El caso de Ladislao Vajda es muy especial en el mundo del cine. Este director nacido en Budapest se introdujo en el séptimo arte en contra de todo y de todos, ascendió desde abajo (electricista, auxiliar de montaje, segundo operador, ayudante de dirección y director) y es el prototipo de cineasta itinerante. Su obra cinematográfica fue producida en ocho países tan distintos como Gran Bretaña, Hungría, Francia, Italia, España, Portugal, Alemania y Suiza. Pero es en España donde realizará el grueso de su filmografía y gran parte de sus mejores obras, especialmente cuando se vincula a Producciones Chamartín y a uno de los conocidos como niños prodigio del cine español, Pablito Calvo.
La unión entre Ladilaslao Vajda y Pablito Calvo se prolonga durante tres años y tres películas, con enorme éxito de público: Marcelino pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). Tres éxitos que hicieron de Pablito Calvo una estrella en la década de los cincuenta (estrellato compartido con Joselito), pero lo cierto es que se convirtió en uno de los múltiples actores prodigio que no pudieron superar con éxito la barrera de la adolescencia en la pantalla, por lo que optó por la retirada.
- Marcelino pan y vino es una de esas obras de nuestra infancia y en nuestro recuerdo, una película española que traspasó fronteras y logró premios en aquella época, además de ser una de las más taquilleras de la postguerra en nuestro país. Marcelino (Pablito Calvo, con tan solo 5 años) es un niño abandonado a las puertas de un convento y pasa a ser educado por los frailes. En sus juegos de niño se inventa a un compañero imaginario, Manuel, y llega a entablar una amistosa relación con el mismísimo Jesucristo. Se convierte así en una historia amable y emotiva que se aleja de las típicas películas religiosas con moralina y en la que destaca el encanto de personaje central y el trabajo de fotografía.
- Mi tío Jacinto cuenta la relación entre Jacinto, antiguo torero fracasado y venido a menos, más amigo del alcohol de lo deseable, y su huérfano sobrino de 7 años, Pepote (Pablito Calvo). Ambos se cuidan y utilizan el ingenio para sobrevivir a la indigencia en que viven en esa zona de chabolas de las afueras de Madrid. Pepote adora a su tío, quien un día recibe la oferta de torear en una charlotada en Las Ventas. Conseguir el dinero para alquilar el traje de luces que le permita torear se constituye en el nudo argumental de la película. Finalmente lo consigue y llega a la plaza de toros con el deseo de triunfar y lucirse ante su sobrino, pero la lluvia arruina su actuación. Jacinto sale derrotado de la plaza y con el pesar de ver la decepción en la cara de Pepote, pero la fortuna hace que el niño fuera expulsado del coso al empezar su faena y no presenció su fracaso. Por ello, Jacinto le miente diciendo que todo fue muy bien y le narra supuestas hazañas, mientras regresan a casa entre risas.
- Un Ángel pasó por Brooklyn es una comedia con tintes sobrenaturales, al más puro estilo de Frank Capra, en donde un antipático e inmisericorde administrador de fincas (Peter Ustinov) se verá condenado a vivir como un perro hasta que consiga ganarse el cariño de alguien, y este cariño lo consigue en un simpático niño llamado Filipo (Pablito Calvo).
Tres películas españolas de Ladislao Vajda con sabor a infancia en blanco y negro, con la esencia de Pablito Calvo. Pero es un años después, en 1958, cuando filma la que podemos considerar su obra maestra, una película coproducida con Suiza, filmada allí y con un reparto de actores alemanes. Hablamos de El cebo, una alarde de guión y de fotografía en blanco y negro, una película que gana en cada visionado, una película que nos transporta al mejor Fritz Lang (M, El vampiro de Düsseldorf, 1931) y al mejor Charles Laughton (La noche del cazador, 1955), al más puro expresionismo que nos regala el cine en blanco y negro.
Un guión que rompe con los esquemas, porque es una película de suspense en que el detonante aparece a los tres minutos de comenzar: “Señor Mattei, ha ocurrido algo terrible. He encontrado a una niña muerta, he tropezado con el cadáver”. Una película clásica en tres actos:
- En el primer acto, descubrimos a una niña asesinada en un bosque, en un pacífico cantón suizo. Un falso culpable que se ahorca. Un inspector de policía, Matthäi (Heinz Rühmann), que no se resigna a aceptar la supuesta autoría del crimen y decide seguir indagando. Y en la escuela lo explica así a los niños: "Un hombre, un hombre malo ha matado a la pobre Greta. Hay hombres así de malos. Atraen a los niños a un escondite, a un bosque, a un sótano o a un coche. Siempre buscan lugares escondidos. Y, a veces un hombre así hace tanto daño a una niña que la niña muere. Eso es lo que le ha pasado a la Greta. Hay que encerrar a los hombres que hacen cosas tan malas. Preguntaréis porque no les encerramos antes de que cometan esos crímenes. Pues no podemos hacerlo porque no hay forma ninguna de reconocerlos. No se les nota en nada, pero hay un modo de evitarlo. Nunca habléis con un desconocido, no vayáis con nadie que no conozcáis".
