El pasado 21 de julio, la cadena 2 de Televisión Española emitió de forma consecutiva las dos versiones escénicas más conocidas de la novela “Twelve Angry Man”, publicada en el año 1954 por Reginald Rose: la película estadounidense de Sidney Lumet y la obra teatral española de Estudio 1.
El drama representa un jurado obligado a considerar un juicio por homicidio. Al principio toman una decisión casi unánime de culpabilidad, con un único disidente de "no culpable", que a lo largo de la obra siembra la semilla de la duda razonable. Este jurado son 12 hombres (y podemos entender que esta obra no se hubiera podido llevar a cabo hoy por considerarse políticamente incorrecta) que a lo largo de sus deliberaciones no se llaman por su propio nombre, sino por el número adjudicado: jurado nº 1 (entrenador de fútbol), nº 2 (empleado bancario), nº 3 (transportista de oficio), nº 4 (corredor de bolsa), nº 5 (desempleado), nº 6 (pintor obrero), nº 7 (vendedor de productos varios), nº 8 (profesional de la construcción), nº 9 (jubilado), nº 10 (comerciante), nº 11 (relojero) y nº 12 (publicista). El disidente es el jurado número 8.
Fue en el año 1957 cuando el director Sidney Lumet nos regaló la versión esencial de esta obra, con título homónimo y con un elenco de actores de Hollywood encabezado por Henry Fonda como el jurado número 8. Fue cuarenta años después cuando surgió una nueva versión cinematográfica dirigida por William Friedkin e interpretada por Jack Lemon en el papel principal. Entre medias, en el año 1973, Televisión Española hizo una adaptación teatral dirigida por Gustavo Pérez Puig para el programa Estudio 1 con un elenco de actores que nos habla de un brillante pasado actoral en nuestro país. Ya ninguno está con nosotros, pero este era el corolario de actores que marcaron una época: jurado nº 1 (Jesús Puente), nº 2 (Pedro Osinaga), nº 3 (José Bódalo), nº 4 (Luis Prendes), nº 5 (Manuel Alexandre), nº 6 (Antonio Casal), nº 7 (Sancho Gracia), nº 8 (José María Rodero), nº 9 (Carlos Lemos), nº 10 (Ismael Merlo), nº 11 (Fernando Delgado) y nº 12 (Rafael Alonso).
Pues bien, en la época que nos encontramos, poder ver de seguido la versión cinematográfica de Lumet y la teatral de Pérez Puig, me hizo reflexionar sobre la presunción de inocencia y la duda razonable. Y aplicarlo a la crisis sanitaria, social y económica que estamos viviendo en los últimos meses. Pues los hechos parecen claros, al menos en apariencia, pocos dudan de ello: el nuevo coronavirus denominado como SARS-Cov-2 se ha extendido de Wuham al mundo originando una pandemia conocida como COVID-19. Una pandemia que a fecha de hoy, 3 de agosto, tiene las siguientes cifras en el mundo: 18,1 millones de casos, 6 millones de casos activos y 690.000 muertes. Una pandemia con más dudas que respuestas, pero que la mayoría de explicaciones políticas y ecos periodísticos hace que al jurado popular le marque el camino para explicarle que el inicio de la pandemia tuvo malas consecuencias por lo desconocido de la enfermedad y los rebrotes actuales ocurren como consecuencia de que no se siguen las normas marcadas de prevención por la ciudadanía.
Veamos lo que haría un jurado número 8 al no dar por anulada la duda razonable. Revisemos los datos. A fecha de hoy, y con los datos oficiales, siete países acumulan el 52% de los casos de COVID-19 diagnosticados hasta la fecha (9,3 millones), el 63% de los casos activos (3,8 millones) y el 68% de las muertes (450.000). Estos siete países son Estados Unidos, Brasil, México, Reino Unido, Italia, España y Rusia. Hagamos un acto de reflexión por qué ha pasado esto en estos países y no en otros: tenemos la hemeroteca para saber los pasos dados por cada uno de los líderes políticos de estos países, muchos de los cuales se mofaron del virus, de la enfermedad, de su pueblo y de la salud de sus ciudadanos. En esta estadística oficial cabe decir que a España aún le contabilizan unos 28.500 fallecimientos, no los ya más de 45.000 que han salido a la luz. En estos datos no incluyo los dos países más poblados del planeta, India (con 1,7 millones de casos de COVID-19, 570.000 activos y 38.000 fallecimientos) y China (cuyos datos no reproduzco, pues no cabe ser partícipe de las tomaduras de pelo).
