Fui un lector empedernido en mi infancia, adolescencia y juventud. Algunos libros forman parte de nuestra imaginación de aquellos tiempos donde acabamos siendo uno más de la pandilla de “Los Cinco Secretos” y de “Los Siete Secretos” de Enid Blyton (predecesora de otras grandes de la novela juvenil británica como J.K.Rowling), viajamos en busca de aventuras en el mar con “Moby- Dick” de Herman Melville, penetramos en los misterios de aquellos monasterios del Medievo con “El nombre de la rosa” de Umberto Eco y nos divertimos con los libros de “Don Camilo” de Giovannino Guareschi. También compartimos los valores de “El principito” de Antoine de Saint-Exupéry o de “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach. Pero hay un obra, pequeña y quizás de un inesperado autor, que me dejó profunda huella y que podría responder a la típica pregunta de ¿dígame su libro preferido?
El autor es José Luis Sampedro, cuya procedencia geográfica y cultural familiar tan variada (su padre había nacido en La Habana, su abuelo en Manila, su madre en Argelia y su abuela en Lugano, vivió hasta la adolescencia en Tánger y trabajó en Melilla) influyó sobremanera en su obra. Así es como comienza la vida esencial de un pensador del siglo XX y, además, todo un economista que se preocupó por la pobreza y que dejó un legado de obras esenciales de economía, siendo nombrado Catedrático de Estructura Económica. Compaginó a lo largo de su vida la actividad docente con la de economista en el Banco Exterior, pero también fue elegido miembro de la Real Academia Española. Pero un hecho marcó su vida: en 1980 nació Miguel, su único nieto, el cual inspiró su obra más leída, "La sonrisa etrusca", y esta es la novela que yo contestaría que es mi libro preferido (y mucho antes de ser abuelo).
“La sonrisa etrusca” es una bellísima historia que relata la llegada de un anciano, Salvatore Roncone, a casa de uno de sus hijos en Milán para someterse a unas pruebas médicas. El choque de este cascarrabias, un pastor del sur de Italia apegado a la tierra calabresa, con la gran ciudad es en un principio un foco de conflictos. Pero al conocer a su nieto de pocos meses, que por casualidad lleva el mote de la guerra del abuelo (Bruno), se desata en él una ternura antes oculta, dando lugar a una metamorfosis.
Es necesario tener un gran conocimiento del ser humano, como atesora José Luis Sampedro, para tocar los resortes que activan las sensaciones del alma, incluso las más sutiles, para construir una historia tan compleja como esta. Es necesario poseer el don de la escritura y de la vida para contar lo que en “La sonrisa etrusca” se cuenta. Y es preciso atesorar una sensibilidad primorosa para realizar un retrato del amor como se hace en esta novela. Porque el amor que el abuelo ahora siente por su nieto (y que no tuvo por nadie así en su vida) se desborda y llega también a su hijo, su nuera, y sobre todo a Hortensia, la mujer que ayudará al señor Roncone a modular sus recién aflorados sentimientos. Y Salvatore Roncone, el Bruno que luchó en la guerra contra los nazis, termina calando muy hondo.
Pues qué mejor momento para desempolvar esta obra y estos sentimientos que esta semana en la que el pasado 26 de julio, San Joaquín y Santa Ana, acabamos de celebrar el Día de los Abuelos. Y llama la atención que con cuatro décadas de vida, esta obra solo haya visto dos adaptaciones a la escena: una para el teatro, en 2011, dirigida por José Carlos Plaza, con Héctor Alterio en el papel de Salvatore Roncone; y otra para el cine, en 2018, que es la que hoy nos convoca.