-En el segundo acto, una idea hace tambalear los propios pilares morales del inspector Matthäi, pero que parece la única forma de atrapar al asesino, y que origina el título de esta película: atraer al psicópata a una trampa, poniendo a una niña como cebo y arriesgando la vida de ésta. Compra una gasolinera y en ella logra convencer a una madre soltera (María Rosa Salgado, la única actriz española en el reparto) que trabaje para él y que venga a vivir con su pequeña hija Annemarie (Anita von Ow), el cebo perfecto para el asesino de niñas.
- Y en el tercer acto se consigue destapar la figura de Schrott (Gert Fröbe, que todos recordaremos por ser posteriormente el malvado Godlfinger de la película homónima de la serie James Bond), ese asesino pederasta que vive con una madre castradora (Berta Drews), y que se acerca a las niñas con chocolatinas y con marionetas.
En esta pequeña obra maestra, Vajda juega continuamente con la búsqueda del contrapunto, de la antítesis, de las oposiciones. Y evita el horror directo y gratuito, no a través de lo que ve, sino de lo que no se puede ver. Y consigue que sea más efectivo, como la inolvidable imagen del alarido de la madre fuera de campo cuando se le informa de la muerte de su hija, un dolor extrapolable y arquetípico; o la cara de la muerte, no con la presencia de los cadáveres (de la niña, del viejo ahorcado), sino con la reacción que suscita en los personajes de alrededor; o ese bosque, tantas veces amenazante para la infancia (donde Hanzel y Gretel encontraron a la bruja, donde el cazador busca el corazón de Blancanieves, donde Caperucita se encuentra con el lobo), pero ahora también a la luz del día (porque es significativo que todas las escenas de tensión, a diferencia de lo que ocurre generalmente en este género, ocurran a la luz del día); o esa historia de pederastia y horror contada como un cuento propio del mundo infantil (donde la niña Annemarie es Caperucita, el inspector Matthäi es el cazador y Schrott es el lobo o el ogro que viene de la ciudad para hacer magia en el bosque y atraer a las niñas).
El cebo es una obra en la que prima la trama, no los personajes, que más bien son arquetipos. Fernando Savater considera esta película entre la media docena de obras maestras que ha dado al cine el hoy tan sobado subgénero de los filmes con serial-killer, cuya lista encabeza M. El vampiro de Düsseldorf y que cierra por el momento El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1990). Porque las grandes obras, tanto literarias como artísticas que sobreviven al paso del tiempo, lo consiguen porque están, de alguna manera, despegadas de su época, con la potestad de calar hondamente en sociedades distintas y en otros tiempos. Películas que no se marchitan con los años y que siguen manteniendo la emoción, visionado a visionado. Algo así le ocurre a El cebo.
Porque Ladislao Vajda es uno de esos directores que está siendo rehabilitado por la crítica y nosotros nos sumamos a ello, en esta ocasión mostrando su visión de la infancia en blanco y negro.
La unión entre Ladilaslao Vajda y Pablito Calvo se prolonga durante tres años y tres películas, con enorme éxito de público: Marcelino pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). Tres éxitos que hicieron de Pablito Calvo una estrella en la década de los cincuenta (estrellato compartido con Joselito), pero lo cierto es que se convirtió en uno de los múltiples actores prodigio que no pudieron superar con éxito la barrera de la adolescencia en la pantalla, por lo que optó por la retirada.
- Marcelino pan y vino es una de esas obras de nuestra infancia y en nuestro recuerdo, una película española que traspasó fronteras y logró premios en aquella época, además de ser una de las más taquilleras de la postguerra en nuestro país. Marcelino (Pablito Calvo, con tan solo 5 años) es un niño abandonado a las puertas de un convento y pasa a ser educado por los frailes. En sus juegos de niño se inventa a un compañero imaginario, Manuel, y llega a entablar una amistosa relación con el mismísimo Jesucristo. Se convierte así en una historia amable y emotiva que se aleja de las típicas películas religiosas con moralina y en la que destaca el encanto de personaje central y el trabajo de fotografía.
- Mi tío Jacinto cuenta la relación entre Jacinto, antiguo torero fracasado y venido a menos, más amigo del alcohol de lo deseable, y su huérfano sobrino de 7 años, Pepote (Pablito Calvo). Ambos se cuidan y utilizan el ingenio para sobrevivir a la indigencia en que viven en esa zona de chabolas de las afueras de Madrid. Pepote adora a su tío, quien un día recibe la oferta de torear en una charlotada en Las Ventas. Conseguir el dinero para alquilar el traje de luces que le permita torear se constituye en el nudo argumental de la película. Finalmente lo consigue y llega a la plaza de toros con el deseo de triunfar y lucirse ante su sobrino, pero la lluvia arruina su actuación. Jacinto sale derrotado de la plaza y con el pesar de ver la decepción en la cara de Pepote, pero la fortuna hace que el niño fuera expulsado del coso al empezar su faena y no presenció su fracaso. Por ello, Jacinto le miente diciendo que todo fue muy bien y le narra supuestas hazañas, mientras regresan a casa entre risas.
