Una granja, un hombre dando vueltas alrededor de un cerdo y tres niños pequeños próximos. Así comienza esta película y comienza con el rito de la matanza de un cerdo, sin concesiones a la galería y con los cinco sentidos: la vista de la sangre brotando a chorro del cuello, el ruido ensordecedor del animal, el olor de la piel chamuscada por el fuego, el gusto de ser testigos de algo impropio de esa edad en otro contexto y el tacto de sentirlo todo en primera fila. Y entre eso tres niños se encuentra Nana, quien con 4 años, es espectadora directa del rito de la matanza de un cerdo en un pueblo, algo que yo viví a su misma edad y no olvido.
Seis intensos minutos de la película Nana, ópera prima de la francesa Valérie Massadian (2011), que parece todo un homenaje a un comienzo similar de película en El video de Benny, mordaz obra del austriaco Michael Haneke (1992), un autor siempre polémico que no busca la adhesión emotiva, sino la adhesión cerebral. Pero mientras la obra de Haneke lleva a su adolescente protagonista a la violencia, la obra de Massadian nos presenta una mirada desnuda y sin artificios de una pequeña caperucita que vive en el bosque con una madre distante y que nos plantea un lenguaje de infante manteniendo el pulso de la vida de un adulto.
Nana es una película casi sin guión y sin escenarios (pequeñas habitaciones de la casa solitaria e inmensos árboles del bosque anexo), una canción que no suena (la musicalidad proviene de la naturaleza), una historia sin principio ni fin (sobre la naturaleza humana), con pocos protagonistas, pues aunque aparece la madre, el padre y el abuelo, es Nana (espectacular espontaneidad de Kelyna Lecomte, siempre con sus botas de agua de color rosa) la única protagonista en los 68 minutos de metraje. Nana es un experimento fílmico, no para todos los paladares, que nos devuelve la visión más simple, espontanea y natural de la infancia.
Nana vive en el campo, en una casa vieja casa y aislada en algún lugar profundo y frondoso, en un espacio libre y luminoso rodeado de naturaleza, en el que ella y su madre tienen una rutina en la que crecer juntas… y compartir juegos. Pero un día Nana se queda sola y el miedo no aparece en ningún momento. Y la cámara sigue a la niña en sus actividades cotidianas (algunas simbólicas), en soledad: vestirse, comer, hacer la cama, ducharse, pasear y descubrir el bosque, recoger leña o un conejo muerto por la trampa del cazador, jugar, intentar leer o escribir, preguntarse con su voraz curiosidad, ver con esos ojos de inocencia,… Ella, sus silencios y el sonido de la naturaleza. Simplicidad en el cine…, simplicidad de la infancia en la complejidad de la vida.
Porque la cámara sigue a la niña y la niña hipnotiza con su belleza, inocencia y fragilidad al espectador. Largos planos fijos con la cotidianidad de una niña y su vida…que producen ternura y abren un camino de pureza que sólo ella puede vivir, algo que también vivimos en una lejana infancia y ni siquiera recordamos. La pequeña Nana no afronta, sigue con su vida como ha aprendido de los demás. Y ella se enfrenta a la individualidad donde el silencio tiene todo tipo de matices, sólo roto cuando la niña diserta en su propio idioma.
Valérie Massadian, como directora (aprendiz de Michael Haeneke o de Andrei Tarkowsky), y Kelyna Lecomte, como niña protagonista (que no actriz), nos regalan esta comunión perfecta entre una cámara quieta y contemplativa y una niña autosuficiente y salvaje, creando un cuento casi antropológico donde prima el instinto y toda la rudeza de la situación se ablanda en los ojos de la niña. De hecho la directora, en su "Carta a Kelyna" le dice: "esta película existe porque tú habitas donde yo me siento fuerte, en un pequeño pueblo donde la tierra se nos mete en las uñas y los hombres todavía se paran a mirar" y nos comenta "De la misma manera que no he impuesto ningún gesto, ni ninguna palabra a mi actriz, no puedo imponer un relato único al espectador. En cada proyección la gente construye una historia, y me siento orgullosa. Aunque mantenga en secreto mi relato, y Kelyna también, las dos o tres lecturas que hace la gente van siempre en buena dirección”.
Nana es un cuento mágico y cruel, pues una tarde la niña, cuando vuelve del colegio, descubre la soledad de su hogar y tendrá que desenvolverse sola, explorando su temprana libertad mientras se adueña de su mundo. Porque Nana es el retrato de una niña y el seguimiento de su primer descubrimiento del mundo, en ese mundo que es la naturaleza y en una película que dispone un tono iniciático y que utiliza el bosque como espacio de indeterminación y de maduración, tal y como ocurre también en el cuento de Caperucita. Y en los espacios insondables del bosque, la cámara muestra un brusco tránsito en el ecuador del film, que marca casi una escisión del metraje en dos mitades: si al comienzo, el descubrimiento del mundo es compartido con sus familiares, la segunda parte de la película se focaliza íntegramente en la niña, y con la cámara siempre a su nivel, accedemos a su visión del mundo.
Porque Nana sustituye corazones de animales por corazones humanos, como en el cuento que le lee su madre y que le permite sumergirse en la literatura infantil.
Una película donde menos es más, y culmina con ese peculiar final: el padre y Nana cierran la casa solitaria del campo y se alejan en el bosque con los pocos enseres de la niña. Y fundido en negro...
No hay comentarios:
Publicar un comentario