Cinco nombres son responsables de una bella película que se ha convertido en una verdadera disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida. Esos nombres son los del novelista alemán Thomas Mann, el director italiano Luchino Visconti, el actor británico Dirk Bogarde y su personaje cinematográfico icónico, el del compositor Gustav von Aschenbach; y también la música de Mahler, verdadero leitmotiv desde los mismos títulos de crédito, con la melodía de su Tercera y Quinta Sinfonía. Y todos tenemos en mente de qué título hablamos.
Porque en el año 1912, Thomas Mann publicó su novela corta “Der Tod in Venedig”, en lo que es una historia aparentemente simple de dos personajes en un hotel balneario, pero donde se profundiza en el drama interior de uno de los personajes; el personaje original de Mann era un escritor de clase media. Novela que adaptara como película Luchino Visconti en el año 1971, donde el personaje principal pasa a ser un músico afamado y cultivado en la famosa película Muerte en Venecia y que forma parte de la conocida como trilogía alemana de este director, precedida por La caída de los dioses (1969) y continuada con Luis II de Baviera, el rey loco (1972), un tríptico en el que el director italiano se obsesiona por la diferencia entre lo ideal y lo real, marcando una gran distancia entre ambos. Y cabe decir también que dos años después, en 1973, se estrenó la ópera homónima de Benjamin Britten.
La película Muerte en Venecia es inolvidable desde el inicio. Un barco de vapor surge entre la niebla del amanecer entrando al puerto de Venecia, y entre la tenue luz del amanecer aparecen los títulos de crédito acompañados de la música de Mahler, omnipresente. Y sobre la cubierta, sentado con un libro en cubierta, aparece la triste figura de un hombre con sombrero, gafas, bufanda y abrigo, que divisa el perfil de la ciudad de los canales. Descubriremos con algunos flashback que es el afamado compositor alemán, Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde), que busca unos días de reposo para tranquilizar su espíritu y aliviar su corazón en la isla de Lido, concretamente en el Grand Hôtel des Bains, donde se alojan aristócratas europeos y donde él intentará alejarse de su vida en Múnich. Y será en su primera noche en ese hotel donde sus ojos se detendrán sobre una familia polaca, conformada por una elegante madre (Silvana Mangano), la institutriz, tres hijas menores y Tadzio (Björn Andrésen, elegido entre centenares de candidatos), un adolescente andrógino vestido de marinero cuya presencia turba a von Aschenbach, conmovido por su apolínea belleza, y quien despiertan en él sentimientos inéditos. Cabe reseñar que los trajes de época (los de gala y los de baño) de nuestros personajes le valieron a esta película la única nominación al Óscar, el de Mejor vestuario.
Desde el inicio Visconti pone sobre la mesa todas sus cartas en esta película de culto que es un drama en el que sobrevuelan las pulsiones de la homosexualidad, una pandemia que se avecina y la muerte que llega en silencio. Allí donde se encuentra la provocadora belleza de la juventud con la decadencia que nos devuelve la vejez, la pureza del intelecto corrompida por la frivolidad de los sentidos, la lucha interior entre lo que se desea y lo que la moral predica. Una película donde abundan las reflexiones sobre todo lo anterior: “A veces pienso que los artistas somos como cazadores agazapados en la oscuridad, que ni siquiera saben cuál es su blanco. No podemos pedirle a la vida que ilumine nuestros objetivos ni que nos indique el camino. La creación de la belleza o de la pureza es producto del espíritu… No se puede llegar al espíritu a través de los sentidos, no es posible. Solo a través de un completo dominio de sí mismo, de los sentidos, puede alcanzarse la sabiduría, la verdad, la dignidad humana”, “El arte es la mayor fuente de educación y el artista desea ser un perfecto ejemplar, tiene que ser un modelo de equilibrio y fuerza, no puede ser ambiguo”, “La creación de la belleza y la pureza es un acto espiritual” o “El mal es una necesidad, el alimento del genio”. Y todo ello mientras nuestro compositor se convierte en un voyeur solitario (y los espectadores con él), mientras Tadzio está con sus hermanas y su institutriz o su madre, o en compañía de amigos de su misma edad: cuerpos jóvenes y esbeltos que retozan entre sí, para su desespero al sentir al muchacho tan inalcanzable como irresistible.
