La “agogé” (en griego significa “criar”) era el antiguo programa educativo espartano, que entrenaba a los jóvenes varones en el arte de la guerra, según un programa fue instituido por el legislador Licurgo en el siglo IX a.C. y que formó parte integral de la fuerza militar y el poder político de Esparta. Porque los niños varones eran criados principalmente por sus padres hasta la edad de siete años, cuando entraban en la “agogé” y eran conocidos como “paides” (niños), y se graduaban alrededor de los 30, momento en el que podían casarse y formar una familia. La participación de los niños y jóvenes espartanos en la “agogé” era obligatoria; pero a las niñas espartanas no se les permitía ingresar, y eran educadas en casa por sus madres o entrenadoras.
El objetivo de la “agogé” era transformar a los niños en soldados espartanos cuya lealtad se dirigía al Estado y a sus hermanos de armas, no a sus familias. La alfabetización estaba incluida en el plan de estudios, pero no era tan importante como la formación militar y las técnicas de supervivencia. Como en otras ciudades-estado griegas, las relaciones homoeróticas entre candidatos mayores y jóvenes se consideraban un aspecto natural del crecimiento y la madurez pero, en Esparta, parece que se fomentaban para crear un vínculo más estrecho entre los hombres que terminarían sirviendo en las fuerzas armadas. Por tanto, las relaciones pedófilas estaban institucionalizadas y cabe considerar que el modelo de la “agogé” fue elogiada como la forma ideal de educación por los filósofos Platón y Aristóteles, así como por el escritor Jenofonte, aunque historiadores posteriores como Plutarco fueron más críticos con el programa.
Sirva esta introducción para hablar hoy de una de las películas más polémicas recientes, y que ha tenido como protagonista a un provocador director austríaco, cuyo estilo esteta, cínico e irónico firma un desolador, crudo e inquietante retrato de la pedofilia: Sparta (Ulrich Seidl, 2022). Película que se considera la segunda parte, y final, de la obra que diera comienzo con Rimini (2022), donde se nos mostraba el oscuro sótano donde habitaba el singular Richie Bravo (Michael Thomas), un antaño carismático cantante de pop austríaco, y la relación con su padre y su hermano Ewald (Georg Friedrich). Si en Rimini la historia nos transportaba a una ciudad bucólica bañada por el mar Mediterráneo, Sparta navega desembarcando en otra mítica ciudad, igualmente mediterránea, de la antigua Grecia, aunque lo hace de forma figurada, ya que la acción lo hace en un pequeño pueblo del entorno rural de Rumanía. Y en Sparta el protagonista exclusivo es Ewald.
Comienza Sparta en una residencia de ancianos, como un guiño a Rimini, donde Ewald visita a su padre. Ewald trabaja en una fábrica y tiene una pareja más joven, pero no es feliz en ese lugar frío y triste de Transilvania donde vive. Nos sorprende cuando se acerca a un parque infantil e intenta comportarse como un niño. Entrado ya en los 40, deja a su novia y se muda a otro lugar del interior de país, donde acabará instalándose en una escuela abandonada. Y como un flautista de Hamelin consigue atraer a los niños de la zona, quienes le ayudan a limpiar la escuela abandona, mientras él les compra refrescos y golosinas. Y se le ve feliz por primera vez. A partir de aquí alterna su tiempo entre las visitas al padre demenciado en el asilo y los juegos con los niños en la escuela en ruinas, escuela que acaba siendo su fortaleza. Allí donde Ewald no le quedará otra opción que enfrentarse a una verdad que ha mantenido oculta durante mucho tiempo.
En la escuela enseña judo a los niños, con kimono y tatami, y aunque habla poco el rumano, se hace entender. Les quita la camiseta y realiza fotos de los menores haciendo poses, que ve en la soledad. Luego llegan las caricias. Se hace pasar profesor de judo antes los padres, que comienzan a preguntar quién es. Van aumentando el número de niños que llegan y se encariña de uno, Octavian, quien muestra marcas de malos tratos y Ewald le protege, prometiendo ir a la policía. Con el tiempo les viste de guerreros espartanos y a cada uno les da un nombre: Fides, Hércules, Apolo, Odiseo, Neptuno, Spartaco,… Y rodea de vallas de madera la escuela y sobre la puerta el nombre de Sparta, el título de nuestra película y de ese guiño a aquellos “agogé”. Les entrena en la lucha grecorromana, cada vez con menos ropa. Y se ducha con ellos al acabar la lucha, ya desnudos. Con el tiempo los niños no regresan a sus casas y se quedan a dormir en Sparta, pues es posible que algunos crean sentirse más seguros.
Está claro que Sparta no es ni una academia ni un parque de juegos, sino un centro de operaciones creado por Ewald para sucumbir a su filia, que se alimenta de la vulnerabilidad y la inocencia infantil. A pesar de la atmósfera incómoda, los chicos no son conscientes de lo que está pasando a su alrededor. Pero finalmente los padres detectan la situación: “Todo el pueblo habla de ti, Octavian”, le dice al niño su padre maltratador. Y acuden a Sparta para linchar a Ewald.
Es fácil entender que Sparta es una película incómoda. Muy incómoda. Tan incómoda que asfixia sean las escenas en el asilo o las de la escuela. Seidl marca los tempos con muchísima habilidad, manteniendo los planos y alargando ciertas escenas, y cuanto más vamos conociendo a su protagonista, más aumenta la tensión. Y la polémica no procede de lo que enseña, porque no enseña nada físico, sino que lo terrible de la película de Ulrich Seidl es lo que no enseña: y no mostrar el hecho consumado no hace a la película menos escalofriante ni a su protagonista más exonerable.
Cabe recordar que la proyección de la película austriaca fue prohibida en el Festival de Venecia después de que Ulrich Seidl fuera acusado de explotar a menores rumanos durante el rodaje y no explicar correctamente a los padres de qué iba la película. Y es que la película versa sobre la pedofilia. Un problema que afecta a los menores desde la Grecia clásica (y antes) hasta nuestros días.
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