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sábado, 15 de enero de 2022

Cine y Pediatría (627) “Pequeño país”, gran genocidio

 

“Burundi es un estado de África central que limita con Ruanda, Zaire y Tanzania. La capital del país es Buyumbura. En 1992, año que comienza esta historia, la población es de 5,6 millones de habitantes divididos, como en Ruanda, en dos grandes etnias: los Hutus, mayoritarios, y los Tutsis”. Con esta información y el dibujo del mapa de África aparece el título de la película franco-belga, Pequeño país (Eric Barbier 2020)
Gabriel o Gaby (Djibril Vancoppenolle) es un niño de 10 años que vive en un confortable barrio de Buyumbura junto a su padre, un empresario francés, su madre, de origen ruandés, y su hermana pequeña Ana (Dayla de Medina). Tienen varias personas de servicio que les atienden y son una familia aparentemente feliz que cantan juntos en el coche camino del trabajo y del colegio la canción “Sambolera mayi son” de Khadja Nin. Si es cierto que la madre hace tiempo que le pide a su marido irse a vivir a París, porque prefiere criar a sus hijos en un país seguro, y posteriormente Gaby y Ana son testigos de las discrepancias y discusiones de sus padres y algunas palabras mayores: “Nunca debí tener hijos contigo” o “Mamá y papá van a separarse por algún tiempo”

Y también son testigos de las discrepancias en la familia ruandesa de su madre por los acontecimientos que ya se vislumbran entre las dos etnias del país y el devenir de la guerra. Porque se acercan elecciones en Burundi, las primeras elecciones desde su independencia de Bélgica en el año 1962, y donde será importante que el poder vaya a parar a una facción u otra. Y por ello Gaby pregunta a su padre: “¿Qué diferencia hay entre hutus y tutsis?”. Y el padre le contesta: “Los hutus son pequeños y con nariz ancha. Y los tutsis son altos, delgados y con nariz fina, como mamá… Tu eres tutsi total, nunca se sabe qué piensas”. Y continúa la pregunta: “¿Y por qué luchan?”. Y la respuesta irónica del padre: “Tienen el mismo país, lengua y religión… Luchan por su nariz”. Pero estaba claro que la situación no era para tomársela a broma. 

El primer tercio de la película Pequeño país es un canto a la inocencia de la infancia con sus alegrías, bromas, juegos y risas. La luminosidad de la fotografía y las canciones (incluida la canción “Makambo” del ugandés Geoffrey Oryema) y bailes locales oportunamente retratan éste pequeño edén para los menores, donde la influencia de la cultura francesa es evidente, no solo el idioma, sino por las influencias literarias (el grupo de amigos se hacen llamar Los tres mosqueteros) o cinematográficas (en la escuela les proyectan la película Cyrano de Bergerac - Jean-Paul Rappeneau, 1990 -). Pero ya aquí se vislumbran las disputas entre los propios alumnos hutus y tutsis, lo que nos adelanta que algo flota en el ambiente. 

Sin embargo, su tranquila vida está a punto de verse amenazada por la situación política que estalla en el país. Y es entonces cuando el resto de metraje de Pequeño país se vuelve oscuro, color que refleja esa pérdida del paraíso para ir directamente al infierno, cuando el caos se desata en su ciudad y estalla la guerra civil seguida del genocidio de los tutsis en la vecina Ruanda que se extiende a Burundi. Y ya Gaby, Ana, sus amigos de pandillas y sus primos dejarán de columpiarse, y desaparecen los juegos y las risas. 

Y muchas de las fechas del genocidio entre hutus y tutsis son reproducidas en la película. Y las noticias de la radio son inexorables ante el olvido de la comunidad internacional a este pequeño país. Somos testigos de la huida de la madre de Gaby y Ana a Ruanda, como lo hicieron miles de ciudadanos tutsis, que estaban siendo masacrados. Y estos niños son testigos de la preocupación de las conversaciones, de los tiros en la distancia, de los muertos por las calles, y del regreso de una madre irreconocible tras desaparecer durante un tiempo, psíquicamente muy afectada y obsesionada por la muerte vivida de sus sobrinos. 

