Paul Thomas Anderson es un director, guionista y productor de cine estadounidense considerado como uno de los grandes talentos contemporáneos del séptimo arte, incluso catalogado como niño prodigio en sus inicios. Ha dirigido nueve largometrajes y ha estado nominado a once premios Óscar por Boogie Nights (1997) y por Magnolia (1999), ambos como mejor guion original, por Pozos de ambición (2007) como mejor película, director y guion adaptado (y que ganó a mejor actor para Daniel Day-Lewis y fotografía), por Puro vicio (2014) como mejor guion adaptado, por El hilo invisible (2017) como mejor película y director (y que ganó a mejor vestuario), y por Licorice Pizza (2021) como mejor película, director y guion original. Y aunque no ha conseguido ningún Óscar (y ya es uno más de esos eternos candidatos), si ha conseguido galardones en otros festivales de clase A: Oso de Oro a mejor película en el Festival de Berlín por Magnolia y Oso de Plata a la mejor dirección por Pozos de ambición; mejor director el Festival de Cannes por Embriagado de amor; León de Plata al mejor director en el Festival de Venecia por The Master (2012): y un BAFTA al mejor guion original por Licorice Pizza. Y a esta, su última película, nos referimos hoy, pero vale la pena revisar en Cine y Pediatría la ya comentada película Magnolia, y que nos deja un magistral aroma alrededor de las secuelas por una paternidad con malos tratos.
Porque este cineasta de Los Ángeles se ha consagrado con su caligrafía estética y su cautivador sentido para captar las conexiones humanas, con varias señas de identidad: su marcado interés por las relaciones interpersonales en películas generalmente corales (y con largo metraje), en las que la interrelación hijos y padres tiene marcada relevancia; también su interés por abordar la soledad y el amor, en su escrutinio sobre la condición humana; la recurrente presencia de El Valle de San Fernando en sus películas, el espacio en que creció y al que le gusta definir como el Beverly Hills de la clase trabajadora, un lugar poblado por los técnicos anónimos de la fábrica de sueños, en la que floreció la industria porno que él mismo retrató en Boogie Nights; y un buen sustento en sus bandas sonoras. Y estas premisas también están presentes en Licorice Pizza, esa forma de entender el amor juvenil en la década de los 70.
Y en Licorice Pizza vuelve a rodar cerca de su casa, en su Valle de San Fernando natal, y lo hace rodeándose del talento que tenía más a mano, fichando para los papeles principales al jovencísimo Cooper Hoffman, hijo del tristemente desaparecido Philip Saymour Hoffman (que antaño fuera su actor fetiche) y a la pequeña de las hermanas Haim, Alana, componente junto a sus hermanas de la banda musical HAIM con las que Thomas Anderson ya había trabajado previamente en sus videoclips. Y nos narra la relación entre Alana Kane (Alana Haim) y Gary Valentine (Cooper Hoffman), de cómo se conocen, se hacen socios en distintos negocios y acaban generando una peculiar historia de amor en el Valle de San Fernando en la década de los setenta, cuando Nixon gobernaba el país.
Ambos serán los protagonistas de una convulsa historia de amor adolescente a la carrera por las soleadas calles de Los Angeles, bajo una B.S.O. excepcional propia de la década de los 70 (“Stumblin´In” de Chris Norman y Suzi Quatro, “Peace Frog” de The Doors, “Let Me Rool It” de Paul McCartney & Wings, “Life on Mars?” de David Bowie o “Tomorrow May Not Be Your Day” de Taj Mahal), pero también de décadas previas (“Ac-Cent-Tchu-Ate The Positive” de Bing Crosby, “July Tree” de Nina Simone, “But You´re Mine” de Sonny & Cher, “7 Rooms of Gloom” de Four Tops o “I Wishen On The Moon” de Roland Kirk) o posteriores (“Lisa, Listen to Me” de Blood, Sweat and Tears o “Cotton Fields” de Sandler & Young); así como un buen número de piezas del pianista de jazz Johnny Guarnieri.
El título de Licorice Pizza evoca una desaparecida cadena de discos de los años 70 de Los Ángeles que, a su vez, homenajeaba un gag de los cómicos Abbott y Costello, donde la pareja intentaba vender vinilos haciéndolos pasar por pizzas de regaliz (“licorice”, en inglés). El detalle no es banal, porque eso es en gran medida el enfoque de esta película, un canto melancólico que evoca esa frontera de la adolescencia en el que la vida se abre paso a todas sus posibilidades y uno cree que puede volar. Y que se traduce en esta especial relación de pareja entre Alana, quien a sus 25 años sigue buscándose a sí misma en el entorno de una familia judía que le dice aquello de “Deja de estar enfadada con todo el mundo”, y Gary, un simpático adolescente de 15 años con sobrepeso y acné. En seguida los negocios serán su punto de unión, y se convierten en más amigos que novios, más que novios, socios (de una empresa de camas de agua con el peculiar nombre de Bernie el Gordo) y candidatos a actores (él ya lo era de musicales infantiles y ella lo intenta luego); luego separan sus trabajos (Alana como colaboradora en la campaña de un político y Gary abriendo una empresa de maquinas de pinball, el Palacio del Pinball de Bernie el Gordo). Con ello cada uno de estos jóvenes intenta dar una vuelta a su mundo y hacer algo con sus vidas.
Y en la historia aparecen puntualmente algunos consagrados actores interpretando a personajes reales de aquellos momentos: Sean Penn (como el actor Jack Holden, en realidad William Holden en plena decadencia), Bradley Cooper (como Jon Peters, el productor que lanzó la carrera de Barbra Streisand y también ahora el quinto marido de Pamela Anderson), John C. Reily (como Herman Munster, basado en el monstruo de Frankestein de la serie televisiva The Munsters), Christine Ebersole (como Lucy Doolittle o Lucille Ball, ya en la cuesta abajo de su carrera), también Ben Stiller y hasta el músico Tom Waits (como el realizador Rex Blau, una combinación de varios directores medio locos de la época). Y pese a ello, no es la aparición de estos consagrados actores lo que le da el mejor tono a la historia.
Y así Licorice Pizza se nos presenta como una película (o disco en forma de pizza de regaliz) para hacernos el particular retrato de aquella época y una historia de amor casi imposible entre jóvenes. Por ello cuando a Alana le preguntan si tiene novio, ella contesta: “Sí y no. No lo sé”. Y quizás algo se resuelve en ese beso final y el “Te quiero, Gary”. Y aunque no sea la mejor película de su director, algo queda de las características que definen a Paul Thomas Anderson.
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