- Un Ángel pasó por Brooklyn es una comedia con tintes sobrenaturales, al más puro estilo de Frank Capra, en donde un antipático e inmisericorde administrador de fincas (Peter Ustinov) se verá condenado a vivir como un perro hasta que consiga ganarse el cariño de alguien, y este cariño lo consigue en un simpático niño llamado Filipo (Pablito Calvo).
Tres películas españolas de Ladislao Vajda con sabor a infancia en blanco y negro, con la esencia de Pablito Calvo. Pero es un años después, en 1958, cuando filma la que podemos considerar su obra maestra, una película coproducida con Suiza, filmada allí y con un reparto de actores alemanes. Hablamos de El cebo, una alarde de guión y de fotografía en blanco y negro, una película que gana en cada visionado, una película que nos transporta al mejor Fritz Lang (M, El vampiro de Düsseldorf, 1931) y al mejor Charles Laughton (La noche del cazador, 1955), al más puro expresionismo que nos regala el cine en blanco y negro.
Un guión que rompe con los esquemas, porque es una película de suspense en que el detonante aparece a los tres minutos de comenzar: “Señor Mattei, ha ocurrido algo terrible. He encontrado a una niña muerta, he tropezado con el cadáver”. Una película clásica en tres actos:
- En el primer acto, descubrimos a una niña asesinada en un bosque, en un pacífico cantón suizo. Un falso culpable que se ahorca. Un inspector de policía, Matthäi (Heinz Rühmann), que no se resigna a aceptar la supuesta autoría del crimen y decide seguir indagando. Y en la escuela lo explica así a los niños: "Un hombre, un hombre malo ha matado a la pobre Greta. Hay hombres así de malos. Atraen a los niños a un escondite, a un bosque, a un sótano o a un coche. Siempre buscan lugares escondidos. Y, a veces un hombre así hace tanto daño a una niña que la niña muere. Eso es lo que le ha pasado a la Greta. Hay que encerrar a los hombres que hacen cosas tan malas. Preguntaréis porque no les encerramos antes de que cometan esos crímenes. Pues no podemos hacerlo porque no hay forma ninguna de reconocerlos. No se les nota en nada, pero hay un modo de evitarlo. Nunca habléis con un desconocido, no vayáis con nadie que no conozcáis".
-En el segundo acto, una idea hace tambalear los propios pilares morales del inspector Matthäi, pero que parece la única forma de atrapar al asesino, y que origina el título de esta película: atraer al psicópata a una trampa, poniendo a una niña como cebo y arriesgando la vida de ésta. Compra una gasolinera y en ella logra convencer a una madre soltera (María Rosa Salgado, la única actriz española en el reparto) que trabaje para él y que venga a vivir con su pequeña hija Annemarie (Anita von Ow), el cebo perfecto para el asesino de niñas.
- Y en el tercer acto se consigue destapar la figura de Schrott (Gert Fröbe, que todos recordaremos por ser posteriormente el malvado Godlfinger de la película homónima de la serie James Bond), ese asesino pederasta que vive con una madre castradora (Berta Drews), y que se acerca a las niñas con chocolatinas y con marionetas.
En esta pequeña obra maestra, Vajda juega continuamente con la búsqueda del contrapunto, de la antítesis, de las oposiciones. Y evita el horror directo y gratuito, no a través de lo que ve, sino de lo que no se puede ver. Y consigue que sea más efectivo, como la inolvidable imagen del alarido de la madre fuera de campo cuando se le informa de la muerte de su hija, un dolor extrapolable y arquetípico; o la cara de la muerte, no con la presencia de los cadáveres (de la niña, del viejo ahorcado), sino con la reacción que suscita en los personajes de alrededor; o ese bosque, tantas veces amenazante para la infancia (donde Hanzel y Gretel encontraron a la bruja, donde el cazador busca el corazón de Blancanieves, donde Caperucita se encuentra con el lobo), pero ahora también a la luz del día (porque es significativo que todas las escenas de tensión, a diferencia de lo que ocurre generalmente en este género, ocurran a la luz del día); o esa historia de pederastia y horror contada como un cuento propio del mundo infantil (donde la niña Annemarie es Caperucita, el inspector Matthäi es el cazador y Schrott es el lobo o el ogro que viene de la ciudad para hacer magia en el bosque y atraer a las niñas).
El cebo es una obra en la que prima la trama, no los personajes, que más bien son arquetipos. Fernando Savater considera esta película entre la media docena de obras maestras que ha dado al cine el hoy tan sobado subgénero de los filmes con serial-killer, cuya lista encabeza M. El vampiro de Düsseldorf y que cierra por el momento El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1990). Porque las grandes obras, tanto literarias como artísticas que sobreviven al paso del tiempo, lo consiguen porque están, de alguna manera, despegadas de su época, con la potestad de calar hondamente en sociedades distintas y en otros tiempos. Películas que no se marchitan con los años y que siguen manteniendo la emoción, visionado a visionado. Algo así le ocurre a El cebo.
Porque Ladislao Vajda es uno de esos directores que está siendo rehabilitado por la crítica y nosotros nos sumamos a ello, en esta ocasión mostrando su visión de la infancia en blanco y negro.