Ya es Hirozaku Kore-eda por méritos propios uno de los directores actuales japoneses de mayor éxito. Y a este director venido de oriente le pasa como hace una década al coreano Kim Ki-duk: que cada obra que estrena, y lo hace con frecuencia, es un éxito de crítica y público en occidente. Y, además, es ya por frecuencia y temática el director por antonomasia de Cine y Pediatría: cinco películas en su haber para este foro, tres obras ya comentadas, también la de hoy y otra pendiente.
La primer película de Kore-eda que comentamos fue Kiseki/Milagro (2011), ese milagro del reencuentro familiar de dos hermanos que viven separados, uno con la madre y otro con el padre, y que nos acerca a la indisolubilidad espiritual de la familia.
Luego vino De tal padre, tal hijo (2013) y que nos enfrentaba a dos preguntas: ¿quién es nuestro verdadero hijo… alguien con el que pasamos todo nuestro tiempo o alguien con el que compartimos la sangre?, o lo que es lo mismo ¿qué es más importante, la genética o la educación, nature or nurture?
Y recientemente comentamos su penúltima obra, bajo el título de Nuestra hermana pequeña (2015), una profunda reflexión sobre cómo madurar sin la figura de los padres, y hacerlo en un hogar que es un espacio de supervivencia libre de resentimientos.
Como vemos, es Hirozaku Kore-eda un director enamorado de la familia y de su repercusión en los hijos, con la familia y la infancia como campo de exploración y aprendizaje sentimental. Y así lo hace de nuevo con su última película, Después de la tormenta (2016), que hoy nos reúne, y como también lo hizo en una de sus primeras cintas, aquella con la que fue conocido en el séptimo arte y que le dio pasaporte a la fama, Nadie sabe (2004), na película definida como un brutal relato de supervivencia contado a vista de niño, y sobre la que profundizaremos en breve para cerrar esta pentalogía tan especial.
Y aquí llega el mejor Hirozaku Kore-eda en Después de la tormenta con la responsabilidad de la paternidad, el valor de la familia, y el peso de los abuelos en la familia y el peso sobre los hijos de la familia, temas gravitatorios para su particular tifón y su posterior calma. La familia, ese infinito y delicado ecosistema producto de relaciones entre abuelos, padres e hijos (y también tíos y primos). Porque en sucesiva entrevistas ya nos deja claro el director que muchos de estos temas proceden de la propia experiencia (su padre pasaba mucho tiempo fuera de casa y no le prestó excesiva atención en la infancia, lo que le ocasionó un acusado miedo al abandono), aunque también recoja el testigo de cineastas de su país que supieron encontrar en la familia el germen de múltiples historias posibles, no por comunes menos conmovedoras, como Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu, 1953) o de entornos cercanos como El camino a casa (Zhan Yimou, 1999).
La película comienza con el aviso del tifón número 23 del año en la isla. Una abuela y su hija hablan de dos figuras ausentes: el abuelo difunto y el hermano recientemente divorciado, dos figuras de fracaso masculino en sus entornos familiares. Es tal así que la abuela (excepcional Kilin Kiki, en su mejor interpretación tras Una pastelería en Tokio - Naomi Kawase, 2015) reconoce sentirse feliz de haberse quedado viuda y le dice a su hija: "Tener más amigas a mi edad significa ir a más entierros". Y a partir de ese momento la película tiene dos marcadas partes, casi simétricas en duración de casi 2 horas: una de presentación de todos los personajes de la familia y otra (pletórica) centrada en el pequeño apartamento durante una noche en la que transcurre el tifón. Una colisión de dos tormentas, la meteorológica y la familiar, difícil cometido solventado con ingenio a través de un buen guión y una buena dirección de actores.
