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sábado, 3 de junio de 2023

Cine y Pediatría (700) La infancia y familia según Yasujiro Ozu

 

Yasujiro Ozu era visto como uno de los directores "más japoneses", un perfeccionista cuyo trabajo fue raramente mostrado en el extranjero antes de la década de los sesenta, tiempo en el que combinó el blanco y negro y el color, el cine mudo y el sonoro. De hecho no empleó el sonido hasta 1935 según su reflexión: "¿Para qué buscar el ruido cuando reina el silencio?". Rodó un total de 53 películas, más de la mitad en sus primeros cinco años como director; y todas menos tres con los estudios Sochiku. Fue un firme defensor de la cámara estática y las composiciones meticulosas, allí donde su plano característico era el tomado desde solamente unos 90 centímetros sobre el suelo, esto es, el punto de vista de un adulto sentado sobre un tatami, nada más nipón que esto. Durante su vida recibió dentro y fuera de su país todo tipo de galardones y, tras su muerte en 1963 (se cumplen 60 años ahora), su fama alcanzó cotas aún más altas y su obra influyó en directores como Jim Jarmusch, Wim Wenders, Aki Kaurismäki o Hou Hsiao-Hsien. 

Fue un admirador confeso de Charles Chaplin y Harod Lloyd y, de hecho, sus primeras películas se inscriben en vertientes típicas de la industria estadounidense como el “slapstick” y que incluyeron el tema de la romántica vida del estudiante en obras como Me gradué, pero… (1929) y He suspendido, pero… (1930). Un repaso a su filmografía esencial incluye su obra más universal, Cuentos de Tokyo (1953), pero también otras como Primavera tardía (1949), Las hermanas Munekata (1950), El comienzo del verano (1951), Crepúsculo en Tokyo (1957), Flores de equinoccio (1958), La hierba errante (1959) o El sabor del sake (1962). Y en ellas siempre aparece otra de las señas de identidad en el cine de Ozu: el de ser el uno de los directores que más y mejor ha reflexionado sobre la familia en la historia del cine (quizás en el cine contemporáneo solo esté a su altura otro director japonés, Hirozaku Koreeeda). 

Pero si hoy recordamos su figura en Cine y Pediatría es porque tiene dos películas donde los niños son una pieza fundamental como reflejo de los anhelos y las frustraciones de los adultos, en un entorno que gravita entre el hogar, la escuela y el grupo de amigos: una película muda y en blanco y negro, He nacido, pero… (1932), otra sonora y en color, Buenos días (1959). Y lo sorprendente de estos niños de Ozu (todos varones) es su espontaneidad en la pantalla para mostrarnos lo divertida, tozuda, dulce, temeraria, orgullosa, solidaria y egoísta que es la infancia. Dos películas lejanas, pero llenas de espontaneidad y frescura, para aquellos que quieran revisar a este particular director, ya universal. 

He nacido, pero… (1932) 

Algunos la consideran aún hoy una de las grandes películas sobre niños de la historia del cine, descrito al inicio como “un cuento para adultos”. Fusiona el “slapstick” y el “shoshimin", un subgénero que nace en aquella época prestar atención a las fricciones sociales del oficinista medio y su familia con un Japón pleno de mutaciones. Una obra en tono de comedia con ese proceso de aprendizaje de los dos hermanos protagonistas a través de una sencilla historia que resguarda unos cuantos mensajes sobre la jerarquización social del mundo de los adultos, y que tiene bastante de autobiográfico. Porque recién trasladados a un suburbio de Tokio, los dos pequeños protagonistas, Keiji (Tomio Aoki) y Ryoichi (Hideo Sugawara), deberán adaptarse a su nueva escuela y a sus nuevos compañeros de colegio (“Este es nuestro nuevo hogar. Debéis ser amables con los chicos de aquí”), entre los que se encuentra Taro, el hijo del jefe de su padre, con quien establecerán una dura disputa sobre cuál de los respectivos padres “es más importante”. El principio no es fácil, pues son acosados por los otros chicos, pero poco a poco consiguen el liderazgo del grupo de esos alumnos vestidos con el uniforme escolar del régimen. Y cuando aprecian que su padre tiene una actitud de sumisión hacia su jefe de su oficina, se sienten decepcionados y no dudan en reprochárselo abiertamente. 

