Las películas basadas en hechos reales (biopics) tienen un valor añadido, especialmente si son historias de superación personal. Este es el caso de El último bailarín de Mao (2009), la historia de un famoso bailarín chino (que llegó a ser uno de los mejores bailarines de danza clásica del mundo), Li Cunxin, adaptada de su libro autobiográfico “Mao’s last dancer”. La película adquiere el mismo nombre que el libro y contó para ello con la dirección de Bruce Beresford (especialmente reconocido por su oscarizada Paseando a Miss Daisy) y el experimentado guionista Jan Sardi (a quien debemos el guión de Shine: El resplandor de un genio o El diario de Noa).
La visión de un chino y la revisión de dos australianos nos dejan una película con críticas para todos los gustos, pero en la que destacamos dos partes bien definidas: la primera parte nos remite a continuos flashbacks a la infancia de Cunxin y la segunda más centrada en la denuncia política y reflexión personal.
El último bailarín de Mao cuenta cómo, en plena Revolución Cultural China, Cunxin fue uno de los 40 niños elegidos por el Estado para ser convertido en bailarín. Y es así como tuvo que abandonar a los 11 años de edad a su familia, campesinos que vivían en una aldea, y trasladarse a estudiar a la Academia Oficial de Danza de Pekín. Corría el año 1972 y se vivía la última etapa de la época de Mao Tse Tung en China. Los inicios en la escuela fueron duros, pues fue catalogado de debilucho (“Llorar es señal de debilidad” le dice un guardián) y vive en primera línea cómo el arte es sometido a los principios del partido único, por lo que se depura a toda persona que no esté de acuerdo con el régimen comunista (incluido a su maestro de baile). Una infancia programada en pos del éxito, donde el estado somete al individuo y a su familia, sin respeto a ninguno de los principios fundamentales de la ética.
Posteriormente, en el año 1981, Cunxin (Chi Cao en el papel de adulto, un bailarín reconocido y elegido por el propio Cunxin) es descubierto por una comisión americana que le proporciona una estancia becada de tres meses en el Ballet de Houston para su formación a las órdenes del famoso coreógrafo de ballet, Bob Stevenson (Bruce Greenwood). El amor y su arte harán que desee quedarse para siempre en ese país, pero para ello tendrá que sufrir grandes contrariedades (aclamado al principio como un héroe de la China comunista, acabó siendo acusado de traición) y temer por su familia que permanece en China. Cunxin al fin triunfa como bailarín, con el siempre vivo dilema entre Oriente y Occidente, y, con el cambio de régimen chino, incluso puede recuperar a sus padres.
Arte, danza, libertad, el precio del éxito y el valor del triunfo personal son las claves de esta película que dibuja la Revolución Cultural china y la injerencia maoísta en el ámbito familiar. Una película que se manifiesta como una mezcla de otras películas con estos valores como protagonistas, como es el caso de Noches de sol (Taylor Hackford, 1984), Together (Chen Kaige, 2002) o Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000).
En esta enésima historia intercultural de superación, destacamos dos aspectos fundamentales, esencia de los valores El último bailarín de Mao: las escenas de la infancia y las escenas del baile. Ambas se conjugan en las palabras del protagonista real, el propio Li Cunxin: “El entrenamiento era cruel y muy difícil, pero era fantástico. Al principio lo odiaba, pero luego fui consciente de que no habría alcanzado un nivel tan alto si no fuera bajo esas condiciones”, reflexiona el bailarín, que ahora vive en Australia con su mujer y sus dos hijas.
La película, que es crítica con la irracionalidad del comunismo maoísta, presenta también una cierta crítica moral a los defectos del capitalismo (“Mi padre gana 50 dólares al año. Y tú te has gastado 500 dólares en ropa para mí en un día”, le dice Cunxin a Bob Stevenson). Pero lo que el film pone por encima de la bipolaridad comunismo-capitalismo es el arte como lenguaje universal, la belleza como territorio común y la infancia y familia como tesoro a respetar.
Y la historia se repite, en otros países y en otras disciplinas. Y la pregunta subyace: ¿se puede sacrificar la infancia y la familia en busca del éxito –un éxito que se alcanza pocas veces- a tan temprana edad de un niño o niña? Y hablamos de deportistas de alto rendimiento, de estrellas efímeras de la televisión o del cine, de niños prodigio de la música o del ajedrez, etc. Porque cuando la competitividad se traslada al mundo infantil se atraviesa una difícil barrera que puede conllevar mucha infelicidad. Y, si esa competitividad concurre en niños con especial talento, superdotado o niño prodigio, acaba convirtiéndose en un verdadero dilema para la familia, incluso un problema ético.
Y como ya reflexionamos al hablar de Pequeña Miss Shunsine (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), programar la infancia en busca del éxito puede darnos algún niño estrella, pero muchos niños estrellados.
Y nadie tiene derecho a programar la vida de un niño…, y mucho menos si esa programación viene determinada por los gobiernos o estados.
1 comentario:
Sin duda todos de alguna forma somos el resultado de un proyecto, de quien nos cuidó antes adquirir las habilidades que nos permiten orientar nuestras vidas. Algo realmente doloroso es que un niño no pueda encontrar un sentido para su propia vida. Creo que aún la humanidad no está todo lo consciente que debiera de la tragedia que un niño la esperanza de un futuro con paz,felicidad y amor implica para la especie.
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