El cine en blanco y negro en Cine
y Pediatría tiene un apartado especial. Y lo tiene por una razón: porque estas
películas argumentales elegidas son joyas de séptimo arte maceradas por la
ciencia y la conciencia con dos aliados, el tiempo y la opinión de críticos y
público (no siempre coincidentes). Y hoy viene a esta página una más, desde la
Rusia en esta ocasión: La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962).
Andrei Tarkovsky es un director
más de aquellos que odias o amas. Porque no todo el mundo aprecia sus películas
visionarias, no fáciles de dirigir quizás por su largo metraje, quizás por el
esfuerzo de reflexión al que nos somete. Pero es patente que fue un director de
grandes directores: Ingmar Bergman, su mejor alumno, le consideraba el mejor
director de todos los tiempos, y Akira Kurosawa y Roberto Rosellini le adoraban
por encima de todas las cosas. Con los espectadores ya hay controversia y la
valoración de sus obras oscila de fascinantes a insoportables. Y su legado
fueron siete largometrajes, que comenzó con nuestra obra de hoy y continuó con
Andrei Rublev (1966), Solaris (1972), El espejo (1975), Stalker (1979),
Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986).
Y hoy en Cine y Pediatría nos
convoca el primer largometraje del joven Andréi Tarkovsky, que se había
graduado en la escuela de cine con su cortometraje de tesis El violín y
la apisonadora (1960), y que fue llamado por los estudios Mosfilm para
continuar una película cuyo primer director, Eduard Abalov, había sido
despedido. Trabajo de encargo, por lo tanto, pero que el joven director supo
convertir en propia esta obra y donde ya dejó patente su particular talento, estilo
y fuerza cinematográfica. La infancia de Iván fue todo un hito en su momento y
fue alabada por otros directores y por la crítica: por el uso imposible de la
cámara, por su esmerada fotografía rondando el expresionismo, por la poesía y
lirismo de sus imágenes, por el tratamiento sonoro, con esa música omnipresente
como tercer personaje dramático invisible. Con La infancia de Iván había nacido
un director único y las pantallas del mundo se preparaban para esa llegada: de
hecho, es la primera película en la historia del Festival de Venecia que,
siendo una ópera prima, ha ganado el León de Oro (lo hizo ex-aqueo con Crónica
familiar de Valerio Zurlini).
Basada en una novela corta de
Vladimir Bogomolov, “Ivan, a story”, la película retrata la vida de un niño
huérfano de 12 años, por nombre Iván (Nikolai Burlyayev, quien trabajara con
Tarkosvski después en Andrei Rublev), durante los días de la Segunda Guerra
Mundial tras perder a sus padres por la guerra y quien, para sobrevivir, trabaja para el ejército ruso espiando a los
alemanes. "Y yo estoy solo. Usted lo sabe. No tengo a nadie… No tengo más
amo que yo" se rebela Iván cuando le quieren internar en una escuela.
Porque hay centenares de
películas centradas en esta contienda militar, pero aquí estamos ante una de
esas películas de guerra donde los combates y maniobras militares quedan fuera
de campo y en la que lo que importa es lo que sucede en el interior de los
personajes. Y nos plantea una dualidad entre ese niño-adulto totalmente
integrado en la guerra y el mundo de sus sueños, cuatro en concreto, donde
desplegará todo el potencial poético de esta historia triste. Esa dualidad
entre los sueños de Iván de una feliz infancia pasada alrededor de su idílica
madre y la pesadilla de la cruda realidad. Una realidad plagada de frío, agua,
barro, polvo, ruinas, trincheras, disparos y bombardeos. “Dios mío, ¿cuándo terminará
todo esto?”, dice un abuelo perdido entre los escombros de lo que fue su hogar
y al que solo le resta una gallina de compañía.
Se establece una dualidad que va
a estar presente en todo el cine tarkovskyano: entre el mundo interior y el
exterior, convirtiendo al mundo interior en el más auténtico, y el exterior en
el más falso, o por lo menos el más alejado a quienes verdaderamente somos. Y
en ese camino, Tarkovsky se empeña en buscar y encontrar los pequeños destellos
de belleza sin renunciar a la crudeza de la Segunda Guerra Mundial: la icónica
escena del romance en el bosque de abedules, Iván corriendo por encima del agua,...
momentos en los que la realidad se entremezcla con lo onírico para, por un
momento, olvidarse del conflicto bélico.
Porque La infancia de Iván es muchas cosas
dentro del cine soviético de la época, y muchas cosas más dentro del cine
europeo de los años sesenta, a pesar de lo reducido de su producción y de que
no estamos ante una película gigantesca como sí lo será Andrei Rublev. Y lo es
por su fortísima singularidad narrativa, que la sitúa muy por delante de su
época y por representar el nacimiento de una mirada y un estilo muy personales,
que seguiría evolucionando en sus siguientes películas. Pero en sí misma, su
visionado es un inolvidable puñetazo en el estómago, un viaje por la locura y
el horror de la guerra, aunque los combates estén en off. Pero basta un
comentario de unos militares (“Hay que enviarle a la retaguardia. La guerra no
es cosa de niños”) o una pintada en una pared (“Somos 8 jóvenes menores de 19
años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Venguenos”) para saber de qué se está hablando.
Un poderoso debut que se erige en toda una
demostración de talento, vigor y sensibilidad cinematográfica. Porque el género
bélico nunca había encontrado formas tan líricas ni tan abstractas de filmar el
alma de ese monstruo. Allí donde Iván se cruza con el teniente Galtsev, con el
capitán Kholin, Gryaznov, Masha,… y donde Iván acaba siendo un monstruo
destrozado por la guerra, un niño cuya infancia ha quedado irremediablemente
perdida, devastada. Y ya no es un niño. Y menos a medida que la imágenes se
hacen más crudas a medida que avanza la película – no más crudas que la
realidad – y aparece la reflexión: “¿Será posible que esta no sea la última
guerra en la Tierra?”.
En La infancia de Iván no existe
glorificación de la actuación del ejército soviético ni calificación del
enemigo nazi, que casi ni se menciona. En todo caso la película constituye una
proclama en contra de la guerra y de los horrores que ella produce,
especialmente por convertir el alma pura de un niño en el alma de un monstruo. Una
hermosa elegía antibélica que finaliza con ese cuarto sueño onírico del juego
del escondite final en la playa frente a un árbol seco… Y The End. Diríase
Joaquín Soroya en blanco en negro. Pero estamos en el cine y hablamos de Andrei Tarkovsky.
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