Jaime Rosales es un peculiar director español fiel a un cine muy característico, sosegado e introspectivo, al que le gusta narrar historias de personajes urbanos corrientes e inmersos en los problemas de la cotidianeidad. Y para ello se fundamenta en varios pilares, como es el buen retrato de sus personajes (cuyos actos tienen consecuencias y de los que son responsables bajo una perspectiva ética), el buen manejo del tempo narrativo, los silencios y los fueras de campo, incluso con recursos de gran originalidad como la polivisión (herramienta que permite dividir la pantalla en dos mitades para mostrar puntos diferentes de la misma escena). Es Jaime Rosales un buen alumno de Robert Bresson o de Yasujiro Ozu, cineastas que declara admirar. En realidad, Rosales comenzó a trabajar como guionista de cine y televisión, pero para expresar ese mundo interior propio, hace que en el año 2000 funde con José María de Orbe la productora Fresdeval Films, con la que sacará adelante sus proyectos “sobre temas de interés social, humano y cultural”, como él mismo declaró.
Su primer largometraje, Las horas del día (2003) no pasa desapercibido, allí donde Abel, un tipo de apariencia apocada que cuida a su madre postrada en la cama, esconde el triste alma enferma de un asesino, sin razones aparentes para matar, a no ser el hastío interior que propicia el entorno social donde se desenvuelve. Pero su despegue en el séptimo arte deviene con La soledad (2007), película que se alzó con tres Goyas, incluida Mejor película, desbancando a la gran favorita de esa edición, como fue El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007). Luego llegaron Tiro en la cabeza (2008), basada en el asesinato de los dos guardias civiles a manos de tres terroristas etarras, Sueño y silencio (2012), sobre cómo un accidente transforma la vida de una familia, Hermosa juventud (2014), alrededor de la supervivencia de dos jóvenes en la España actual, Petra (2018), sobre la búsqueda del padre que no se conoció, y Girasoles silvestres (2022), aún pendiente de estreno.
El cine de Jaime Rosales reclama un público que vaya más allá del cine de entretenimiento, dispuesto a esforzarse para disfrutar de sus historias y de su honestidad detrás de la cámara. Y en Cine y Pediatría quiero hoy reseñar dos de sus obras, aquellas que han sido premiadas en el Festival de Cannes, y que atesoran aspectos de interés en relación con la familia, la juventud y los hijos: La soledad y Hermosa juventud.
- La soledad (2007) disecciona la vida paralela de dos mujeres y madres a través de sus problemas y superaciones. Y para ello fragmenta la historia en cinco capítulos (I. Adela y Antonia; II. La ciudad; III. La tierra firme; IV. El ruido de fondo; y V. Epílogo) y la pantalla en dos partes en casi todas las escenas de interior (esa polivisión, que una vez vista no se olvida). Una experiencia visual, con cámara fija, incluso con planos vacíos donde los personajes dialogan fuera de plano, actores poco conocidos que impresiona por su naturalidad en esos entornos vitales llenos de ruido ambiente.
Historias paralelas y encontradas en Madrid de dos madres coraje, Adela y Antonia. Adela (Sonia Almarcha), en la tercera década de su vida, separada de su marido Pedro (José Luis Torrijo, Goya a mejor actor revelación), deja atrás su pueblo leonés natal para marcharse con su hijo lactante a la capital. Antonia (Petra Martínez), en la sexta década de su vida, regenta una tienda de barrio y la buena relación con sus tres hijas (Helena, Nieves e Inés) se complica ante varios acontecimientos familiares. Adela comparte piso con Inés y su novio y sus vidas se cruzan, allí donde la carestía económica no es ajena al devenir de sus personajes para salir adelante. Y dos hechos inesperados cambian el devenir de los acontecimientos: “Siento vergüenza, me siento culpable de que si no me hubiese ido a Madrid…” confiesa una abatida Adela a su abatido marido. Y con esa polivisión que aporta Rosales a sus escenas, sentimos la soledad de una madre de perder un hijo y la soledad de unas hijas de perder una madre. Sin más. Y sin menos.
