Siempre es una alegría dar la bienvenida a una nueva filmografía en Cine y Pediatría. Y hoy esta bienvenida es para Perú, un país cuya filmografía en España y Europa es escasa y poco conocida. Y cabe recordar algunos títulos que lograron traspasar sus fronteras a través de festivales internacionales: Espejismo (Armando Robles Godoy, 1972), un estudio complejo y fascinante de la influencia de la tradición y de los recuerdos sobre el presente, así como una mirada sobre la interrelación de las clases sociales, los rituales, las tradiciones y las obsesiones sexuales; El bien esquivo (Augusto Tamayo San Román, 2001), sobre un amor imposible entre una monja y un noble español en el Perú del siglo XVII; La teta asustada (Claudia Llosa, 2009), alrededor de esa enfermedad que se transmite por la leche materna de mujeres maltratadas durante la época del terrorismo en el Perú: Retablo (Alvaro Delgado Aparicio, 2017), con esa particular relación entre un maestro retablista y su hijo adolescente, también discípulo. Y hoy recordamos una de las películas recientes de mayor éxito: Canción sin nombre (Melina León, 2019), la ópera prima de su directora.
Una película filmada en blanco y negro, con una fotografía muy destacada de Inti Briones, cineasta peruano-chileno que vale la pena tener en mente, y que nos deja un buen número de imágenes para el recuerdo. Como también cabe destacar la música étnica que acompaña la historia, a cargo de Pauchi Sasaki, compositora, artista experimental multidisciplinaria y violinista peruana-japonesa. Comienza la película sin sonido y mostrando noticias de prensa sobre un Perú convulso a nivel político y social, con la corrupción, el paro y la violencia como telón de fondo, con referencias a Sendero Luminoso o al presidente Alan Garcia, conocido con el apoyo de Caballo Loco. Un cartel nos indica que nos encontramos en el año 1988 y que la historia está inspirada en hechos reales.
Es Camino sin nombre la historia de Georgina Condori (Pamesa Mendoza, en una interpretación desgarradora de esta actriz que es también antropóloga y gestora cultural) y su marido, dos jóvenes de la comunidad ayacuchana que viven en un suburbio a las afueras de Lima. Ella tiene 20 años, está embarazada de su primera hija y un día oye en la radio: “Ofrecemos la mejor atención especializada a embarazadas sin coste alguno”. Y allí acude, donde pare en una sala fría e inhóspita de un piso. Nunca llega a ver a su hija, y le comunican que se la han llevado a un hospital… aunque la reclama con gritos y llantos. Y un fundido en negro nos traslada a su triste realidad, el que será un sendero muy poco luminoso para Georgina, quien regresa cada día de su chabola a ese piso al que y nadie contesta. Intenta denunciar, sin ningún éxito, ante la policía o la justicia, donde los pasillos, ventanillas y trámites convierten todo su esfuerzo en una cruel inoperancia. Encuadres e imágenes certeras para hacernos sentir la crueldad de sus vidas indígenas perdidas en la ciudad… mientras Georgina le canta nanas a una manta vacía.
En medio del caos, se topa con el joven periodista limeño Pedro Campos (Tommy Párraga, en una interpretación contenida), quien toma a su cargo la investigación y emprende junto a ella la desesperada búsqueda. En el camino encuentran otras madres que fueron engañadas y a quienes robaron sus hijos tras el nacimiento con destino a la adopción internacional. Una trama en la que había implicados médicos, enfermeras, jueces y políticos. Y que finaliza con esa canción de cuna que canta Georgina: “Duerme bebita, duerme… ¿Por qué no tienes sueño? Que tu sueño sea para siempre de amor en paz”. Porque, desgraciadamente, en el mundo sigue siendo cruel la gran cantidad de nanas sin nombre que se cantan.
Cabe señalar que en Canción de cuna la trama principal es esta investigación por el secuestro de recién nacidos, pero de la que emanan dos subtramas, quizás no fáciles de encuadrar: la relación homosexual no conclusa entre Pedro y un vecino actor, con la obra el “Zoo de cristal” de Tennessee Williams de trasfondo; y la confabulación de bandas y sus atentados en momentos convulsos para esa población empobrecida y asediada por el terrorismo. Quizás un nota de guion mejorable, pero que no debe nublar su fotografía de alto nivel (con una particular imagen en 4:3, lo que da esa sensación de estar realizando una vuelta al ayer), unas puestas en escena destacadas, buenas actuaciones, excelente dirección y una banda sonora de primer nivel. Y todo ello nos sumerge en esta historia (que incluye subtítulos ocasionales para entender el idioma indígena) y nos hace entender que la realidad es mucho más cruel que la ficción que hemos vivido. La directora Melina León, en los créditos, dedica la película a su padre, periodista, como fuente de los hechos. Para todos esos bebés robados, esta canción sin nombre…
Y Canción de cuna se suma a todas esas películas del siglo XXI que deciden abonarse al blanco y negro para narrar su historia, y algunas ya han sido comentadas en Cine y Pediatría: la francesa Persépolis (Marjane Satrapi, Vincent Paronnaud, 2007), la alemana La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), las mexicanas Güeros (Alonso Ruizpalacios, 2014) y Roma (Alfonso Cuarón, 2018) o la británica Belfast (Kenneth Branagh, 2021).
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