya tenido mellizos. 
- Uno de los doctores que asisten al congreso de otorrinolaringología que se desarrolla en el hotel, el doctor Jano (Carlos Belloso), caballero silencioso y formal, pero intrigante. 
Con el transcurso de los días, apreciamos un acercamiento entre el doctor Jano y Helena. Pero un roce de cuerpos y un cruce de miradas provocan también la conexión entre él y Amalia. Y la niña-adolescente lo busca, lo persigue, lo mira e intenta ayudarle, e intentar salvar su alma; porque cuando nuestra protagonista atraviesa ese momento iniciático de la adolescencia femenina, tiene una revelación religiosa: su misión como cristiana es salvar del pecado al hombre que le ha descubierto su propia sexualidad a partir de un encuentro procaz, librar del pecado a ese hombre que está seduciendo a su madre. 
No es casual que el protagonista masculino se llame Jano: el dios de dos caras que mira hacia lados opuestos, en referencia al tema del bien y el mal, el pecado y la salvación, como así también al erotismo y el misticismo. La película comienza con una imagen de pureza absoluta: una catequista joven y virginal entona un cántico religioso en una escena de una belleza sobrecogedora, mientras sus alumnas murmuran acerca del comportamiento sexual de su maestra. Esa dialéctica (y también esa ambigüedad) entre misticismo y erotismo atraviesan toda la historia, que discurre entre la comedia y el melodrama, entre el humor y la tragedia. La propia directora comentó que había algo entre la medicina y la santidad que le interesaba, entre los cuerpos enfermos y los cuerpos sanos, entre las llagas de los estigmas y la idea de pasión. 

Con la historia así planteada, Martel juega con los tiempos narrativos y con la sugestión, genera climas y busca introducirse en las fantasías nunca explicitadas. Y la atmósfera que se construye se percibe siempre incómoda e inquietante, alrededor de figuras abstractas como el mal, la perversión, el tabú, la religión o la soledad. Y el mismo final, lo mejor del film (y que no revelamos), es uno de esos que obligan a quedarse sentado en la butaca unos minutos más de lo frecuente, hasta que los créditos se acaban y entendemos que Martel se supera mostrando la elocuencia del silencio. Ésa es una de las virtudes de la directora: el guiño, la exploración de universos ajenos y la capacidad para hacer suyos los tiempos del relato. Grandes interpretaciones, pero cuya palma se la llevan las dos chicas, que transmiten la compleja psicología de la adolescencia femenina.

 

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