- Hermosa juventud (2014) narra las vivencias de Natalia (Ingrid García Jonsson) y Carlos (Carlos Rodríguez), dos jóvenes enamorados que acaban de entrar en la veintena y que luchan por sobrevivir en la España actual dentro de su barrio de Madrid. Natalia vive con su madre separada, y dos hermanos menores; Carlos con una madre enferma y casi inválida. Son parte de esa juventud ya tan reconocible que no tienen grandes ambiciones porque no albergan grandes esperanzas y se ahogan entre botellones en los polígonos industriales y en esos barrios alrededor de la M30, M40 y M50.
Se buscan la vida con cualquier trabajo con el que puedan sacar algo de dinero y por ello, y por el dinero fácil, llegan a grabar una película porno casera (es tal el descarnado realismo que hasta forma parte del elenco Torbe, el conocido productor español de cine X). El embarazo inesperado de Natalia complica las cosas, tal como le expresa su madre: “Fantástico, genial. ¿Qué piensas hacer? Tú no tienes trabajo, yo no tengo dinero. No es un buen momento para que tengas un hijo, Natalia”. Y las dudas se ciernen sobre Carlos: “Lo único que pienso es que va a venir y no voy a poderle dar nada. No voy a ser un buen padre… Aún quiero seguir haciendo mis cosas. Y con un niño cambia todo”.
Y al igual que Jaime Rosales en La soledad se apoyó narrativamente en la polivisión, aquí recurre a un peculiar uso de la cámara a través de los videojuegos y chats para narrar la historia y las movidas de pareja, así como una original manera de describir el embarazo y nacimiento de su hija. Un buen recurso narrativo para llegar al nacimiento de Julia, que se convertirá en el principal motor de sus cambios.
Es en esos momentos cuando Natalia comienza la frenética entrega de curriculums en tiendas y comercios, con poca (o nula) esperanza. Y comienza a dimensionar una realidad que obviaron previamente, lo que demuestra en los consejos que da a su hermano menor: “Si dejas de estudiar te va a pasar como a mí y como a Carlos y no vas a tener nada”. Y ello junto con las dificultades propias de la crianza, expresadas en esta reflexión de su madre: “Si te dijeran lo duro que es, nadie tendría hijos. Desapareceríamos del planeta”. Y todo ello en un entorno donde la palabra paro todo lo cubre, paro en los hijos, en los hermanos… y en los padres.
Natalia, Carlos y su hija viven en la casa de la abuela materna. Surgen las discusiones de pareja porque él “no está dando un palo al agua” y algo le deja claro: “No te enteras de que tenemos una niña, no te enteras de que la tenemos que sacar adelante”. Y ya la situación no da para más, pues cada vez son más en casa y la abuela no puede tirar del carro con el mismo dinero. Así que Natalia busca irse fuera de España, porque “para limpiar váteres no hace falta alemán” y “a cualquier sitio mejor que éste si aquí no hay nada que hacer”. Y es aquí donde surge un recurso narrativo similar al anterior, con esas imágenes de móvil y chats que pasan deprisa y sin sonido, para contar su viaje y experiencia en Alemania. Y esas conversaciones por Skype con Carlos y con su madre, quien se quedó al cargo de la hija. Pero, finalmente en Alemania, el futuro no llegó a ser tan alentador, y acaba haciendo lo mismo que hizo en España con el porno, solo que ahora sola. Y así termina esta Hermosa juventud, con un fundido en negro. Y ahora a digerirlo…, pues probablemente nuestra realidad actual iguale o supere lo aquí descrito.
Dos ejemplos en la filmografía de Jaime Rosales para entender la ética y la estética de este peculiar director que nos enfrenta a su particular polivisión de una realidad familiar y social que no nos es ajena, y con tres maternidades de fondo (la de Adela, la de Antonia y la de Natalia). Pero que, cuando nos la muestra con este grado de verismo, sentimos que esa hermosa juventud está tan alejada de nuestro ideal que nos deja sumida en una profunda soledad.
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