Cuando se habla de cine de animación, lo primero que nos puede venir a la mente a muchos son los grandes estudios de producción estadounidense: DreamWorks, Illumination Entertainment, Pixar y, por supuesto, The Walt Disney Company. Sin embargo, no solo de películas norteamericanas se nutre la animación, una visión artística tan amplia como la propia imaginación del ser humano. Y si hablamos de Europa, encontramos estudios reconocidos como Aardman, Les Armateurs o Django Films. Y una de las factorías que mayor renombre ha logrado en la última década es Cartoon Saloon: fundada en 1999 en Kilkenny, Irlanda, por Tomm Moore, Paul Young y Nora Twomey, compañeros durante sus estudios en el Ballyfermot College of Further Education. Su objetivo era producir un largometraje diferente, y entre ellos cabe citar El secreto del libro de Kells (2009) o La canción del mar (2014). Ambas plantean la posibilidad de un cine animado que pueda ser disfrutado por niños y adultos, con una pretensión divulgativa, que no aleccionadora, muy alejada del tono iconoclasta con la que se ha visto relacionado el equívoco concepto de animación adulta durante las últimas décadas.
Pues bien, de este estudio irlandés hoy hablamos de otra joya: El pan de la guerra (Nora Twomey, 2017). Twomey, inspirándose en el trabajo de la escritora y activista Deborah Ellis, narra la historia de la niña Parvana que en el Kabul controlado por los talibanes se ve obligada a disfrazarse de chico, para mezclarse entre una muchedumbre que la señala y la condena. Porque la escritora Deborah Ellis es una activista antibélica muy activa, quien viajara en 1997 a Pakistán para ayudar en un campo de refugiados afgano, experiencia que le sirvió para escribir entre los años 2001 y 2012 la serie de cuatro partes que incluyen “The Breadwinner”, “Parvana's Journey”, “Mud City” y “My Name is Parvana”. Y con esta buena base literaria, esta factoría de la animación logra el aspecto creativo y emocional que se necesitaba, y lo consigue por su impecable tratamiento de la forma y su sobria narrativa, así como por su radical y consecuente apuesta por un tratamiento poético de las imágenes, tan personal en su retrato de las tinieblas como en la trasmisión de los puntuales estallidos de esperanza.
Y es inevitable empezar a hablar de esta película como una fusión de otras dos que forman ya parte destacada de Cine y Pediatría: Persépolis (Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, 2007), una película de animación en blanco y negro que nos explica, fundamentado en un cómic autobiográfico, cómo la niña Marjane vive y crece como mujer en el régimen absolutista de Irán; y Osama (Siddiq Barmak, 2003), la historia de esa niña de 12 años en Afganistán que se hace pasar también por un niño y que consigue transmitir perfectamente su mensaje, su emoción y su denuncia frente a la injusticia a la que se enfrentan niñas, adolescentes y mujeres en el mundo talibán.
Parvana es una chica de 11 años que vive en Kabul durante el periodo de dominio de los talibanes. Y convive en su familia con su padre, quien fuera maestro y que debe su cojera a la guerra, su madre, escritora, su hermana mayor Soraya y Zaki, el lactante de la casa. Y en esa familia sobrevuela el recuerdo de Sulayman, el hermano que murió de niño al explotarle una bomba. Parvana acude a vender al mercado con su padre, al que le gusta narrar historias y dejar enseñanzas a su hija: “Solo los cuentos perduran en el corazón” o “Las preguntas buscaban respuestas, y más preguntas”.
Un día se topan con un antiguo alumno del padre, ahora reconvertido por la causa: “Ahora soy talibán, lucho contra los enemigos del Islam”. Y tras ser el padre detenido es cuando los miembros de la familia se quedan sin recursos y, debido a que las mujeres tienen prohibido ganar dinero, es cuando Parvana decide transformarse en un chico para poder trabajar. Y adquiere el nombre de Otesh, que significa fuego, y en su deambular por la ciudad se encuentra con otra niña convertida en niño, su antigua compañera de clase, Shauzia, que ahora se hace llamar Delowar. Y se hacen pasar por hermanos para poder conseguir el dinero que les permita cumplir su objetivo: dinero que Delowar lo quiere para poder conocer la playa y que Otesh lo utilizará para poder llegar hasta donde está su padre, en una lejana cárcel.
Y es así como este relato de nuestra infortunada Alicia en tierra hostil debe disfrutarse, ante todo, como una experiencia sensorial que consigue extraer oro de muchos quilates de sus necesarias pretensiones de denuncia, tanto políticas como de género, sin que sus etiquetas afecten en demasía a una propuesta que se las apaña para trascenderlas con oficio, humildad y sabiduría. Porque El pan de la guerra explora la cultura, la historia y la belleza de Afganistán desde un punto de vista femenino, pero también el horror del talibanismo sobre las mujeres, sean niñas, adolescentes, adultas o ancianas. Y tras la denuncia sin parangón de esta película, se nos muestra una película cautivadora, no solo por la belleza de sus imágenes, sino también por la valentía, los vínculos familiares, la superación y la lealtad en tiempos de guerra. La historia de una heroína que se enfrenta con coraje e imaginación al momento de misoginia y violencia que le ha tocado vivir.
Por ello, El pan de la guerra debe ser una película de animación imprescindible para prescribir en familia. Por su historia, por la historia, por los valores, por el respeto a las mujeres, por la denuncia al horror de la tiranía del gobierno talibán. Porque una desgracia es que las mujeres tengan que llevar burka, pero mayor desgracia es que nosotros nos lo pongamos para no ver y no denunciar esta crueldad, cuando la religión se convierte en excusa para amordazar la cultura, la libertad y los derechos de los hombres y, sobre todo, de las mujeres. Ya basta de hipocresía en el mundo occidental, sobre todos la de aquéllos que critican nuestra forma de vida o religión, mientras sugieren el respeto a actitudes propias y vejatorias del integrismo islámico. Porque no es nueva la crítica al puritanismo de lo políticamente correcto por ideario y esa relatividad moral hipócrita. Porque si esto no es violencia de género, venga Dios (o Alá) y lo vea.
Las películas de animación son a veces una cosa muy seria. Y El pan de la guerra lo confirma, porque es alimento contra el talibanismo, el de Afganistán, el de Pakistán y el de cualquier país con tal mentalidad. Porque recordemos que los talibanes forzaron una de las más estrictas interpretaciones de la ley sharía como nunca se había visto en el mundo musulmán, que se hizo famosa internacionalmente por la forma de tratar a las mujeres: las mujeres se vieron obligadas a usar el burka en público, no se les permitía trabajar ni recibir educación después de los ocho años (y hasta entonces solo se les permitía el estudio del Corán), no se les permitía ser atendidas por médicos de sexo masculino si no eran acompañadas por un hombre, lo que llevó a que muchas enfermedades no fuesen tratadas, y se enfrentaron a la flagelación pública en la calle y la ejecución pública por violaciones de las leyes de los talibanes.
Y nos quedamos con el pensamiento final de El pan de la guerra, lleno de esperanza: “Somos una tierra con un gran tesoro, nuestra gente. Limitamos con imperios de guerra… Alza las palabras, no la voz. La lluvia hace crecer las flores, pero los truenos, no”.