sábado, 20 de mayo de 2017

Cine y Pediatría (384). "Play" nos pregunta si esto es un juego...


Cuando uno piensa en el cine de Suecia, piensa en primera persona en Ingmar Bergman, un director formado desde el teatro, un icono del séptimo arte que se coló sucesivas veces en los Premios de la Academia, desde Fresas salvajes (1957) hasta Fanny y Alexander (1982), pasando por El manantial de la doncella (1960), Como en un espejo (1961), Gritos y susurros (1972) o Cara a cara (1976). Y luego este cine se hace más distante, con fulgurantes apariciones, algunas revisadas en Cine y Pediatría como Lukas Moodysson, uno de los más audaces, con películas como Fucking Amal (1998), Lija 4-Ever (2002) o Mamut (2009), o Reza Parsa, de origen iraní pero formado en los países escandinavos, y su Antes de la tormenta (2002). En cualquier caso es un cine que refleja una infancia que viene del frío. Y frío, casi helados, nos deja la película sueca Play (Ruben Östlund, 2011). 

Para algunos críticos, Ruben Östlund es la estrella que faltaba desde hacía tiempo en el firmamento del cine sueco. Alguien que sigue su propio camino artístico y al mismo tiempo habla de su época, alguien que se atreve a describir una sociedad de clases cruel en la que un grupo de suecos extorsiona a otros suecos y al que no le duelen prendas la polémica para poner su cámara fija y su gusto por las escenas lentas y fuera de campo. Y es que con la lentitud y parsimonia de esta película (cabe pensar si lo de la cuna en el tren es un mensaje o un macguffin) nos pone fuera de sí, nos hace incluso perder el control. Y ha suscitado debates sobre el abuso de poder, la pobreza, el miedo, la segregación y el odio. 

Play cuenta la historia de una banda de adolescentes procedentes de las clases desfavorecidas que se sirven de los prejuicios sobre ellos mismos (son negros) para extorsionar a niños de buenas familias perdidos en la gran ciudad. Los ladrones juegan con los prejuicios de sus víctimas y el director con los de su público, aunque es difícil saber de parte de quién se está. Y por ello nuestra confusión e incomodidad tras su visionado. Östlund se inspiró en los robos cometidos por adolescentes negros en Gotemburgo y se entrevistó tanto con sus autores como con las víctimas. Explica que lo que le ha marcado más tras hablar con los jóvenes autores de estos delitos es que, a pesar de su corta edad, ya se habían dado cuenta de la imagen estigmatizada del hombre negro. Y han jugado de manera consciente con ello a la hora de crear un sentimiento de amenaza implícito cuando cometían sus robos. 

Y todo esto se nos cuenta en casi dos horas de metraje con el gusto por el lento desarrollo y por la cámara fija... en donde los personajes van apareciendo en escena o desarrollan la acción fuera de cámara. Se desgrana una escena con otra: la de las escaleras automáticas del centro comercial, la del mostrador de la tienda, la del parque de skate, atravesando el campo de rugby, la del autobús (una de las escenas con más violencia, nunca explícita, pero si sutil), la del puente, la de la vía del tren (que es cartel de la película, con los dos chicos apoyados en la pared de cemento y el chico negro le dice al blanco: "Si quieres puedes llamar a tu madre o a tu padre. Si quieres...¿me oyes?"), etc. Y las interminables imágenes fijas del pasillo del tren con el mensaje de la cuna, en sueco y en inglés, una y otra vez. 

Cinco chicos de color amedrentando a tres chicos blancos y durante todo un día, jugando al ratón y al gato. Y los adultos por testigos ajenos sin darle importancia a lo que solo como espectadores ya nos angustia: el abuso de poder. Y siempre la misma excusa: un móvil con unos rayones que dice ser el que robaron al hermano de uno de los matones. Y esas escenas que permanecen en el recuerdo: la de la carrera es desoladora por lo pueril y por lo doloroso del abuso de poder y el sometimiento que hasta los niños hacen unos de otros; la de multa en el tranvía de los revisores a esos niños desolados a los que les han robado todo y les han sometido a vejaciones psicológicas (basta ver la cara de uno de ellos con la cámara fija en su rostro) y esa frase tan impropia como el frío de una sociedad helada.: "Tus padres tendrán que pagar porque te has colado. Sed honestos y contarles lo que ha pasado"; la escalofriante escena cuando los cuatro chicos negros hablan (y se mofan) de la madre que llama al móvil del hijo que no vuelve a casa (como espectadores ya no sabemos cómo sentarnos); y la penúltima escena, cuando resulta imposible que los padres le hagan cambiar de idea al malhechor, pues todo se convierte en una realidad irreal y uno se ve identificado, y la impotencia de los padres le hacen decir: "Escúchame, cambia de vida. Deja de hacer daño a la gente. Cambia de vida". Y aquí la paradoja social: al ver la escena los padres son acosados por otras ciudadanas que le dicen: "Ustedes han acosado a dos niños inmigrantes...Un niño inmigrante es el doble de vulnerable". Y el padre al que han acosado a sus hijos le dice: "¿Nadie puede criticar lo que hacen los emigrantes? Eso es un racismo retorcido...".  

Y al final el baile tribal de una adolescente en clase... y el solo de clarinete de uno de nuestros protagonistas. Todo con la eterna cámara fija. Y un fundido en negro que nos deja unas cuantas reflexiones para llevarnos a casa. Y en ese momento es cuando dejamos de "jugar". Y por ello precisamente Play es una película magistral: porque los prejuicios residen en la mirada del telespectador y Ruben Östlund nos da la libertad de elegir el momento en el que pulsamos stop o play.

 

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