“No sé cómo ha podido pasar, cómo ha podido ocurrir. He intentado intervenir, pero, de todas maneras, ¿habría podido hacer algo?”. Así comienza esta película con un hombre en la puerta de su casa y una ambulancia y la policía frente a ella. Fundido en negro y, tras los créditos iniciales, una madre y un hijo adolescente bailan al ritmo de un cha cha chá con el sonido de una melódica canción en francés…
Este es el inicio de una gran película, coproducción de Bélgica y Francia: Mi hijo (Mon fils à moi en su idioma original, con capacidad de transmitir mejor el trasfondo de la cuestión), dirigida por el francés Martial Fougeron en 2006, toda una obra de arte para alguien que sólo ha dirigido otro largometraje, casi desconocido, Oranges et pamplemousses (1997), si bien es un autor curtido en el teatro y que, en esta obra, nos enseña su garra y señas de identidad.
Mi hijo nos habla de una familia francesa de clase media que vive en una población de provincias: el padre (Olivier Gourmet) es profesor universitario, la madre (Nathalie Baye) se ocupa con detalle de las labores domésticas, la hija mayor Suzanne (Marie Kremer) va a entrar en la universidad y el hijo pequeño de 12 años, Julien (Victor Sévaux, elegido entre más de 500 candidatos y esencial en la historia), estudia en el instituto. La aparente normalidad de esta familia se resquebraja en nuestra presencia al constarse que la madre mantiene con Julien una ambigua relación de posesión amorosa que resulta asfixiante y, con el tiempo, insoportable para el hijo.
La historia es sencilla, pero la dirección e interpretación la convierten en toda una lección de credibilidad y mesura, para convertir la aparente normalidad de esta familia en una situación incómoda, casi terrible. Y Fougeron narra con pulso firme, con estilete de cirujano, una dura historia de pasión y posesión, repleta de chantajes emocionales (“¿Y tú qué prefieres?, ¿qué es más importante para ti? ¿El fútbol con los amigos o la piscina con tu madre?” o “Estoy bien contigo” son algunas declaraciones que la madre dice a su hijo.). Esta forma de contar la historia le permitió ganar la Concha de Oro del Festival de San Sebastián a Mejor Película (un premio acogido con disparidad de opiniones, agravado porque fue una Concha ex aequo con otra película, Media luna de Bahman Gobadi, que tampoco gustó a todos por igual) y, menos discutida, la Concha de Plata para Natalie Baye por su escalofriante interpretación (que nos hace recordar otra escalofriante interpretación de otra actriz francesa en el año 2001: Isabelle Huppert en La pianista de Michael Haneke).
Y esta historia entre madre e hijo sucede ante los ojos de la familia. El padre tiene una presencia silenciosa, siempre distante de todos, enfocado en su trabajo (y sus ocios no compartidos), y sin la capacidad para disentir con su esposa y acompañar a Julien. La hija mayor es quien está más cerca de su hermano y quien alerta a los demás de lo que está ocurriendo (“Está claro, no ver nada es muy práctico” le dice la hija al padre), pero no logra su objetivo y tiene que dejarle solo, al trasladarse a residir en un campus universitario. La única persona que tiene una relación cálida y sensible es su abuela materna (Emmanuelle Riva), que también sabe lo que sucede, y lo apoya con sus regalos y con sus clases de piano.
Y es así, como su casa se convierte en su prisión, y cómo van apareciendo los signos de la infelicidad y del desequilibrio emocional: tristeza, soledad, mutismo, apatía, falta de apetito, insomnio, etc.
Algunas escenas merecen toda una disección (cuando la madre sospecha por una carta que su hijo tiene una novia, las horas de Julien castigado delante del plato por no comer con apetito, etc.), pero dos merecen un punto y aparte por su crueldad emocional. Cuando Julien regala a su madre la caja de chocolates que había comprado para su novia Alice o la violenta situación que se desencadena cuando descubren que Julien se ha escapado de noche a una fiesta, y aparece lo peor de cada uno: la violencia de la madre, la debilidad extrema del padre (“Sabe que hago todo lo que puedo. Él también tiene que hacer un esfuerzo”, se defiende el padre ante la recriminación de la hija) y los temores de la hermana (quien, sin duda, no es la elegida de la madre).
Mi hijo nos habla de una relación que se transforma en un caso especial de maltrato infantil, maltrato especialmente psicológico y, en algún momento, también físico (y provocado por la rabia), producto de la conflictiva psicología de una madre y la reacción defensiva y desesperada del hijo. En este caso, se puede hablar de un incesto virtual, producto de una madre que no tiene una buena relación con su marido y la canaliza a través de su hijo, una relación que, en ningún caso, llega a los extremos de la relación madre-hijo de La Luna (Bernardo Bertolucci, 1979).
No debemos confundir esta película con otra película que, bajo un título parecido, dirigieron los hermanos belgas Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne: El Hijo (2002) y que tiene una continuidad posterior, por su temática social y de denuncia, con El Niño (2005).
Sea como sea, esta película nos debería hacer reflexionar sobre las distintas maneras de maltrato infantil, por defecto o por exceso, físicas o psicológicas, en el hogar o en la escuela, por la familia o por la sociedad. En la película de hoy quizás sea aplicable el poema del libanés Kalil Gibran, un poema que debiera conocer esta madre de nuestra película de hoy y, posiblemente, algunas otras madres (y padres) en la vida real.
“Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos, pues,
ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas, porque ellas
viven en la casa de mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerlos
semejantes a ti
porque la vida no retrocede
ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero
sea para la felicidad
Pues aunque Él ama
la flecha que vuela,
ama de igual modo al arco estable”.
Sea como sea, esta película nos debería hacer reflexionar sobre las distintas maneras de maltrato infantil, por defecto o por exceso, físicas o psicológicas, en el hogar o en la escuela, por la familia o por la sociedad. En la película de hoy quizás sea aplicable el poema del libanés Kalil Gibran, un poema que debiera conocer esta madre de nuestra película de hoy y, posiblemente, algunas otras madres (y padres) en la vida real.
“Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos, pues,
ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas, porque ellas
viven en la casa de mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerlos
semejantes a ti
porque la vida no retrocede
ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero
sea para la felicidad
Pues aunque Él ama
la flecha que vuela,
ama de igual modo al arco estable”.
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