sábado, 9 de diciembre de 2017

Cine y Pediatría (413). "Blue Bird", travesía visual por el realismo mágico


El denominado como realismo mágico se caracteriza especialmente por narrar historias ocurridas en escenarios y contextos concebidos como reales, pero en los que tienen lugar acontecimientos de índole fantástica que pasan a formar parte de esa realidad cotidiana, sin que su presencia provoque sorpresa alguna entre los personajes en turno de la respectiva historia. 

Comenzó como un movimiento literario de mediados del siglo XX y se definía como una preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común. El término fue inicialmente usado por un crítico de arte, el alemán Franz Roh, para describir una pintura que demostraba una realidad alterada, y llegó al idioma español influenciado por las obras surrealistas de la escritora chilena María Luisa Bombal y más tarde introducido a la literatura hispanoamericana por Arturo Uslar Pietri. El realismo mágico se desarrolló muy fuertemente en las décadas de los 60 y 70, y entre sus principales exponentes están el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el hispano-peruano Mario Vargas Llosa y el colombiano Gabriel Garcia Marquez, todos galardonados con el Premio Nobel de Literatura. 

Pero el realismo mágico también impregnó otras artes, entre ellas el séptimo arte. Curiosamente, uno de los principales exponentes del realismo mágico en el cine podría ser Woody Allen con tres de sus más emblemáticas películas: La Rosa Púrpura del Cairo (1985), Scoop (2006) y Medianoche en París (2011). Y aunque no siempre es fácil diferenciar el realismo mágico de lo real maravilloso, son matices que se tocan en el séptimo arte: se podría decir que en el realismo mágico la fantasía adorna la realidad, cuando en lo real maravilloso lo real adorna a lo fantástico. Sea como sea, en Cine y Pediatría ya algunas se podrían encuadrar aquí: El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), Pequeños milagros (Eliseo Subiela, 1997), Los niños invisibles (Lisandro Duque Naranjo, 2001), El niño pez (Lucía Puenzo, 2009), Cartas a Dios (Éric-Emmanuel Schmitt, 2009), Bestias del sur salvaje (Benh Zeitlin, 2012) o Macondo (Sudabeh Mortezai, 2014). 

Y hoy sumamos una película más, libre adaptación de "L’oiseau Blue" del dramaturgo belga Maurice Maeterlinck sobre dos hermanos que deben buscar el pájaro azul con poder sanador, pero que se vuelve una libre adaptación ambientada para el cine en Togo (África). La película, también belga, Blue Bird (2011), es el segundo largometraje de Gust Van Den Berghe - bailarín de profesión, cineasta que no quería ser cineasta, frenético buscador de la imagen perfecta y poética - tras su Little Baby Jesus of Flandr (2010). 

Y aquí la búsqueda tiene forma de realismo mágico con Blue Bird, una película, cuanto menos, muy especial: el formato de la pantalla es rectangular y las imágenes son todas de un tono azul, con un guión peculiar y no fácil que nos muestra la historia de dos hermanos, el pequeño Batiokadié y su hermana Tené, que viven en un poblado con una madre hacendosa que les mima en el baño diario y un padre carpintero, al que observamos continuamente transportando en su moto el féretro para un difunto que ha fabricado con la madera de los árboles. Los dos hermanos, tras perder un simbólico pájaro azul, lo buscan a lo largo de toda una jornada. Y tanto el padre carpintero como sus hijos viajan en este recorrido iniciático, en este eterno retorno, y circularán a través de un orbe donde la vida, la muerte y el sueño cohabitan libremente. Recorrerán un mundo poblado de fantasmas y alegorías: allí se reencontrarán con sus abuelos fallecidos, conocerán al amo de los placeres, a los niños no nacidos y al rey del tiempo, entre otros misteriosos personajes. 

Una película con mayor destino que presente, que por momentos, como nos dice la crítica, quisiera elevarse hacia la expresión metafísica de un Andrey Tarkovski o descender hacia las profundas ensoñaciones poéticas de un Luis Buñuel, pero que quizás cae más en los efectos más banales y preciosistas de un Apichatpong Weerasethakul o de un Carlos Reygadas. Porque Van Den Berghe experimenta con las imágenes llenas de poesía, con el ritmo pausado, con los tiempos muertos, pero todo ello es clave si sale bien y un riesgo si no lo conseguimos, pues en estas lides no todos somos un Jim Jarmusch. Una película que se atreve a experimentar también con la música, pues se atreve a mezclar la belleza de la sabana africana con ritmos de música experimental, una acertada banda sonora elaborada por el compositor Alexander Zhikarev, parte esencial de esas atmósferas oníricas-contemplativas que el director buscaba conseguir, con sones que en ocasiones nos recuerda mucho al grupo islandés Sigur Rós. 

Es Blue Bird una fábula bañada de azul y realismo mágico ambientada en la sabana africana, una travesura visual si se quiere. Allí donde dos niños africanos van en busca de un pájaro azul y tienen hasta que acabe el día para encontrarlo: pero durante su búsqueda encontrarán mucho más. Porque ellos buscan al pájaro azul que intentamos perfilar por sus conversaciones como vemos perfiladas sus figuras en la sabana: "Igual no están cantando. Igual están llorando" o "No quiero que mi amigo esté triste porque su pájaro se ha ido para siempre..."

Y dos escenas llaman la atención, con dos mensajes: 
- Aquella que ocurre con el amo de los placeres y su séquito, cuando le dice a los niños: "Así es la vida. Si dejas suelto un pájaro, echará a volar. Pero la vida es más que eso...Porque si la felicidad no para de salir volando, buscaré la felicidad en la Tierra. Los placeres que encuentro aquí son placeres que no se van. Por eso ya es hora de que os deis cuenta de que nunca encontraréis ese pájaro. Ya va siendo hora de que los dos empecéis a buscar otros pájaros. Pájaros de la Tierra, de los que cantan y nadie puede resistirse"
- Y aquella de los niños no nacidos (niños con gorros que asemejan condones, extraño mensaje) y su encuentro con el Rey del Tiempo, en una escena que nos rememora - salvando las diferencias - a la marcha de los niños en la secuencia del vídeo The Wall de Pink Floyd: "Hola, yo soy el rey. El rey del Tiempo. Estáis en el reino del futuro. Bienvenidos, pero aquí hay que seguir unas reglas... Primera: colocaros los sombreros. Segunda: haced una fila. Tercera: silencio. Vais a hacer un muy, muy largo viaje. De hecho, solo algunos llegaréis al final... Y espero que os deis cuenta de la importancia de este viaje. Porque esto no es un juego. Es importante que todos os vayáis a la vez. No quiero ver a nadie apartado del grupo. Es la hora. Vamos...Antes que os montéis quiero recordaros que aquí no hay ganadores, solo el destino. Buena suerte". 

Las imágenes, la música, el azul, los diálogos, las expresiones de los niños, la sabana africana. Todo se confabula para ese realismo mágico, para la búsqueda de ese pájaro azul. Y donde los sueños siguen teniendo género y dicen algo tan políticamente incorrecto hoy como que Batiokadié diga "Yo quiero ser jugador de fútbol y carpintero como mi padre" y su hermana Tené responda, "Yo quiero ser mamá y princesa". Y esto desde Bélgica, que tan de moda se ha puesto. Porque la infancia necesita magia, aunque la realidad a veces no sea así.

 

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