Frente a estos países que son un mal ejemplo ante la COVID-19, existen muchos otros donde se han hecho bien los deberes y donde sus ciudadanos no han sufrido ni la gravedad de la enfermedad ni la severidad del confinamiento ni medidas de control de la enfermedad a destiempo.
Y en este capítulo, “Spain is different”, desgraciadamente diferente. Hay quien por ideologías no beneficiosas a la lucidez mental se siguen aferrando contra lo que ya nadie duda: que nuestro país atesora los peores datos en la gestión de la crisis sanitaria y en la crisis económica que se deviene.
Y ante una enfermedad como la COVID-19 con dudas en el valor y uso de las pruebas diagnósticas (y muchas, aunque sigamos entonando el canto de sirenas de test para todos) y sin tratamientos de mostrada eficacia y seguridad (que en algún caso han provocado más daño que beneficio, y a la vuelta de la esquina está la asociación hidroxicloroquina + azitromicina), está claro que la prevención es clave. Y nadie duda del valor del distanciamiento social y el lavado de manos, algo que es más antiguo que la tana y que forma parte de la necesidad de la concienciación individual, de la responsabilidad y la interiorización de las medidas preventivas donde la ciudadanía ha sido un ejemplo. Porque la ciudadanía (con los niños y adolescentes a la cabeza) han sido un ejemplo de comportamiento (algo que pocos dirían de los políticos) en los primeros meses y ahora, por mucho que la prensa sensacionalista, amarillista y del pánico siga insistiendo en que los españoles somos unos cabezalocas y así nos va. Pues no es así…, lo queramos o no, los peores datos de nuestro país siguen dándose en aquellas Comunidades Autónomas que peor están llevando su política sanitaria, donde el apoyo a la Atención Primaria y el papel de los rastreadores es clave.
Y algo que merece una duda razonable, un jurado número 8, es el tema de la mascarilla. La hemeroteca tiene suficientes datos para confirmar lo incoherente de las recomendaciones del uso de la mascarilla en estos meses (desde la OMS a las instrucciones de Ministerios de Sanidad y Consejerías). Un uso que ha sido condicionado más por las existencias, que por la propia tasa de infección y enfermedad en la población: cuando estuvimos en la cima de casos, hospitalizaciones por COVID-19 y colapso sanitario, todos conocimos la escasez de EPIs y cuáles fueron las recomendaciones del uso de la mascarilla. Sin embargo, ahora estamos sometidos a ella, pues de pronto todo ha cambiado y la mejor respuesta a la pandemia parece ahora que es el uso obligatorio de la mascarilla en todo lugar y momento.
Recordemos que la prevención que se le asume en su uso habitual a una mascarilla quirúrgica van asociadas a las medidas de asepsia y antisepsia que rodean un quirófano y con una mascarilla de un solo uso que se cambia en el momento que se mancha o simplemente se toca indebidamente. Ahora revisemos nuestras mascarillas: cómo las ponemos, cómo las quitamos, dónde las guardamos, y cuánto tiempo las usamos. Desde luego, quizás pensemos que mejor algo que nada, pero esta respuesta ahonda en el fracaso de las medidas que han llevado a España a ser el país del mundo desarrollado que más daño ha causado con su política ante la pandemia, en salud (muertes) y en economía (desempleo). Además, los actuales rebrotes de PCR positivas ocurren principalmente en entornos de familias y de ocio nocturno, donde difícilmente el uso de mascarilla sea una solución.
