Hace tan solo dos meses, con la icónica película Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948), reivindicamos el cine en blanco y negro de Cine y Pediatría. Un cine que llega depurado por el paso del tiempo, las crónicas de los críticos, el amor del público y la fuerza expresiva de un tiempo que quizás no fue mejor... tampoco para la infancia. Un cine con bouquet que reposa en las mejores bodegas de la memoria del séptimo arte.
La película que hoy nos convoca puede llegar a ser una gran desconocida, pero no debiera serlo ya más. Un film cuyo primer plano nos muestra a una mujer que nos dice: "¿Qué sería de ellos sin mí? Es como si tuviera una piedra en el pecho". Entonces desaparece del plano fijo y, mientras aparecen los títulos iniciales de crédito, una maravillosa música nos acompaña, ni más ni menos que de Monteverdi, música que nos convoca también en el final de la historia, una historia basada en la novela de George Bernanos del año 1937, "Nouvelle histoire de Mouchette". Película con dotes de obra de arte, por título Mouchette y bajo la dirección de Robert Bresson en el año 1967, justo ahora que cumplimos su boda de oro y la visualizamos con la misma fuerza que entonces... o más.
Robert Bresson es uno de esos contados cineastas a los que con razón llaman maestro. A lo largo de su filmografía, de esos trece largometrajes irrepetibles (recordamos Un condenado a muerte se ha escapado, Pickpocket, Al azar de Baltasar o Lancelot du Lac, entre otras), lo explicó todo acerca del ser humano a través de la sinécdoque, de la parte por el todo, de la estética del pedazo. Porque el cine de Bresson es una experiencia única, sin precedentes. También para los actores, que nunca más volvían a trabajar con él, pues les extenuaba y buscaba su hastío, haciéndoles repetir la escena hasta que se aleja toda voluntad interpretativa. Todo en él atiende a una lógica interna razonada de absoluta coherencia, sostenida desde la unidad primera, el plano, y aquello cuanto en él aparece y se escucha, los objetos, los ruidos, verdaderos protagonistas de sus historias. Sistematizó hasta tal punto su particular puesta en escena, que en su afán de alcanzar la máxima expresividad de la pura simplificación, trascendió el propio hecho cinematográfico y ello lo convierte en experiencias estéticas para todo espectador sensible que visione sus películas. Los entendidos consideran a Bresson el punto más alto alcanzado en la historia del cine, por encima incluso de figuras del calibre impar de Friedricih W. Murnau, de Carl Theodor Dreyer, de Anthony Mann, de John Ford. Y en el plano estético vienen a poner el ejemplo de que Bresson es al cine lo que Johann Sebastian Bach es a la música, Miguel Ángel a la escultura o Dostoyevski a la literatura. Casi nada...
Si hay un elemento característico en el cine de Bresson es su búsqueda de lo trascendental a través de los personajes más desfavorecidos o marginales de la sociedad, en nuestra película de hoy esta niña que despunta a la adolescencia, Mouchette, malviviendo en una situación de extrema pobreza, un entorno familiar miserable (una madre postrada en un lecho en espera del fin por su mortal enfermedad, un padre alcohólico que trafica ilegalmente con licores y que la maltrata sin el más mínimo escrúpulo, y dos hermanos, el mayor trapichea con su padre y el hermano lactante que llora continuamente y al que debe cuidar), una sociedad rural opresiva que la condena a la marginalidad (le condena la escuela, le condenan los vecinos).
Todo cuanto rodea a Mouchette (extraordinaria Nadine Nortier, en uno de los milagros que nos ha deparado Bresson en forma de actuación) la niega como persona: a la miseria material de su entorno, de su hogar, se suma una miseria moral todavía más lesiva, la que recibe de su padre alcohólico, que la maltrata (la abofetea, la empuja, la utiliza), de la maestra y de sus compañeros de colegio, que la humillan cuando pueden (con esa imagen de sometimiento frente al piano), de la gente del pueblo, perversa y ruin… El amor puro solo la une a su madre enferma, pero su único lazo al amor acabará desapareciendo. Y pese a todo y a todos, Mouchette mantiene una agraciada fisonomía y dignidad, incluso cuando su rostro se empaña con frecuencia de sordas lágrimas.
Y todo el entorno que rodea a Mouchette nos lo muestra Bresson con un sonido intenso que refuerza la expresividad de las imágenes en blanco y negro, y todo ello impresiona al espectador: desde las pisadas con los zuecos de la niña a la propia lluvia, pero también el sonido del fuego en la chimenea, de los automóviles que no vemos, el llanto de su hermano lactante y hasta la caída de la leche en el biberón. Música e imágenes se conjugan para mostrar los abusos y humillaciones sobre la infancia maltratada de Mouchette. Y que culmina con la larga secuencia de su violación por parte del cazador furtivo, quien sufre una crisis epiléptica de gran mal delante de ella, y que deviene como punto de inflexión de la película. Y Bresson llega al alma de la muchacha: durante la violación, al principio opone resistencia, pero luego, de algún modo sintiéndose querida, abraza al depravado cazador entregándose a él.
Y más tarde llega la muerte de la madre enferma, la única persona que ha querido a Mouchette, quien en el lecho de muerte le aconseja: "Intenta no acabar dejándote seducir por hombres malos o borrachos". Y cuando se dedica a vagar por el pueblo, con una lechera en la mano, sus zuecos y el sonido de fondo de las campanas del campanario, se topa con una anciana que le da unas mortajas para el entierro de su madre y le dice: "Solo quiero que estés bien. Tú eres mala. Será porque no comprendes. Tienes el mal en los ojos". Todo ello hace intuir en el espectador un final no feliz. Previamente una escena de caza de conejos... y Mouchette se suicida jugando, mientras se lanza tres veces con las prendas de la mortaja por la ladera del río. La quietud del agua tras la caída del cuerpo en el río y, de nuevo, la irrupción de la maravillosa música de Monteverdi, de una serenidad insuperable. Luego, la imagen funde a negro. La película ha terminado y lo hace con su viaje a ninguna parte, como el niño protagonista de Alemania, año cero antes de arrojarse de un alto edificio.
La muerte de Mouchette, su desaparición, es sólo eso: el recuerdo de un cuerpo en el espacio. Más allá de esta nada material, de este vacío insondable, Mouchette permanece viva e inmaculada en nuestro recuerdo. Todo muy bressoniano... víctima trascendental de esa infancia maltratada que en algún momento se divirtió en los coches chocones. Porque como diría Bazin, los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre el rostro de un niño.
Os dejamos el final de la película, ese rito del juego y de la muerte de nuestra Mouchette al borde del río, mientras suena el Magnificat de Claudio Monteverdi. Y nos inunda una sensación que no sabemos bien si es paz, si es rebeldía o si es duda existencial.
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