No es el cine griego un cine que conozcamos, sencillamente porque no es abundante ni llega a nuestra carteleras. En las ya más de 500 películas comentadas en nuestro proyecto de Cine y Pediatría solo una película procede de Grecia: Canino (Yorgos Lanthimos, 2009), una película entre utópica y distópica que nos enfrentaba con desasosiego a una dentellada alegórica sobre familias y totalitarismos. Un cine no fácil que han seguido otros jóvenes directores helenos, como Athina Rachel Tsangari o Alexandros Avranas, todos ellos dispuestos a utilizar el absurdo y la frialdad como discurso, empleando como excusa las maleables mentes de jóvenes con un mundo todavía por descubrir.
Y a estos directores, se suma la joven Sofía Exarchou, nacida en Atenas, y que nos regala su ópera prima tras su paso como asistenta de dirección y dos cortometrajes ampliamente premiados (Distance y Mesecina). Este largometraje del año 2016 lleva por título Park, una película con niños y adolescentes, donde los adultos son una simple anécdota en esta historia, una alegoría de la dispersión de la sociedad griega en las mentes de la infancia y juventud, y su complicado tránsito a la etapa adulta y la sexualidad, una película que lleva lo físico a un punto más emocional, aprovechando lo impredecible de la actuación de sus jóvenes y la fiereza de sus respuestas emotivas para resultar más cercana.
Y es que ellos son cuatro ejemplos de que el nuevo cine griego ha cogido un rumbo del que es difícil apartar la mirada, aunque también es difícil mantener la mirada sin pestañear. Nuevos realizadores abarcan temas tan destructivos como la sociedad en la que conviven (a nadie extraña las dificultades por las que pasa Grecia), y desde puntos de vista tan distintos como extremistas todos son capaces de sacar una misma conclusión: una ausencia de virtudes en la sociedad que avanza por este futuro que para ellos resulta tan marcadamente incierto. Jóvenes realizadores que nos muestran una Grecia vacía de valores, derruida desde sus pilares más fundamentales, más derruida que el propio Partenón.
Y Park no se aleja para nada de esta idea, es más, la enfatiza desde sus primeros planos al concentrar parte de la acción en una ya abandonada Villa Olímpica, un terreno abandonado y decadente cuando en un cercano año 2004 acogió los Juegos Olímpicos, allí donde algunos jóvenes (unos todavía niños, otros abandonando poco a poco la adolescencia) realizan cualquier acto menos algo que se parezca a los nobles valores del deporte olímpico. Estadios deportivos en ruinas, instalaciones abandonadas y una Villa Olímpica en desuso son el legado de los Juegos de Atenas 2004, allí donde un grupo de chicos de clase baja deambula entre los restos del naufragio. Porque aquel lugar de gloria para el mundo, una década después es un fantasma de hormigón desierto y alberga a unas pocas familias de clase trabajadora a quienes se les ofreció vivienda gratis luego de ese evento.
Un comienzo impactante con gritos, juegos, desorden, solo unos minutos donde Sofia Exarchou nos muestra la punta del iceberg de una película extraña y no cómoda: en la obra no hay música, apenas unos pocos planos generales que nos sitúen, sin discursos preestablecidos. Y todo ello consigue inquietarnos, casi molestarnos. Aglutina a la masa para el caos, reuniendo a los jóvenes ante actividades físicas, sin implicaciones sentimentales, un pulso con la fuerza social. Juegos, disputas y versiones distorsionadas de las pruebas olímpicas llenan sus horas, sus días, su aparente vacío. Una juventud que se convierte en salvaje e indómita si la sociedad no tiene rumbo y los límites no están presentes. Allí donde vemos peleas gratuitas de esos jóvenes que ven pasar el verano y donde los turistas, con su dinero y distancia moral, tienen para comprar sus bocados de amor clandestino y circo. Y todos estamos tristes una vez más, sobre todo el espectador, porque el vacío siempre nos acompaña con este nuevo cine griego. Y nuestros personajes principales, los mayores del grupo, el tímido adolescente Dimitri (Dimitris Kitsos) y Anna (Dimitra Vlagkopoulou), una atleta retirada, tratan de salir de esa dinámica, pero pese a que lo intentan, la sociedad no tendrá ninguna oportunidad para ellos, ni tan siquiera el atisbo de amor. Y es así como Anna nos dice "Todo se incendiará afuera, todos nos quemaremos con ritmo".
Y así es como Park quizás nos deja moralmente exhaustos, como si de una carrera sin meta se tratara, como nos dejan las infancias y adolescencias sin rumbo. Como su propio final, aparentemente sin sentido, sin rumbo... Porque Park ha sido definida como una radiografía casi quirúrgica del paisaje desierto del porvenir y los sueños colectivos, un brutal retrato de la Europa poscrisis, que nos acerca a Grecia, pero que bien podría servir para otros países, especialmente del arco Mediterráneo. Una película que ha sorprendiendo en el circuito de festivales por su impulsivo retrato de una generación que combina desencanto y reflexión, que ha recibido algunos premios y que algunos ven en ella la versión adaptada del siglo XXI de la icónica obra de El señor de las moscas, título que alude a la maldad humana y a la pérdida de la inocencia, y que fue llevado a la gran pantalla tanto en blanco y negro (Peter Brook, 1963) como en color (Harry Hook, 1990). Y como esta clásica película, también Park impacta y se comporta de alguna manera como una catequesis sobre el bien y el mal, sobre la moralidad de una sociedad reflejada a través de la infancia y juventud.
Porque en Park un grupo de jóvenes griegos juegan entre las ruinas olímpicas de Atenas y entre su propia ruina de porvenir, un retrato de la generación perdida de su país gracias a la recesión económica actual, por obra y gracia de la irresponsabilidad política. La decadencia de Grecia (y de su infancia y juventud) nada recuerda a aquel glorioso pasado de este país, cuna de cultura y de culturas.
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