Curiosamente países con mejor política y resultados solo la recomiendan en el transporte público y espacios cerrados (como nosotros en los meses de mayor gravedad en nuestro país), y Noruega, Suecia o Dinamarca no recomiendan el uso de mascarillas de forma generalizada entre su población, sino que promueven otras medidas principalmente, como las de distanciamiento social. Y posiblemente muchos piensen así: que hay un uso racional de la mascarilla y un uso menos racional. Pero ahora tenemos una fortísima razón moral para utilizar la mascarilla siempre y en todo lugar: la vergüenza. La vergüenza a que nos afeen la actitud por la calle cuando no la llevamos, aunque mantengamos el distanciamiento social y la usamos en lugares cerrados (como lo hacíamos en los meses previos, cuando las UCIs estaban llenas). Más que el temor por las posibles multas que se comentan, lo peor es que estamos generado una sociedad con una especie de autoritarismo dictatorial que ha convertido a muchos ciudadanos en auténticos lobos (‘Homo homini lupus’) contra sus convecinos. Y los altercados familiares y sociales no han hecho más que empezar. Con las amenazas y con las multas, con el pánico y con los nuevos confinamientos drásticos, se transforma un problema de salud pública en otro de orden público, como ya se viene debatiendo por diversos autores.
Por supuesto, nada justifica el uso de la mascarilla al aire libre y en solitario, como se ha impuesto en España. Llevar mascarillas en todo momento y lugar es un disparate que “castiga” a la población como forma de “reparación” de los errores y fallos de las autoridades (a la cabeza nuestro Ministro de Sanidad y sus muchos asesores), sus expertos (que no existían y nos mintieron… pero no pasa nada) y sus generales (de la policía y el ejército).
No se puede intentar tapar la inoperancia, ineptitud y negligencia política inicial ante la COVID-19 con la severidad frente a la población actualmente.
No se debe intentar acallar la responsabilidad política derivando la potencial culpa y responsabilidad a la ciudadanía. La ciudadanía española, como la de la mayoría de los países, han sido ejemplares (tontos los hay en todas partes, también en las carreteras, y no por ello dejamos de conducir o llevamos el cinturón de seguridad al salir del coche). Los políticos y la política sanitaria han sido lamentables en nuestro entorno. Y querer taparnos la boca con una mascarilla para que nos enfrentemos entre nosotros por la COVIDofobia reinante, es una mala arte. La medicina es una ciencia que se basa en datos contrastados, donde suenan mal actitudes de “parada de burro y arrancada de caballo”.
Quien me conoce, y ya son unos cuantos post en este blog en relación con la COVID-19, sabe que nada tengo que ver con facciones negacionistas del virus ni grupos conspiranoicos, pues contra ellos ya he argumentado largo y tendido. Pero no puede ser lo mismo cuatro que cuarenta. Y cabe dejar claro que:
- Los políticos son los verdaderos responsables de actuar tarde, mal y nunca. Con contradicciones y a destiempo en el inicio de la pandemia y con resultados desastrosos para la salud de nuestro país primero y para la salud económica, después.
- La ciudadanía ha tenido y tiene una actitud ejemplar. Y no se merece que se la someta a un enfrentamiento disuasorio y de distracción entre ellos por una medida preventiva que no tiene demostrada su eficacia: el uso universal de la mascarilla. Sí al distanciamiento social, al lavado de manos y al uso de mascarillas en el transporte público, lugares cerrados y cuando no sea posible el distanciamiento social. Y quien quiera llevarla siempre, todo el respeto.
- En ambos casos hay excepciones, políticos que hacen bien su labor y ciudadanos que no colaboran en el bien común. Pero no podemos pagar justos por pecadores.
Actualmente el que piensa que el uso universal de la mascarilla no es necesario, puede tener la decisión casi unánime de culpabilidad por el jurado popular. Pero siempre habrá algún jurado número 8 (o varios, o muchos) que siembre la semilla de la duda razonable y defienda la presunción de inocencia. Y cabe recordar que al final Henry Fonda (en la película) y José María Rodero (en la obra teatral) consiguieron revertir lo que parecía una realidad incuestionable.
Nos espera un otoño-invierno clave donde será muy importante combinar con calma y coherencia lo mejor de la medicina, salud pública, pedagogía, solidaridad y tolerancia…y el buen hacer de nuestros dirigentes. Y en ese camino la ciudadanía tiene que tener claro que no se juega con ella y su credibilidad. El miedo como recurso solo genera miedo, enfermedad y pobreza.
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