Y a partir de ahí la barbarie, la sinrazón, el odio sin freno, la venganza sin límites. Y cuando a Gaby la turba le hace la pregunta antes de cometer un acto salvaje (“Tú debes elegir ¿tutsi o francés, francés o tutsi?”), su acto y sus lágrimas acaban con cualquier atisbo de inocencia.  Y de ahí el salto temporal a la Buyumbura de hoy, con ya un joven Gabriel que regresa y visita la tumba de su padre, los restos de su casa, y una madre que sobrevive entre las ruinas de la casa mientras sigue cantando la frase “¿Dónde están mis niños?” por la visión de aquellos primos muertos hace más de una década. 

Y todo el color y alegría de la primera parte de la película se transforma en oscuridad y desasosiego en la segunda, el mismo oscurantismo y desasosiego que dejan las guerras y sus secuelas. Y con los recuerdos de infancia de Gabriel y Ana, mientras suena la canción “Petit Pays” de Gaël Gay, rapero nacido en Byumbura, finaliza esta dura (y necesaria) película. Y es entonces cuando reconocemos que esta película se basa, precisamente, en la propia experiencia de Gaël Gay, quien a los 13 años y escapando de esta guerra civil en Burundi emigró a Francia , y desde allí, escribió sus experiencias de aquellos tiempos con el libro publicado en 2016 bajo el título homónimo, “Petit Pays”. Así que él es nuestro Gabriel y esta es su historia, su dura historia, la de un gran genocidio en un pequeño país.

Pequeño país es un canto a esa identidad irrenunciable que es la infancia y también una denuncia – una más – acerca de las consecuencias duraderas y profundas de la violencia, aunque cabe no olvidar que debe ser asimismo una puerta hacia el futuro, con el objetivo de cerrar heridas y buscar la reconciliación. Y entre hutus y tutsis no es una tarea fácil. 

Sirva esta película para recordar aquella Guerra Civil entre hutus y tutsis y cuya ola de asesinatos duró 100 días y acabó con casi el 11% de la población de Ruanda, donde vivían 7 millones de personas en 1994. Porque de abril a julio de aquel año, miembros de la etnia tutsi fueron víctimas de asesinatos de forma planificada, sistemática y metódica, a manos de sectores radicales de la etnia hutu. 

Aunque la muerte del presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, y su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, la noche del 6 de abril de 1994 por un ataque con un misil al avión en el que viajaban, dio inicio al genocidio, existía un conflicto más profundo. Porque las causas se remontan al periodo colonial del siglo XIX, cuando los belgas tenían el control del país y empezaron a clasificar a la población de acuerdo a su etnia. La inequidad en los beneficios entregados a cada una de estas ocasionó las tensiones. A los tutsis, que conformaban en 14% de la población, les fueron otorgados mejores empleos, por considerar que eran más parecidos a los europeos; mientras que los hutus, mayoría en Ruanda, fueron relegados a tareas menos cotizadas. 

En 1962, Ruanda y Burundi declararon su independencia y, en medio de una solicitud de igualdad de derechos, la etnia hutu tomó el control político de estos países. Más de diez años después, en 1973, el hutu Juvénal Habyarimana llegó a la presidencia mediante un golpe de estado en Ruanda y algo similar ocurrió en Burundi, como nos cuenta esta película, con el hutu Cyprien Ntaryamira. Las tensiones interétnicas fueron creciendo hasta esa fatídica noche de 1994. A partir de ahí, hasta los propios medios de comunicación sirvieron como instrumento oficialista al trasmitir llamamientos a matar a todo aquel que fuera miembro de la etnia tutsi, a quienes se referían como “cucarachas”. Se estima que un millón de personas fueron asesinadas y al menos 250.000 mujeres fueron violadas. 95.000 niños fueron ejecutados y cerca de 400.000 quedaron huérfanos. 

Ante un genocidio así, es normal que prescribamos la película Pequeño país, tan dura como necesaria. Porque lo que nos cuenta la novela autobiográfica de Gaël Gay y la película de Eric Barbier es el recuerdo de un gran genocidio ocurrido recientemente en un pequeño país africano. Y con el objetivo de que todos deberíamos intentar que nunca se vuelva a repetir. Y espero que no caigamos en el desánimo de tanto repetirlo y no cumplirlo.


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