Porque así como el siroco se ha apoderado de su estancia en Venecia, el pensamiento de Tadzio se ha apoderado de Gustav, con sus cruces de mirada en el comedor o en la playa. Las tribulaciones que siente hacia el joven le atormentan, por lo que decide irse de Venecia y entonces se cruzan una contenida mirada cercana y surge el pensamiento de nuestro protagonista: “Ve con Dios, Tadzio. Todo ha sido demasiado breve. Que Dios te bendiga”. Pero el destino quiere que no sea así, y en el reencuentro se reaviva el juego de esos dos personajes cuya homosexualidad se agita en la represión moral de aquella primera etapa del siglo XX: “No debes sonreír así. Nunca debes sonreír así. Te quiero”.
La obsesión le hace perseguirle entre las estrechas calles y canales de la ciudad, una ciudad donde ya Gustav va tomando consciencia de unos acontecimientos extraños (muertes repentinas, campañas de desinfección de las calles,…) y, pese a las explicaciones evasivas de los venecianos, consigue descubrir que Venecia está aquejada de una epidemia de cólera, escondida por las autoridades para que los turistas no abandonen la ciudad. Y el mal que se avecina sobre la ciudad se suma al mal que se avecina sobre él, donde el patetismo aumenta con escenas como las del prostíbulo o la del grupo histriónico de cuatro músicos que interrumpe la paz del hotel. Continúan el juego de miradas cruzadas y sin palabras entre nuestros dos personajes. Y nos traslada a esa escena final con la figura de Tadzio alejándose en la orilla del mar, mientras unos socorristas vienen a levantar el cuerpo sin vida de Aschenbach, todo ello bajo ese leitmotiv musical de Mahler que nos sigue acompañando… y quedará siempre en nuestro recuerdo.
Porque Muerte en Venecia combina la epidemia de cólera de la ciudad decadente con la pandémica belleza de sus escenas, con esa fotografía (de Pasqualino de Santis) y música (de Gustav Malher) embriagadoras. Una Venecia que se hace carne en Gustav von Aschenbach, personaje que fusiona tres vidas en el guion: la del propio Thomas Mann, por todo lo que de autobiográfico tiene el texto; la del compositor Gustav Mahler, quien también inspiró al personaje que Mann creó; y, sobre todo quizás, la del propio Luchino Visconti, con la intención de plasmar sus propias inquietudes y anhelos - pues era conocida su homosexualidad -, amén de rendir homenaje a la vida y música de Mahler. Y, al final, tanto Venecia como Gustav von Aschenbach mueren por partida doble, por enfermedad y por belleza. Por melancolía.
Pureza, represión y muerte se conjugan en Muerte en Venecia en esa epidemia de belleza que nuestro decrépito compositor encuentra en la belleza juvenil de Tadzio. Y en muchas escenas el adagietto de Mahler, música que nos sugiere esa dimensión trágica que rodea la historia en una película que ha despertado pasiones a favor y en contra.
Visconti fue un hombre de gustos refinados y complejos, donde sus conocimientos y sus pasiones no se aislaban en compartimentos estancos, otorgándole cierto aire de artista total, de tal manera que el literato, el hombre de escena, el cineasta, el músico y el pintor se superponían en cada obra suya, sin que pese a ello su manera de narrar fuera ecléctica. Porque el cine de Visconti se mueve entre varios parentescos, sin llegar a identificarse enteramente con ninguno. El primero es el populismo de corte neorrealista, al que pertenecen Obsesión (1943), La tierra tiembla (1948), Bellísima (1951) y Rocco y sus hermanos (1960); el segundo es la tendencia operística de Senso (1954), La caída de los dioses (1969) y Luis II de Baviera, el rey loco (1973); y el tercero es su cine literario, que se inicia en Noches blancas (1957), El gatopardo (1963), El extranjero (1967) y Muerte en Venecia (1971).
Cabe señalar que la obsesión de Gustav por Tadzio en la película quizás fuera superada por el propio Visconti a la hora de buscar al chico perfecto que personificara la belleza absoluta en su adaptación de la novela de Thomas Mann. Y encontró su Tadzio, tras viajar por toda Europa, en Suecia y en el tímido adolescente Björn Andrésen, a quien llevó a la fama internacional de la noche a la mañana y a pasar un corto tramo de su turbulenta juventud entre el Lido de Venecia, Londres, el Festival de Cannes y el tan lejano Japón. Y cincuenta años después del estreno de Muerte en Venecia, se estrenó el documental El chico más bello del mundo (Kristina Lindström, 2021) para reencontrarnos con Björn Andrésen, en lo que es una película sobre la mitomanía, el abrasivo poder devorador de la fama y el precio de la belleza.
Y hoy Visconti, Mann, Mahler y Bogarde se dan cita en esta ciudad de los canales y en un día muy especial para mí. Una epidémica belleza para celebrar un nuevo cumpleaños.
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