Las escenas de los niños enlazan con la de los adultos, en ocasiones sugiriendo un paralelismo. Y la mirada de los dos hermanos sirve para poner en evidencia la gris existencia de su padre, un empleado resignado a pasar el resto de su vida laboral en el puesto de oficinista. Y la pregunta entre ellos: "¿Crees que papá es importante?” Y su rebeldía hacia él: “Nos dices que lleguemos a ser alguien y tú no lo eres”, pues no aceptan que sea el asalariado de un jefe. Y siguen sus quejas: “Soy más fuerte y saco mejores notas que Taro. Si voy a acabar trabajando para él, no pienso ir al colegio”. Y ante esa confusión se los hijos la madre intercede y el padre se resigna: “Sé cómo se sienten. Es un problema con el que tendrán que vivir siempre… Espero que no acaben siendo un empleado pelota como yo”. 

Es una película curiosa y simpática, un documento cinéfilo cuyos diálogos son los carteles en grafía nipona y que, en algunos momentos, puede hacerse algo difícil de ver pasadas ya las nueve décadas de su estreno. Y ello porque el competo silencio, sin la musicalidad que el cine mudo tenía en occidente, puede condicionar el visionado. Que es cierto que se compensa con la peculiar historia de esta pandilla de chicos y sus simpáticas secuencias, como con el cartel colgado en la espalda de uno de los alumnos: “Está mal de la tripa. Por favor, no le den de comer”. Y la historia transcurre mientras, como un leitmotiv, el tren pasa continuamente cerca del nuevo hogar. Y al final, mientras esperan para atravesar las vías del tren, los hermanos preguntan a Tao”: "¿Qué padre es el más importante, el tuyo o el mío? Y caminan abrazados al colegio. 

Buenos días (1959) 

Casi tres décadas después de He nacido, pero..., Ozu crea esta comedia, sonora y en color, que vendría a ser una actualización de esa joya del cine mudo, pero destacando los lógicos y notorios cambios temporales en su país. De nuevo, las familias, el hogar, la escuela y el mundo adulto son sabiamente entrelazados con sus habituales dosis de encanto y elegancia. Aquí con la aparición de la lavadora y el televisor en las vidas domésticas. 

Estamos en los años 50 en un barrio en las afueras de Tokio. Una comunidad en la que todo el mundo se conoce y que se dan los “buenos días”, pero donde se piensa que la presidenta de la comunidad de vecinos se queda con las cuotas para comprarse electrodomésticos. Y a la salida del colegio, los niños se congregan en casa de los únicos vecinos que tienen televisión, y allí prefieren ver los combates de sumo que hacer los deberes o estudiar inglés. En cada hogar se mezclan los altibajos laborales con las complicaciones de la vida doméstica, también en la familia Hayashi, donde los hermanos Minoru (Kôji Shitara) e Isamu (Masahiko Shimazu) exigen a sus padres que les compren un televisor. Y al no atender su petición, deciden iniciar una huelga de silencio. Una historia sencilla de vecinos, sueños y realidades, donde la tele aparece como señuelo, también en algunas conversaciones: “Estoy en contra de comprar una. Alguien dijo que la tele produciría cien millones de idiotas…Significa que todos acabaremos atontados”. Y se preguntan, “¿Demasiadas comodidades no son buenas?”

De nuevo, como en He nacido, pero… aparecen alumnos uniformados que acuden al colegio y saludan a su profesor en la calle quitándose el sombrero, de nuevo profesores y familias sensatas, o esa repetición de gestos entre los chicos (aquí se empujan con la mano en la frente del otro, imitando al profesor de inglés), de nuevo un leitmotiv visual (en aquella el tren, ahora las personas que cruzan por el camino situado en la cuesta del fondo) o las notas de humor (como ese marido que a cada ventosidad que se le escapa recibe la pregunta de su mujer “¿Me llamabas?” o el vecino ebrio que no encuentra su casa) y las continuas conversaciones (“Hay vecinos por todas partes, a no ser que te vayas a vivir a las montañas”). Y el pequeño Isamu que siempre dice “I love you” a todos, salvo en su huelga de silencio, y que recupera cuando finalmente la tele llega a su hogar. Y ese otro chico que siempre pide calzoncillos limpios a su madre… 

Y con Yasojiru Ozu conmemoramos de una forma muy especial que hemos alcanzado en Cine y Pediatría otra cifra centenaria, pues esta es ya el post número 700 de este proyecto que es una oportunidad para la docencia y la humanización en nuestra práctica clínica.

 

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