En la primera parte la historia se centra en el hijo y hermano, Ryota (Hiroshi Abe, visto en Kiseki/Milagro), un escritor venido a menos (realmente solo escribió una obra, por titula "La silla vacía") que se gana la vida como detective privado algo corrupto para sacar un dinero extra para intentar llegar a final de mes y aún así no lo consigue, pues el juego y las apuestas pueden más que él. Intenta ocultar su fracaso de vida ante su bella ex mujer Kyoko (Yoko Maki, vista en De tal palo, tal hijo), su hijo de 11 años Shingo (al que no le da para pagar la pensión alimenticia), ante su hermana (con la que tiene una relación tórpida y que le echa en cara que no utilice los recuerdos familiares en sus escritos, pues "los recuerdos de nuestra familia son de todos, no te pertenecen") y ante su madre (a la que intenta robarle dinero). Su madre le dice "Mentir se te da fatal. No te pareces a tu padre". Y él se defiende como puede: "Soy de los grandes talentos que tardan en despertarse". Pero él sabe que es un perdedor y llega a escribir en un papel: "Cómo ha podido mi vida llegar a esto?". Para que las cosas vayan peor descubre que su ex mujer tiene ahora un novio y hasta un colega en el trabajo le aconseja aquello de "No estarías mejor sin saber que el otro existe". Ryota se sabe un perdedor, pero intenta recuperar su papel de padre y se comporta como un bala perdida con buenos sentimientos, aunque hasta su jefe le espeta: "Has de dejar de ver a tu hijo. Hace falta mucho valor para saber que no formas parte de su vida".
Y es en la segunda parte, cuando la película crece enteros. La tormenta hace que padre, esposa e hijo se resguarden en el pequeño apartamento de la abuela (esas viviendas mínimas de Japón, esos barrios avisperos), quien aparece como figura salvadora, y quien busca la reconciliación intentando salvar a su hijo Ryota con diversas reflexiones, tanto a su ex nuera ("Es un adulto hecho y derecho, pero sigue necesitando que le cuiden"), a su nieto ("Dices que no quieres ser como tu padre, ¿por qué?") o a sí misma ("¿Por qué los hombres no son capaces de vivir el presente?"). Y en la larga noche se desarrollan las dos tormentas, mientras el viento y la lluvia azota el exterior de la ciudad, los sentimientos y el recuerdo azotan el interior de esta familia que fue y Ryota busca el último hálito para recuperar: "Y yo me pregunto si lo nuestro está realmente acabado", pero Kyoko lo tiene más claro: "Quiero inculcarle a Shingo que debe trabajar y no apostar para ganarse la vida" o "Los adultos no viven solo de amor".
El habitual estilo de Kore-eda en el uso de la cámara y de los diálogos (necesarios, sencillos, íntimos y llenos de empatía) hace que esta nueva reflexión sobre las relaciones familiares se convierta en una tormenta en el espectador y resta esta reflexión del padre a su hijo, mientras están resguardados esa noche de tifón en el tobogán del parque: "Da igual si no eres lo que quieres ser. Lo importante es seguir intentándolo y ser lo que quieres ser".
La familia a través de la sensibilidad, el amor, la empatía, la calma después de la tormenta a través de esta buena película, de la que el propio Kore-eda ha declarado: "Quizás se la película que más lleva de mí. Cuando muera, si debo ir ante Dios o el Juez del Más Allá y me pregunta por lo que hice en la Tierra, creo que lo primero que le enseñaré será Después de la tormenta".
Porque es importante no confundir el momento en que uno visualiza una tormenta, y no debemos confundir Después de la tormenta con Antes de la tormenta (Reza Parsa, 2000), otra sorprendente película ya analizada en Cine y Pediatría, una película sobre el miedo que trastorna las vidas, la de los adultos y la de la infancia.
Sea como sea, ambas películas condensan uno de los pensamientos de Guillermo Ballenato, un psicólogo especializado en comunicación, también docente y escritor: "Del pasado eliminar la culpabilidad. Del presente eliminar la queja. Del futuro eliminar el miedo". O el sabio pensamiento, uno más, de la abuela de nuestra película de hoy: "No se encuentra la felicidad hasta que se es capaz de desprenderse de ciertas cosas".
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