El joven actor estadounidense Brady Corbet se atreve a introducirse en el mundo de la dirección con tan solo 27 años con una historia basada en un relato de Jean Paul Sartre, una historia que cuenta la infancia de un futuro líder fascista, trasunto de Hitler, durante la I Guerra Mundial. Un film fascinante titulado La infancia de un líder (2015) en la que rastrea las raíces de la crueldad a gran escala que azotó Europa durante el siglo XX, y cuya sinuosa y abrumadora atmósfera le valió a Corbet dos premios en Venecia: el de Mejor Director en Horizontes y el Luigi de Laurentiis a la Mejor Ópera Prima.
Y quizás nada es casualidad, porque esta película bebe del polifacetismo de Brady Corbet, quien como actor ha podido trabajar en estos últimos años junto a grandes nombres del panorama europeo, pero que recordamos por dos inquietantes papeles: en la película Funny Games U.S. (Michael Haneke, 2007, remake de la película austríaca del mismo director realizada diez años antes) y Melancolía (Lars von Trier, 2011). Y al gestar esta su ópera prima realiza su debut para la posteridad, complemento ideal para la icónica película del año 2009 de Michael Haneke, La Cinta Blanca, y de la que dimos buena cuenta en los inicios de Cine y Pediatría, tantas veces recordada: películas hermanadas de alguna forma, si bien donde Haneke habló de los hechos previos a 1914 y lo hizo en blanco y negro, Corbet nos relata una época inmediatamente posterior y en color (salvo su obertura y epílogo). Pero en ambas sobrevuela una violencia invisible y profética que genera un clima turbio e inestable, preludio del fascismo nacionalista que la (mala) educación genera.
Una película, además, con ética y estética de otros grandes directores, a lo que a buen seguro recordaremos al disfrutar (o sufrir) de la fotografía de Lol Crawley (esos claroscuros de la casa burguesa de estancias medio abandonadas, paredes descascarilladas y pintura avejentada) o de la música de Scott Walker (esa estridencia casi protagonista en el inicio y final en blanco y negro), pues aquí rememoraremos ecos de Ingmar Bergman, Luchino Visconti, Paul Thomas Anderson, o incluso Stanley Kubrick.
Es La infancia de un líder una película planteada con una obertura, tres episodios y un epílogo. Obertura y epílogo con imágenes de archivo en blanco y negro y músicas estridentes, y tres episodios con títulos tan sugerentes como "La primera rabieta", "Segunda rabieta, Año Nuevo", "La tercera rabieta: es un dragón...". Las imágenes de archivo que dan comienzo al largometraje, de brillante calidad por pertenecer a los negativos recientemente restaurados de los estudios Pathé, sitúan la narración con exactitud: La Gran Guerra ha terminado y en Francia se estudian las duras condiciones de la capitulación germana. El presidente Wilson, figura clave en el papel supremacista de los Estados Unidos tras la contienda, llega a la capital entre clamores de victoria y esperanza de un futuro mejor. Mientras tanto, en un ajado caserón burgués de las afueras, se instala un alto cargo político (Liam Cunningham) al servicio de Wilson junto a su mujer (Bérénice Bejo, de mirada dura, de rasgos helados, la bella actriz ya nominada al Oscar por la película The Artist, también en blanco y negro, como estas imágenes de archivo) y su hijo Prescott (Tom Sweet, sorprendente descubrimiento, casi tan frío como sus padres). El pequeño, de una belleza que hace que le confundan con una niña, vive carente del afecto paterno por las obligaciones laborales de este y del materno por la frialdad de la mujer al verse confinada en un espacio rural opuesto al cosmopolitismo de su vida anterior, y solo encuentra algo de consuelo y cercanía en la criada (Yolande Moreau) y en su institutriz francesa (Stacy Martin).
Ambientada históricamente en las negociaciones de paz en la conclusión de la Primera Guerra Mundial, la excusa argumental no puede ocultar que sus verdaderas intenciones son las de manifestar el germen de una bestia, una bestia inofensiva, un cachorro aparentemente arisco y desobediente pero al que cualquiera podría dominar, cualquiera menos todos los que le rodean, y por la ceguera de tener a un enemigo en casa, al que, cesión tras cesión se le convierte en un déspota dominante. Que al niño Prescott la gente que no le conoce le confunda con una niña le incrementa su rabia interior. Esa melena rubia, ese león prematuro que se esconde tras una cabellera que es sinónimo de su indómita voluntad rebelde contra toda norma impuesta.
