El Neorrealismo italiano es un movimiento fílmico que convulsionó el séptimo arte en la segunda mitad del siglo XX, como secuela a esa cruda Segunda Guerra Mundial. Un buen número de directores nos dejaron un abanico de películas que son un auténtico documento histórico sobre la Italia triste y hambrienta de la postguerra, cine denuncia de las condiciones de vida miserables y en el que desaparecen los finales felices. Una figura esencial fue Vittorio de Sica y hoy recordamos esa tetralogía neorrealista que nos dejó junto con el guionista Cesare Savatini: El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1951) y Umberto D (1952). En las tres primeras con un especial protagonismo de la infancia, en la última con un protagonista en su senectud. En estas cuatro películas sus personajes son ingenuos e inocentes; y sufren por las injusticias de una sociedad vil, marcada por el hambre, el egoísmo y la guerra.
Ya hemos dedicado una entrada especial a una de las mejores obras y más paradigmática de Vittorio de Sica, en ese dueto inolvidable de un padre (Lamberto Maggiorani) y un hijo (Enzo Staiola), y con una bicicleta robada como verdadero elemento nuclear para adentrarnos en esta familia y en esta sociedad de postguerra en Roma. Hablamos de Ladrón de bicicletas (1948), una película dura, donde el paro y la pobreza se constituye en un mal modelo educativo ante su hijo y un verdadero ladrón de infancias. Y es así que hoy revisaremos las otras tres películas de la tetralogía. La primera y la última tienen lugar también en Roma, y una de ellas en Milán, como reza su título.
- El limpiabotas (1946).
En la Roma de la posguerra, dominada por la miseria y el desempleo, dos jóvenes limpiabotas, Giuseppe (Rinaldo Smordoni) y Pasquale (Franco Interlenghi), sueñan con comprarse un caballo. La única forma de conseguir el dinero necesario es trapichear en el mercado negro. Tras vender unas mantas americanas son detenidos y enviados a una cárcel de menores, donde el consejo que reciben del resto de internos es claro: “Tranquilo.. Aquí has de callar y aguantar”. Y uno de los funcionarios de esta peculiar cárcel, expresa desalentado: “Por desgracia en estos tiempos, la miseria convierte a todos en criminales”.
Y estos dos amigos pierden la amistad en este centro y acaban delatándose entre sí. Pasquale no tiene ninguna familia y el director de la cárcel escribe de él: “Propenso a la violencia, peligroso para sí mismo y los demás. Recomendamos aislamiento”. Giuseppe recibe la ayuda de un abogado contratado por su familia, de código tan mísero como el entorno: “Deja la verdad al confesor. En el juicio dirás lo que yo diga”. Todo lo que viven (y apreciamos como espectadores) es bastante miserable y aboca a un final tan negro como el de esa noche en el que el caballo de estos dos limpiabotas se escapa.
Una película realizada con adolescentes y preadolescentes que se interpretan a sí mismos, niños de la calle y la miseria, abandonados en muchos casos por la familia y casi siempre penalizados por la sociedad. Cabe recordar que esta película, una de las piezas cumbres del Neorrealismo, se graba un año después de terminar la Segunda Guerra Mundial y no es hasta el año 1948 cuando empieza la primera fase de recuperación del continente, puesto que los primeros años de posguerra fueron de absoluta penuria económica y productiva en la mayoría de los países.
- Milagro en Milán (1951).
Película basada en la novela “Totò il buono”, un libro infantil que Cesare Zavattini escribió para sus hijos, con la idea de ganarlos como lectores. Y la película comienza con el “Érase una vez…” y nos adentra en una fábula de realismo mágico y optimista, el que nos regala su protagonista, Totó (Francesco Golisano).
