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sábado, 24 de abril de 2021

Cine y Pediatría (589) “La escuela de la vida”, la naturaleza de un cuento social

 

Esta película francesa que hoy nos acompaña es un bella historia que se ha llegado a decir que está a medio camino entre alguna de las dos versiones de El pequeño Lord (John Cromwell, 1936; Jack Gold, 1980), por la relación entre sus personajes, y Guadalquivir (Joaquín Gutiérrez Acha, 2013), por esa experiencia sensorial con la naturaleza. Hablamos de La escuela de la vida (Nicolas Vanier, 2017). 

La escuela de la vida nos llega como un canto de amor a la naturaleza que nos traslada a la región francesa de la Sologne, junto al río Loire, en los años 1920. Vemos como la señora Célestine, esposa de un guardabosque, trae a su casa a Paul, un parisino huérfano de 10 años: “El señor no ha querido que tenga hijos. Así que cuido a los hijos de los demás”. Célestine y su esposo Borel son criados del Conde de la Fresnaye, viudo y solitario. Y esta adopción-acogida se mantiene en secreto, haciéndole pasar por su sobrino, todo un misterio que se plantea al principio y que veremos desvelarse poco a poco. 

Paul (Jean Scandel, elegido entre más de 2000 aspirantes) tiene un carácter arisco, y así lo expresa al principio: “Yo no llamo mamá a nadie”. Pero su vida cambia radicalmente al recibir afecto y al entrar en contacto con la naturaleza. Y ello ocurre sobre todo al conocer a un cazador y pescador furtivo nocturno y taciturno, Totoche (François Cluzet), un anciano que vive en un barco desvencijado en medio del río. Un ermitaño de buen corazón que es descrito así por Célestine: “Totoche no es un mal tipo. Cómo lo diría, solo que es libre”. Y aunque las cosas no son fáciles al principio, tal como reflejan las palabras de Totoche (“Yo no quiero saber nada de un niño. Sobre todo con un parisino”), poco a poco se encariñará de Paul y le enseñará a conocer la naturaleza, el bosque y el río, las plantas y los animales por sus huellas (jabalíes, ciervos, conejos, faisanes,…), a pescar el salmón, a vivir libre. A conocer la escuela de la vida: “La vida es bella cuando quiere. Y hay que disfrutarla. Pasa rápido”. Y esa escuela que vive, rodeado de naturaleza, adquiere un valor simbólico en ese ciervo gigante de 18 cuernos, el rey del bosque que es una leyenda y no ha visto nadie, salvo Paul. Pero que mantiene en secreto para protegerlo, si bien finalmente encuentran al ciervo en una cacería y lo indultan. 

“La tumba es la casa de los muertos con su nombre grabado encima. Así podemos recordarles cuando les visitamos” le dice Célestine a Paul, mientras éste recuerda que no conoce a sus padres, pues su padre murió en la guerra y no sabe dónde está su madre. Finalmente el chico descubre que nació de una historia de amor no consentida y que su madre en realidad fue la primera niña de la que se ocupó Célestine, pues era la muy querida hija del conde. Y éste, en realidad su abuelo, lo reconoce antes de morir: “Y ahora tu estás aquí y necesitas que te quieran”. Y lo nombra heredero universal, por lo que pasa a ser el Señor Paul. Y Totoche y Borel, antes enemigos, ahora comparten el oficio de guardabosques. 

Es por ello que La escuela de la vida se convierte en un cuento de hadas en tiempo de entreguerras, en un cuento social en medio de la naturaleza que nos plantea no pocos conflictos: sentimentales, afectivos, consanguíneos, amistosos, de clase. Y esta película surge de la conjunción de dos peculiares personajes: el director Nicolas Vanier y el actor François Cluzet. 

Nicolas Vanier, aventurero, explorador, fotógrafo y escritor muy conocido en Francia por su ecologismo y sus expediciones, quien se ha especializado en películas en las que la naturaleza, adquiere una importancia fundamental. La relación con el entorno - la tierra, la flora y la fauna - y las historias infantiles de crecimiento y aprendizaje vertebran buena parte de sus títulos, en los que late la aventura y los valores humanos, tal como ocurriera en El último cazador (2004), Lobo (200), Belle y Sebastián (2013), o sus más recientes Volando juntos (2019) o Mi amigo pony (2020). En La escuela de la vida regresa a su tierra natal, en la Sologne, y rememora sus aprendizajes de infancia y juventud alrededor de la naturaleza, de ahí su cierto valor autobiográfico. Por otro lado, el actor François Cluzet se ha especializado en casi un subgénero propio, como son las películas de campiña francesa: Un doctor en la campiña (Thomas Lilti, 2016), El collar rojo (Jean Becker, 2018), Normandía al desnudo (Philippe Le Guay, 2018), junto con La escuela de la vida y Mi amigo pony de Nicolas Vanier. Películas que comparten como principal objetivo la caricia al espectador (para quien desee ser acariciado, claro está), los conflictos sociales de baja intensidad, el buen apoyo musical, el amor a la naturaleza y a los animales, la sublimación del ámbito rural y una especial sentimiento con riesgo de derivar al sentimentalismo. 

Sea como sea, y con esa mezcla de película de naturaleza e infancia de Vanier y de campiña francesa de Cluzet, La escuela de la vida está destinada a todos los públicos, como una buena parte de ambas filmografías. La escuela de la vida es un homenaje a la naturaleza en sí, una oda a la vida en su estado más puro. Y con una conexión bien pensada entre las dos trama principales (la primera parte es la presentación y la entrega a la propia naturaleza; la segunda nos desvela el secreto que esconde la trama), nos muestra la importancia de aprender a vivir sin miramientos y con el sentido de la libertad por delante.

Porque la vida es una escuela. Y en donde la naturaleza siempre debe ser un aula clave para adquirir valores. 

 

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