Una película en que cada capítulo, centrado en un conflicto familiar y sus consecuencias, magnifica el despotismo del niño hacia un entorno que siente como ajeno y hostil, y que funciona como caldo de cultivo para su génesis de tirano. La violencia sobrevuela la película y Corbet la personifica en el niño, mientras Haneke, más sutil, la retrataba en el estado de las cosas y en las pequeñas brechas generadas en lo cotidiano. No es por ello casualidad que Haneke aparezca en los agradecimientos finales de la película junto a Sartre (de quien Corbet adapta muy libremente su homónimo relato corto) y Hannah Arendt, cuya teoría sobre el origen de los totalitarismos remite al fracaso humano de cada nueva generación, rechazando todo optimismo histórico-filosófico relativo al progreso.
En La infancia de un líder desde el inicio queda claro que nos encontramos ante la encarnación de un personaje siniestro, egocéntrico, imperativo, autodidacta. Ya en la primera escena, cuando apedrea a los asistentes a un ensayo de una representación religiosa, o en aquellas otras en las que reniega de cualquier creencia dogmática o se pasea desnudo en plena conferencia diplomática, su fe inquebrantable en hacer lo que quiere se mantiene cualquiera que sea el castigo o la amenaza, aumentando su tozudez su carácter retador cuanto más incomoda al poder instituido, en este caso representado por los padres. Pero no deja de ser un niño que dice a sus padres: "He tenido una pesadilla y he mojado la cama". Un niño que dispone de una bella institutriz que le enseña bellas cosas, como las fábulas de Esopo con mensaje: "Los pequeños amigos pueden ser grandes amigos". Un niño que vive rodeado de las reuniones políticas en su hogar y donde se confabula con el presente y el futuro de la nación: "Se habla de venganza o victoria, pero se dice sin emoción, de modo demasiado intelectual. Lo que quiero decir es que un modo u otro haremos que el mundo sea un lugar mejor. Acordaos de lo que digo". Un niño cuyos padres, nada afectivos, no son ajenos a lo que están criando y esto son algunos mensajes de ellos: "Mientras estoy fuera, pon firme al chico. Lo quiero como solía ser", "Solo es un niño. No puedes permitir que un niño mande en esta casa", "Ya es mayor y necesita aprender a comportarse" o "Ya estoy más que harto de tus jueguecitos. Soy tu padre, y vas a mostrarme respeto. Si no contestas, si no abres la puerta, te voy a dar los azotes más fuertes de tu vida".
Un niño que es criado sin amor en el hogar, es fácil que genere soberbia y odio con el tiempo. Un niño que recibe solo cariño y atención de la Mona, la aya que le habla en francés, una buena mujer que es cruelmente despedida por la madre y que ante el dolor llegar a decir: "Emplearé cada día de mi vida en destruir vuestra familia". Y vemos que esa misma frialdad con la que la madre despide a la criada, es con la que Prescott despide a su institutriz..., porque lo que se vive, se aprende. Y ante tal camino hasta la madre le llega a preguntar: "¿No te gustaría hacer amigos?"
Si los tiranos se hacen o nacen puede ser una interpretación muy simple como resumen de la película, pero no deja de ser más cierto que resulta inevitable establecer esa conexión con todo lo que hemos presenciado, ese salto temporal de la infancia a la madurez de Prescott invita a pensar en educación, padres, personalidad, crear hijos consentidos bajo el sentimiento de culpabilidad que procede de las faltas, las carencias, los complejos de los progenitores.
Porque La infancia de un líder es una magnífica reflexión sobre cómo gestar un tirano, un fascista, un nacionalista. Basta con no cuidar la educación en las familias y en las escuelas. Nos lo dijo Michael Haneke en blanco y negro; ahora nos lo recuerda Brady Corbet en color.
Y el que tenga oídos, que oiga...
Excelente desde el comienzo"así se forma un fascista"
ResponderEliminarBueno creo que ciertamente en esta película se retrata la frialdad en algunas familias dentro de los procesos de crianza sin duda, pero que esta sea la causa para que un ser humano se convierta en tirano, pues tengo mis dudas, en realidad creo que la autoridad msl llevada en la crianza destruye sensibilidad en el ser humano, pero destruye más sensibilidad la permisividad dentro de estos procesos, el pequeño sin duda fue muy influenciado por la práctica política y social influyente de su padre, y sin duda está circunstancia pudo llevar a su actitud fría, más que a lo vivido en la niñez.
ResponderEliminarCriaron un psicopata narcisista
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