“De acuerdo, prestad atención. Ya es hora de empezar. Veréis, esta mañana me he puesto a pensar. He pensado en cómo… como era tener vuestra edad. En cómo venía a rezar como si estuviera obligado a hacerlo. No lo entendía igual que ahora. Y se me ocurrió que debía contaros un secreto. ¿Sabemos qué hacemos cada domingo en la Iglesia nosotros, los adultos? Intentamos deshacer las cosas que hicimos cuando teníamos vuestra edad. Pensad en ello, sois el futuro. Y estáis en la edad en la que sois muy vulnerables al mal. Y cuando digo mal, hablo en serio. Puede que ahora no lo veáis, ni mañana tampoco. Pero lo que parece divertido es vuestro enemigo. Y ese enemigo está apretando la soga que lleváis alrededor del cuello. Mientras experimentáis con ese yugo como si fuera un juguete y pensáis «Por una vez no pasada nada, solo un poquito más» ¡Zas! Ya os ha atrapado”. Esta es la charla que da un pastor a unos adolescentes en su catequesis al inicio de esta película que se desarrolla a principios de los años 90 y cuenta la imprevista experiencia de Cameron, una adolescente de 12 años que, tras el baile de graduación, es descubierta en actitud de intimidad con otra chica. Y sin dilación la película nos muestra cómo esta chica es enviada a un centro en Montana llamado La promesa de Dios, y allí, en medio de la naturaleza y junto a otros jóvenes, poder recibir una terapia de reconversión sexual. En otras palabras, considerar su lesbianismo como una enfermedad.
Nos encontramos ante la película La (des)educación de Cameron Post (Desiree Akhavan, 2018), donde esta directora estadounidense de origen persa (y activista LGTBI) acepta el reto de llevar a la pantalla la novela “The Miseducation of Cameron Post” de Emily M. Danforth, publicada en el año 2012. Sí es cierto que la novela profundiza más en los prolegómenos de nuestra protagonista, Cameron (Chloë Grace Moretz), quien perdió a ambos padres en un accidente de tráfico y vive con una conservadora tía. De hecho, toda su vida familiar y escolar queda mínimamente trazada para centrar enseguida su entrada en La promesa de Dios, allí donde se intenta curar a chicos y chicas de su homosexualidad.
Lo mejor de esta película es, sin duda, su protagonista, la veterana actriz – a pesar de su juventud - Chloë Grace Moretz y ello porque desde niña se ha enfrentado a la cámara dejándonos una apreciable filmografía en series y películas. Y eso lo confirma que ya en Cine y Pediatría nos ha dejado tres obras tan interesantes como diferentes: La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011), Carrie (Kimberly Peirce, 2013) y Brain on Fire (Gerard Barrett, 2016). Ya intuíamos a una joven gran actriz, pero la contención actoral de La (des)educación de Cameron Post lo confirma. Y aquí aporta a su personaje una inusual madurez, esa que a veces la vida exige antes de tiempo a esta adolescente (cabe decir que Chloe Grace Moretz tenía 21 años cuando interpretó este papel, aunque su cara infantil sugiere menor edad). Sabemos que la verdadera identidad de Cameron está salvaguardad por su nivel de aceptación y autoconocimiento y eso entronca con la mirada compasiva con que la directora retrata a los personajes y describe esa experiencia contra natura. De hecho, de la experiencia inversiva de ese internado se destaca la complicidad la protagonista con otros jóvenes en la misma situación de ella, especialmente con Jane (Sasha Lane), la chica de la pierna ortopédica, y Adam (Forrest Goodluck), el chico de ascendencia india. Y tampoco dibuja a los educadores como seres retorcidos o malvados, lo que sugiere que todo es más amable que en otras películas con similar temática. Si bien sí se juega con una perversa reformulación lingüística y a los pacientes se les llama “discípulos”, a la inapropiada reconversión sexual, “reajuste” y a la homosexualidad, “confusión de género” o “SSA-Same Sex Attraction”.
Porque la película se centra en mostrarnos las señas de identidad de estos centros de reorientación sexual, como la moralidad cristiana como arma salvadora, la eliminación de cualquier atisbo de individualismo, el control de la comunicación con el exterior, la insistente búsqueda de culpabilizar a los padres o a traumas no resueltos (que tienen que dibujar en ese esquema de iceberg). Y esa hermética doctora Lidia Marsh (Jennifer Ehle) que les dice: “La homosexualidad no existe. Solo existe la batalla contra el pecado que libramos…El pecado es pecado. Y tú te enfrentas al de la atracción hacia tu mismo sexo. El primer paso sería que dejases de considerarte homosexual… Deberías considerarte cristiana”. Pero la presión a la que son sometidos los internos a veces también viene de la propia familia, como esa carta de un padre: “Rechazo tu petición de volver a casa al acabar el semestre. Aún eres muy afeminado, y esa es una debilidad que no acepto en mi hogar”.
Simbólicamente queman los dibujos de sus dibujos de icebergs en el momento que deciden escapar juntos Cameron, Jane y Adam. Y con la imagen de ellos tres en la parte posterior de una furgoneta termina una nueva película para la reflexión. Posiblemente una película que solo escoge la esencia de la novela, pero quizás esa esencia es suficiente, o al menos así lo debieron interpretar los jurados que la galardonaron como Mejor película en el Festival de Sundance y también con la Espiga de Plata del Festival de Valladolid.
Ni que decir tiene que esta película tiene una profunda relación con Plegarias para Bobby (Russell Mucahy, 2009) y con Identidad borrada (Joel Edgerton, 2018). Y al igual que nuestra película de hoy, estas dos también basan su guion en sendos libros: “Prayers for Bobby: A Mother's Coming to Terms with the Suicide of Her Gay Son”, la novela biográfica de Leroy Aarons sobre la historia real de Bobby Griffith, un adolescente homosexual que se suicidó a causa de la intolerancia religiosa de su madre y de la sociedad; y “Boy Erase: A Memoir” el libro autobiográfico de Garrad Conley, a quien sus padres envían a un programa de terapia de conversión de su homosexualidad (Love in Action, LIA) en el que, a través de doce pasos basados en el estudio de la Biblia, intentan suprimir su orientación.
Porque en estos momentos del siglo XXI y con lo que ya se conoce, debiera quedar claro que la homosexualidad no es una enfermedad y, por tanto, no hay que buscarle cura. Y que el problema no es que haya personas con orientaciones sexuales diferentes, sino que vivamos en una sociedad enferma, rígida e intolerante, donde el verbo amar se conjuga mal y en minúsculas. Y esa es la verdadera promesa de Dios: amar. No otra. Y La (des)educación de Cameron Post nos lo vuelve a recordar.
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