Todo comienza con un recién nacido abandonado en un campo de coliflores. Una abuela lo encuentra, y le cuida y la mima de una manera sorprendente, incluso para el propio niño. Cuando ésta fallece, Totó es ingresado a los 7 años en un orfanato. Y de ahí sale un chico jovial y de buena voluntad, quien enseguida sufre el robo de su bolsa en la Escala de Milán, y persigue al ladrón por las Galerías Vittorio Emanuele II, para finalmente hacerse amigo de él. Acaba viviendo en un mísero barrio de chabolas en las afueras de Milán, allí donde todos los mendigos agradecen los rayos de sol en el crudo invierno. Y Totó trae alegría e ilusión a la comunidad y deciden construir casas de madera que sustituyan a las chabolas de latón que se las lleva el viento. Erigen una estatua de una mujer en la plaza y ponen nombres a las calles, a las que Totó añade la tabla de multiplicar que le enseñaba la buena anciana (“Strada Maggiori. 5 x 5= 25”). Acogen a más familias y a solteros, y todos cantan alegres: “Todos necesitamos una cabaña para vivir y dormir. Todos necesitamos un poco de tierra, donde vivir y morir. Todos necesitamos un par de zapatos, algo de leche y un poco de pan. Esto se necesita para creer en mañana…”
Pero llegan los especuladores, con el Sr. Mobbi (Guglielmo Barnabò) a la cabeza, y ponen a la subasta los terrenos, donde resuena su oratoria barata: “Aquí estamos todos reunidos. Yo tengo frío, como ustedes. ¿Y por qué? Porque somos todos iguales. Mi nariz será más grande o más pequeña que la de ustedes, pero siempre será una nariz. Esta es la verdad amigos, una nariz es una nariz…” Y es que el agua que brotaba en estos terrenos ya no es agua, sino petróleo y sale por todas partes del poblado. Totó y una delegación de mendigos intentan mediar, pero son engañados de nuevo. Y aparece la madre-abuela desde el cielo con una paloma milagrosa que consigue deshacerse de los policías que querían desalojarles. Y es en ese momento cuando cada uno le pide un deseo: un abrigo, un armario, una maleta… o ser más alto o volverse blanco; aunque luego se ponen a pedir dinero sin ton ni son. Pero cuando se llevan la paloma, regresa la realidad.
Una película que es un puro neorrealismo mágico, con ese final donde todos los habitantes de ese lugar vuelan sobre el Duomo de Milán con las escobas de barrendero, mientras cantan la canción que ya hemos referido. Y esa frase tan significativa: “¡Había un reino donde buenos días… quiere decir verdaderamente buenos días!”.
- Umberto D (1952).
Es la obra con la que cierra esta tetralogía neorrealista, un film dedicado al padre de Vittorio de Sica. Comienza con una manifestación de ancianos que es dispersada, y donde conocemos a nuestro protagonista, Umberto Dominico Ferran (Carlo Battisti, que no era actor, sino un profesor de filosofía) y a su perro Flike, un anciano jubilado bien vestido quien fuera un empleado de ministerio y que ahora acude al comedor social.
Descubrimos que Umberto vive en una casa de huéspedes en Roma (que también es una casa de citas), pero va a tener que irse por impago. No tiene hijos ni familia, y su mayor alianza es la criada María (Maria-Pia Casilio), ahora embarazada y que nos sorprende con su costumbre de quemar las hormigas que están por toda la casa. Umberto intenta conseguir el dinero del alquiler vendiendo sus libros, su reloj y sus pocas pertenencias, pero la patrona, la Sra. Belloni (Lina Gennari), no tiene compasión de él. Y piensa nuestro anciano: “Para saldar todas mis deudas, tendré que estar un mes sin comer”. Por lo que busca ser internado en un hospital por una faringoamigdalitis febril, con la idea de poder tener un lugar donde estar y comer, pero pronto le dan el alta. Y entonces se da cuenta que han enviado a Flike a una perrera, e intenta recuperarlo para evitar que lo maten. Porque cuando Umberto abandona la pensión, intenta infructuosamente que alguien se quede con su perro. Y esa imagen final de nuestro protagonista con su perro en los brazos junto a la vía del tren es puro reflejo de su desesperación, con esas palabras finales: “Corre, Flike”.
Y con ese triángulo que conforma Umberto, Maria y Flike, De Sica nos plantea el tema de la crisis que afecta a una sociedad que no es capaz de ayudar ni mostrar el más mínimo interés en un anciano que no tiene casi para vivir, y donde la insolidaridad y la deshumanización son temas claves en la obra. Un curioso triángulo para mostrar una Roma de postguerra donde campea la pobreza de una sociedad maltrecha. Y es Umberto D un melodrama lírico con la sencillez de las grandes obras, una de las mejores, más profundas y conmovedoras películas jamás rodadas sobre la vejez, junto a Vivir (Akira Kurosawa, 1952), Cuentos de Tokio (Yasujirō Ozu, 1953) y Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957). Una película que no habla de la infancia (como sus tres predecesoras), sino de ancianidad, y que cierra el círculo, como quizás ya lo hemos visto en alguna otra obra, y creo que Del rosa al amarillo (Manuel Summers, 1963) es un buen ejemplo patrio.
Es así como el Neorrealismo pintó, con una inmejorable paleta de blancos y negros, la depresión social que invadió todos los ámbitos en los años de la posguerra. Es un cine triste, melancólico, que reseña la terrible depresión económica al cabo de una guerra feroz, que dejó a todo un pueblo sumergido en la pobreza y la desesperanza. Y esta tetralogía de Vittorio de Sica es un ejemplo paradigmático.
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