Una madre y un hijo jugando en el borde del agua y una voz en off del niño: "Debería habérselo contado todo. A mamá le encantan las historias así". Y mientras salen los títulos de crédito una voz en off de niño prosigue: "Si lo piensas no es tan malo. Podría haber sido peor. Piensa en cómo acabó este pobre chico. El del nuevo riñón en Boston. Salió en todos los periódicos, pero de todas formas murió. ¿Y Laika, la perra espacial? La metieron en un cohete y la mandaron al espacio. La pusieron cables en el corazón y en el cerebro para ver cómo se sentía. No creo que se sintiera bien. Estuvo dando vueltas durante cinco meses hasta que se acabó la comida. Murió de hambre. Es importante tener cosas así con las que poder comparar".
Así comienza la ópera prima de Lasse Hallström, un director sueco que ya pasa a formar parte de la familia de Cine y Pediatría por su recurrencia a realizar películas con la infancia de protagonista, al igual que tantos otros: los franceses François Truffaut y Céline Sciamma, los canadienses Xavier Dolan y Jean-Marc Vallée, los españoles Montxo Armendáriz y Gabriel Velázquez, los estadounidenses Robert Mulligan, Michael Cuesta, Catherine Hardwicke y Gus Van Sant, los belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne, etc. Y desde Suecia ya teníamos a Lukas Moodysson, pero ahora se suma Lasse Hallström: ya recordamos la semana pasada ¿A quién ama Gilbert Grape? (1993) y hace bastante tiempo recordamos Las normas de la casa de la sidra (1999).
Y hoy recordamos la obra con lo que empezó todo: Mi vida como un perro (1985). Curiosamente las tres películas proceden de sendas novelas, la de hoy de la novela de Reidar Jönsson "Mit liv som hund" del año 1983.
Esta bellísima historia sucede en la década de los cincuenta en Suecia y nos muestra el despertar a la vida adulta de un niño de 12 años, por nombre Ingemar (Anton Glanzelius, sobre el que gravita toda la trama) y que verá alterada su existencia debido a la enfermedad de su bella madre ("Mamá era fotógrafa antes de ponerse enferma. Después llegamos nosotros y tuvo que dejarlo"), lo que hará que cambie su residencia, trasladándose a vivir con unos parientes (no se conoce el paradero de su padre) a un pequeño pueblo en el campo. De alguna forma realiza el mismo esquema que luego se repetirá en ¿A quién ama Gilbert Grape?: unos hijos alrededor de una madre enferma, sin la figura paterna. Y su amiga Ranita, con la que se "casa" a través de la sangre de un dedo, le dice respecto al padre desaparecido: "Yo creo que debería estar aquí para cuidar de ti. Sí, los padres también tienen responsabilidades".
La relación con sus nuevos vecinos, otros niños y su nueva familia, variarán su universo infantil, pero él siempre intentará volver con su madre y recuperar su relación con su perro Sikan. La casa de sus los tíos es un lugar amable, con un tío simpático y cariñoso con su mujer, una abuela tierna y una abuelo enfermo siempre recostado en el sofá y al que le gusta que le lea Ingemar los anuncios de lencería. Allí también conoce a otros personajes peculiares: a su amiga tomboy, Sagar, compañera del equipo de fútbol y aficionada al boxeo; a su amigo con el pelo verde; a un vecino anciano que arregla continuamente su tejado con un martilleo persistente; a los compañeros de trabajo de su tío, sopladores de vidrio; a un funambulista con bicicleta; a la exuberante e idealizada Berit, con aspiraciones a modelo de artista. Allí pasa el tiempo entre los juegos, ese extraño funicular de fabricación casera o escuchando música con su tío en la pequeña casa "de verano" que se han construido.
Un relato triste - pero esperanzador - sobre cómo marcan los hechos en la infancia, más dulcificado en la película que en la novela, y donde Ingemar finalmente perderá a su madre (la tuberculosis mina poco a poco su salud) y a su perro. Y nuestro pequeño protagonista siempre con su voz en off y siempre comparándose con otros: "De hecho, he tenido suerte comparado con otros. Hay que comparar. Así puedes ver las cosas con distancia. Como Laika. Ella seguro que vio las cosas con perspectiva. Es importante guardar las distancias".
Y, sí, posiblemente haya que guardar las distancias para sobrevivir... también a ciertas infancias. Porque su realidad más querida es su perro Sickan y su fantasía más expresiva está relacionada con la perra Laika, enviado solo al espacio en un sputnik, sin tener voz ni voto en el asunto. Tales momentos son relatados sobre el fondo del infinito de un cielo azul salpicado de estrellas, ocasiones en que la soledad y la vulnerabilidad de Ingemar adquieren una perspectiva metafísica. En el nivel psicológico, esas tomas pueden ser yuxtapuestas en otra imagen onírica repetida, en que Ingemar cuenta chistes a su madre en una época en que esta todavía estaba sana y podía reírse. Nosotros comprendemos, e Ingemar sospecha, que esos momentos no volverán. Porque Ingemar, como tantos niños y niñas, es un superviviente. Pero su supervivencia se hace amable gracias a sus amables parientes y la gente del pueblo, seres humanos decentes que le aceptan y le permiten recuperar su vida tras la muerte de su madre (y la ausencia de su padre). La película finaliza con un canto a la vida en donde el pueblo, que es como una familia ampliada, celebra la victoria del boxeador sueco Ingemar Johansson sobre el estadounidense Floyd Patterson (sus tres contiendas por el título mundial son épicas en Suecia), mientras que el joven Ingemar, se queda dormido en los brazos de su primer amor juvenil, Saga.
Está claro que la vida de un niño no puede ser como la de un perro, no puede ser como la de Laika o Sickan, no puede depender de lo que quieran sus dueños, sin voz ni voto, no se les puede traer y llevar sin más. Porque si cuidamos a nuestros perros, cuanto más hemos de cuidar a nuestros hijos. Y los cuidadores de estos niños se llaman padres y familia. Así de sencillo. Así de importante, una gran responsabilidad... Y como reflexiona Ingermar, en este asunto y en esta comparación, "es importante guardar las distancias".
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