“Mamá me hablaba dándose aires de importancia. Pero al mismo tiempo parecía estar siempre en otra parte. Era difícil saber cómo se sentía. Quiero decir, cómo se sentía de verdad. La noche que llegamos a Francia, no hacía más que mover las caderas. Supongo que eso le ayudaba a mantenerse en pie. Quizás por ser el pequeño, me aferré a la luz que irradiaba, a nada más. La maleta llena de dolor que había traído de casa, era su secreto”. Con esta voz en off, acompañado de la imagen fija de una madre negra y sus dos hijos que viajan en tren, comienza esta película francesa por título Mi hermano pequeño (Léonor Serraille, 2022), con la que la realizadora francesa ganó la Cámara de Oro a la mejor ópera prima en el Festival de Cannes, premio creado en el año 1978 y que ya ganaron antes otras películas de las que hemos hablado en Cine y Pediatría: la belga Totó, el héroe (Jaco Van Dormael, 1991), la iraní El globo blanco (Jafar Panahi, 1995) y la alemana Girl (Lukas Dhont, 2018).
En Mi hermano pequeño, su directora toma como base las vivencias del padre de sus hijos para componer esta conmovedora crónica de la construcción y deconstrucción de una familia inmigrante. Y nos narra la historia de Rose y de sus hijos, Jean y Ernest, durante algo más de 15 años. Una historia que comienza en 1989, cuando Rose (Annabelle Lengronne) abandona su Costa de Marfil natal y llega a París para intentar iniciar una nueva (y mejor) vida. Tras dejar en África a sus dos hijos mayores, todas las esperanzas de Rose están puestas en Jean y Ernest, dejando atrás a su ya segundo marido. Y la voz en off es del hermano pequeño, Ernest, es la que inicia este film y la que nos acompañará durante todo la historia.
Inicialmente son acogidos en casa de unos familiares y la mujer le da un consejo (“En la vida tienes que escoger a alguien que quiera a tus hijos. No a alguien que tú quieras. Es importante”) que Rose no parece tener muy en cuenta. Su belleza la hace ser atracción de los hombres, pero no acierta en la compañía. Y ella, que se afana en salir adelante como asistenta de limpieza en un hotel, da estos consejos a sus hijos: “Estudiar mucho. Ser los mejores… Y nada de llorar. No se llora delante de la gente. Si queréis llorar os escondéis”. Y así también ella llora en la soledad, porque quizás es cierto lo que le dicen: “No sabes ni lo que quieres”.
Mientras ella busca su lugar, conoce a otro hombre casado que funcionará de padrastro y cambian de ciudad, como nos recuerda la voz en off del hijo menor: “Nos dijo que nos íbamos a vivir a Ruán. A un apartamento en el centro. Iríamos a buenos colegios. Iríamos con buenas compañías. Ella quería lo mejor para nosotros. Nosotros no queríamos irnos de nuestro cuchitril. Pero ello no era de las que cambian de opinión. Hizo las maletas y nos fuimos”. Y con ello un salto temporal nos presenta a los dos hermanos yan adolescentes… Y a partir de aquí, la película se fragmenta en dos partes: la primera se centra en Jean, la segunda en Ernest. Y un noticiario nos sitúa temporalmente alrededor de ley de Charles Pasqua, unas despiadadas leyes antiinmigración instauradas en por este ministro de Interior gaullista en el año 1993, cuyo objetivo era claro: “La regla de oro: debe restringirse el derecho a entrar en Francia”.
Ahora los dos hermanos viven juntos y la madre solo viene los fines de semana. Las relaciones de pareja de la madre no funcionan y ahora decide casarse con un compatriota que la pretendió desde su llegada a Francia, a lo que Jean expresa: “No es un nuevo comienzo. Es el principio del fin”. Y Jean acaba abandonando el hogar y decide regresar a Costa de Marfil, lo que enfada de tal forma a Ernest que culpa a su madre.
En el salto temporal final ya nos encontramos a un joven Ernest que vive independiente, ahora como profesor de filosofía de un instituto de París y lee un texto muy significativo a sus alumnos: “Que cada uno examine sus pensamientos. Los encontrará ocupados en el pasado y en el futuro. Apenas pensamos en el presente y si pensamos en él, solo es para tomar luz de él y proyectarla en el futuro. El presente nunca es nuestro fin. El pasado y el presente son nuestros medios. Solo el futuro es nuestro fin. De tal forma no vivimos, sino que esperamos vivir”. Porque ha pasado mucho tiempo, pero aún le recuerdan que es un emigrante en un país en el que no nació…
Y en el encuentro con su madre se preguntan por sus vidas y él le recuerda que ha tenido muchos padres, pero el verdadero padre fue el colegio, y ella se excusa con lágrimas: “Yo hice todo lo que pude. Aunque cometiera errores”. Y la madre le da una carta de su hermano, que acaba así: “Espero verte algún día. Un hermano pequeño no es poca cosa”. Y un fundido en negro nos deja pensando en esta película alrededor de una familia africana inmigrante que entra en deconstrucción y este peculiar “coming of age” de dos hermanos en busca del sentido de pertenencia.
Una película realizada con el sentido y sensibilidad del cine francés, sobre un tema que no les es ajeno, pues en Francia viven cerca de 9 millones de inmigrantes, lo que supone un 13% de su población. Pero la inmigración es una constante en muchos países, y baste recordar que en España hay casi 7 millones de inmigrantes (un 15% de la población), y las historias de superación y supervivencia se repiten.
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