Desde el comienzo de la invasión rusa el pasado 24 de febrero de 2022, ha pasado poco más de dos mes y ya la salida de más de 6 millones de refugiados desde Ucrania ha desbordado a los países de acogida, la mayoría mujeres y niños. Un paciente menor de 15 años ucraniano se ha convertido en refugiado casi cada segundo desde el comienzo de esta guerra, en un periplo incierto y en un futuro aún más oscuro. Los países de acogida se han visto desbordados por esta crisis que no tiene precedentes en cuanto a velocidad y escala desde la Segunda Guerra Mundial. Y no ha hecho más que empezar. Y no se atisba una solución.
Porque Ucrania, uno de los países más extensos de Europa, es una región del mundo donde los conflictos bélicos y la inestabilidad política han sido habituales. Y la filmografía de ese país (muy ajena en nuestros lares) se ha hecho eco de ello, y sirvan como ejemplo las películas Maidan (Sergei Loznitsa, 2014), Donbass (Sergei Loznitsa, 2018), Esta lluvia no cesará (Alina Gorlova, 2020), o Anton, su amigo y la revolución rusa (Zaza Urushadze, 2019). Y en esta última película vamos a centrar nuestra atención.
Zaza Urushadze es un director de nacionalidad georgiana que trabaja en Ucrania. Conocido en España por su film Mandarinas y por el que fue nominado a los Óscar como mejor película de habla no inglesa, es un alegato antibelicista ambientado en la guerra civil georgiana de principio de los 90. Años después volvió a reflejar los temas bélicos con esta con el peculiar título de Anton, su amigo y la revolución rusa, inspirada en una conmovedora historia real alrededor de la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial. El director falleció de un problema cardíaco antes de ver estrenada esta su última película.
Esta película adapta la novela de tintes autobiográficos de Dale Eisler, “Anton, a young boy, his friend and the Russian Revolution”, publicada en el año 2010. Está ambientada hace un siglo en un pequeño pueblo ucraniano cerca del Mar Negro, muchos de cuyos habitantes son de origen alemán. La película cuenta la inquebrantable amistad que se forja entre dos niños, uno cristiano – Anton (Nikita Shlanchak) - y el otro judío – Yasha (Mykyta Dziad) -, en un tiempo convulso en el que las diferencias étnicas y religiosas llevaban a menudo a actos de barbarie, incluso guerras. Estamos en el año 1919, recién terminada la Primera Guerra Mundial y con el reciente triunfo de la Revolución Soviética. La historia se hace eco de la presencia de fuerzas bolcheviques en Ucrania, en busca del codiciado grano que ahuyente el fantasma del hambre. Un trasfondo con la lucha por la independencia de Ucrania que acabaría zanjándose temporalmente con el ingreso de Ucrania como república socialista y soviética en la URSS.
La película tiene el interés de ese contraste entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos. Por un lado el mundo poético e inocente que ambos niños forjan en su entorno rural, mientras se hacen preguntas cuando miran las nubes del cielo acostados en las pajas de trigo: “No sabía que los judíos fueran al cielo”, pregunta Anton, y Yasha le contesta: “Pues claro, es que cada uno tenemos nuestro cielo especial”. Por otro lado, el mundo prosaico y enrevesado de los adultos, de las naciones, las etnias, las religiones y las ideologías, en un momento de la historia particularmente difícil en Europa y en Ucrania. Como ahora, solo que un siglo después.
Aparece la ciudad de Odesa, aquella cuya famosa escalera fuera filmada para la historia del cine en la mítica película El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925). Y la conversación de esos niños, mientras regresan con la sal de la salina: “Dicen que ahí hay poco agua. Lo llaman el Mar Muerto, aunque no sé quién lo mató. Mamá murió antes de contármelo. El Mar Negro no es negro tampoco, es verde y azul. Lo vi en Odesa. Así que puede ser que el Mar Muerto no esté muerto”. Y en ese entorno, la llegada de los bolcheviques atemoriza a los habitantes, pues temen que se quede con sus cosechas. Y asesinan a sangre fría al padre de Anton de un disparo, sin más, por venganza. Y se organiza la resistencia. Y surgen las preguntas: “Yasha, ¿por qué odian a los judíos?”. Y las declaraciones de la más pura amistad, una amistad que tiene que sobrevivir a esa guerra de los adultos: “No me imagino un cielo sin amigos, sin ti”. Ahora Anton no tiene padre. Y Yasha no tiene madre, y es su padre judío el que les dice: “La vida es una injusticia tras otra, pero tenéis que aprender a vivirla porque solo tenemos una”.
Pero la revolución bolchevique sigue adelante, pese a la resistencia de estos ucranianos de origen alemán que se enfrentan al mismo Trosky (Oleg Simonenko), aquel ucraniano que fuera el líder del movimiento internacional de izquierda, caracterizado por la idea de la revolución permanente y al que se considera verdadero organizador en la revolución comunista rusa de octubre de 1917, también creador del Ejército Rojo. Y así nos dice en la película el propio Trosky: “No es tiempo de emociones. Cada uno de nosotros ha de ocupar su lugar y empujar los engranajes de la historia. Son tiempos para el cambio”. Acabar con Trosky sería para la resistencia una gran ayuda para terminar con el infierno bolchevique, aquellos partidarios de la dictadura del proletariado y de la intransigencia izquierdista.
Anton y Yasha labran una amistad más poderosa que sus diferencias religiosas o culturales, lo que les permite crear un mundo propio que los protege del miedo, la violencia y las divisiones que los rodean. Y a ellos les gusta esconderse en su cueva de heno, desde donde observan a los adultos y sus intrigas, y también les gusta mirar las nubes y buscar en las fotografías del cielo a las personas que querían. Y con una de esas fotos, ya en el encuentro en su senectud de los dos amigos, finaliza la película, en lo que es una conmovedora historia real sobre cómo la amistad infantil puede ser más fuerte que los prejuicios adultos. Porque esa amistad fue su escudo.
El guion está escrito por el propio director, por Vadym Yermolenko y por Dale Eisler, escritor y periodista canadiense de origen ucraniano y autor del libro, un relato real inspirado en la historia de la familia de su madre y en sus investigaciones periodísticas sobre lo que les sucedió durante la Revolución Rusa a los alemanes que vivían en Ucrania. Y esta película nos debe hacer recordar esta particular presencia de alemanes en Rusia, concretamente alrededor de la zona de Odesa, pero también en otras regiones de la extensa Rusia: alemanes de Moscú, del Vístula, del Báltico, del Volga, del Mar Negro, de Crimea, del Cáucaso o de Volinia,
Es Anton, su amigo y la revolución rusa un canto a la amistad y a la paz en el contexto de una invasión rusa a Ucrania en tiempos convulsos. Ha pasado un siglo y se repite la cruel historia, como si no hubiéramos aprendido nada. Y donde decenas de miles de niños – decenas de Anton y Yasha – han huido de su país, un país desbastado por la guerra y atemorizado por la invasión.
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