Hoy hablamos de una película que de nuevo es memoria histórica. Una memoria que no debemos olvidar sobre como los errores de los adultos (en formato de guerras) afectan a la infancia. Este es un tema habitual en Cine y Pediatría y lo ha sido en el contexto español principalmente en relación con la Guerra Civil Española y lo ha sido en el contexto europeo principalmente en relación con la Segunda Guerra Mundial. Y lo ha sido en muchos otros contextos bélicos con la infancia de testigo.
Una película que comienza con las declaraciones de los personajes reales que vivieron esta historia, la historia de una infancia ultrajada: “Me arrancaron de los brazos de mi padre y me llevaron con ellos. Nunca olvidaré este momento…”, “Nos bajaron del tren, ponían a los chicos y a los hombres en una cola, a las mujeres y a los niños en otra cola…”, “Tenía 10 meses cuando llegué a Theresienstadt…”, “Por las noches veíamos el resplandor de los hornos….”, “Había cadáveres esparcidos…”, “Espero que mañana no me toque a mí…”, “Siempre muertos de hambre. Solo pensábamos en comer…”, “En teoría tenían que eliminarnos…”, “Cogieron a los 10.000 niños, los llevaron a Chelmo, los metieron en las cámaras de gas y los enterraron en fosas comunes…”, “No me creí que la guerra había terminado hasta que no vi a los rusos capturar a los soldados alemanes…”, “Nos dijeron que íbamos a Inglaterra. Yo no sabía nada de Inglaterra, ni tampoco de inglés. Solo sabía unas pocas palabras como OK…”, “No llevaba nada conmigo, porque no tenía ropa…”, “No sabíamos a dónde íbamos ni qué íbamos a hacer…”. Y tras ello, una aclaración histórica: “En agosto de 1945, el gobierno británico aceptó acoger a mil niños supervivientes de los campos de concentración nazis. Llevaron 300 al complejo Calgarth, junto al lago Windermere. Allí habían reunido a un grupo de psicólogos y voluntarios con la esperanza de rehabilitarlos. Este largometraje está basado en hechos y personas reales”.
Y así comienza la película Los niños de Windermere (Michael Samuels, 2020), una coproducción entre el Reino Unido y Alemania que narra los hechos reales ocurridos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando Oscar Friedmann, un psicólogo judío, buscó la forma de ayudar a los niños supervivientes de los campos de exterminio nazis.
Y es tanto el dolor que estos chicos y niños han sufrido en los campos de concentración y en sus vivencias previas, que no se fían de nada. Ni incluso de la buena voluntad de los que les acogen en otro país. Es tal el trauma que cualquier cola les resulta premonitoria de un nuevo fin, que el cambio de ropa les lleva a pensar en lo peor, o que cuando les preguntan por el nombre solo se les ocurre enseñar su número identificativo tatuado en la piel. Porque algunos de estos jóvenes vienen de vivir las traumáticas experiencias de hasta cuatro campos de concentración. Chicos y chicas que llegan con problemas de salud, de malnutrición, de mala higiene dental, de problemas psicológicos y mentales graves. Por fortuna, no tardan en darse cuenta que el lugar donde se encuentran no tiene focos de vigilancia, ni vallas electrificadas, ni crematorios,…
Es Los niños de Windermere una película donde la crítica proporciona una puntuación regular por sus cualidades cinematográficas. Yo le doy una calificación muy alta por su valor histórico y emocional. Vale la pena entender lo que digo con varias escenas:
- Cuando tienen que poner a los niños pequeños a dormir en habitaciones separadas de niños y niñas, y la cuidadora inglesa dice “Me pregunto cómo les habrá afectado todo eso” y la cuidadora alemana le responde, “Vuélvase”… Y ve lo que ve. Porque son supervivientes a cualquier precio, el precio con el que les ha castigado la guerra de los adultos.
- Cuando uno de los jóvenes huye del centro de acogida y al verse libre entre el bosque y el río, sonríe y ríe de alegría por sentir algo así como la libertad.
- Cuando en el primer desayuno salen corriendo del comedor a esconder el pan que estaba en las cestas, porque mantienen ese instinto puro de supervivencia que le ha llevado a seguir vivos.
- Cuando el rabino les enseña inglés o cuando en la escuela dibujan en un papel en blanco sus experiencias. Dibujos que asustan a la profesora, pues son incapaces de retener recuerdos felices de su vida.
Porque cómo olvidar las vivencias de una realidad rodeada de crueldad en la que crecieron estos chicos y chicas polacos judíos, llena de hambre, palizas, tiros, la horca, la cámara de gas, el abandono, la muerte de sus familias,… Difícil educarles en el “olvídalo y céntrate en el futuro”, difícil hacer desaparecer las pesadillas de sus sueños. Y aún así lo que más les preocupaba era saber si podrían recuperar a sus familias.
Y en el final de la película, como es habitual en este tipo de obras, aparecen los protagonistas reales, ya ancianos, explicando qué significó Windermere para ellos. Y allí se nos muestran las declaraciones de Arek Hersh, Chaim “Harry” Olmes, Sir Ben Helfgott, Schumel “Sam” Laskier, Ice “Ike” Alterman, Sala Feiermann y Salek Falinower, alguno de aquellos centenares de niños. Y el colofón final: “En total fueron acogidos 732 niños supervivientes del holocausto en Windermere y otras localidades del Reino Unido. Cada años, ellos y sus familias se reúnen para celebrar su supervivencia”.
Y esta es la película de hoy, la sencilla (y cruel) historia de un grupo de niños judíos supervivientes de los campos de exterminio que son acogidos en otro pasión, en una mansión cerca del lago Windermere, con el fin de ayudarlos a superar su traumática experiencia y a reinsertarlos en la sociedad. Una película en la que los propios supervivientes se involucraron en su realización, para hacernos partícipes de esta historia tan poco conocida y sin caer en el sentimentalismo fácil, dejarnos el mensaje de que siempre hay luz para la supervivencia.
Recomendable película para ver en familia con nuestros hijos, como un primer acercamiento a una de las grandes tragedias de la historia de la humanidad. Como siempre, pero en esta película más, ver en versión original: pues aquí cabe diferenciar bien los tres idiomas que se mezclan constantemente: inglés, alemán y jidis.
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