La sonrisa etrusca (Oded Binnun, Mihal Brezis, 2018) es una adaptación cinematográfica en que se mantiene la esencia de la historia con otros nombres y otros lugares. Ahora el protagonista se Rory MacNeil (un magnífico Brian Cox) un escocés cascarrabias que abandona a regañadientes su querida y apartada isla de Vallasay para viajar a San Francisco en busca de tratamiento médico para su enfermedad terminal, que se descubre que es un cáncer de próstata en fase IV. Al mudarse con su hijo Ian (J.J. Field), al que hace quince años que no ve, y su nuera Emily (Thora Birch), la vida de Rory sufrirá una transformación a través del vínculo que establece con su nieto Jamie de 10 meses, justo cuando menos se lo espera. O, quizás, cuando más lo necesita.
Se mantiene ese carácter huraño y desconfiado de nuestro protagonista que de vivir en plena naturaleza tiene que adaptarse a la gran urbe, y por ello le refunfuña a su hijo “Las malditas luces de la ciudad no dejan ver las estrellas”. Su hijo ahora se dedica a la gastronomía molecular, una peculiar metamorfosis de químico a cocinero que no le satisface, y su mujer pasa más tiempo en el trabajo que con su hijo a quien le están educando, según los consejos del pediatra y otros asesores, “en ser autónomo”. Y es ahí donde aparece el abuelo que todos llevamos dentro, para abrazarle y para consentirle. Un abuelo que conserva sus tradiciones, como su idioma galeico y su tradición de vestir el kilt en las ceremonias, pues como nos dice: “Un hombre que viste con kilt es un hombre y medio”.
Una escena esencial es el encuentro de Rory con el célebre sarcófago etrusco en terracota policromada de los esposos de Villa Giulia, fechado hacia 520 a.C., y donde Claudia (Rosanna Arquette), una de las responsables del museo que acoge temporalmente esta escultura, le explica el significado de esa sonrisa en los esposos, pues es posible morir sonriendo. Esa sonrisa etrusca es la que acompañara a Rory en los últimos meses de su vida, con el apoyo de Claudia y con el sueño de que su nieto pueda conseguir llamarle seanair (abuelo, en galeico).
El poder salvífico de los nietos hace que Rory relativice sus sentimientos y pase del deseo de sobrevivir a Campbell, su enemigo en la isla Vallasay, a transformar la propia vida de su hijo y nuera y que estos también se pregunten por el sentido de la vida. Y por ello su confesión a Ian: “No pienso cometer con él (su nieto) el mismo error que cometí contigo”. Y la reconciliación consigo mismo, con su hijo y con la vida llega cuanto todos regresan a Vallasay para su último viaje y sus palabras a su nieto dormido: “No estaré aquí mucho tiempo para guiarte. Pero mira siempre las estrellas. Te mostrarán el camino. Lo importe es: si amas a alguien, asegúrate de decírselo. No pienses que habrá un momento mejor, porque nunca lo hay”.
Una digna versión cinematográfica, pese a lo complicado que es plasmar la complejidad y matices de la novela. Pero los directores israelíes Oded Binnun y Mihal Brezis han tomado valiente licencia para adaptar la universalidad de “La sonrisa Etrusca”, introduciendo sustanciales cambios que no mancillan, sino que homenajean esa conmovedora historia con sus aciertos y con sus defectos. Tenían, y es lo difícil, que ceñirse a dos horas de metraje para contar demasiados matices y para construir la magnitud de unos personajes muy complejos; y, aunque se precipita en determinados aspectos, se hace fuerte en los momentos más bellos y puros. Se podría hablar del montaje, de la música de Haim Frank Ilfman, de la fotografía de Javier Aguirresarobe, pero es poco relevante en películas de este tipo que van directas al corazón. Porque al final, en este homenaje a la tercera edad y a los abuelos y abuelas, volvemos a encontrarnos con esa escena que nos demuestra que también se puede morir con una sonrisa, con una sonrisa etrusca.
Porque esta es la sonrisa etrusca que regalan los nietos a la vida de sus abuelos. Los abuelos y bisabuelos nos regalan la sabiduría que les da la edad. Y su amor. Y se dice que no hay en la vida de los nietos cómplice más hermoso que el abuelo y la abuela, pues en ellos se tiene a un padre o una madre, a un maestro y a un amigo.
Excelente obra!!! Gracias
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